En la novela clásica de Heinrich von Kleist Michael Kohlhaas, su protagonista, un tratante de caballos, buen ciudadano y escrupuloso cumplidor de las leyes, inicia una batalla legal contra el aristócrata Wenzel von Tronka, pues considera que sus derechos han sido vulnerados al serle confiscados dos caballos que había dejado como fianza. En un caso similar, E.L. Doctorow nos cuenta en su novela Ragtime la historia de Coalhouse Walker, un joven músico afroamericano de comportamiento impecable, cuyo coche es destrozado en un acto racista por un grupo de voluntarios del cuerpo de bomberos. Tanto Kohlhaas como Coalhouse (la referencia de Doctorow a Kleist es obvia), se ven defraudados por sistemas legales que benefician al poderoso e inician rebeliones en las que, además de perder sus posesiones materiales y posición social, acabarán ocasionando perjuicios a inocentes. El objeto de sus causas era tan pequeño como dos caballos y la restitución de un coche a su estado previo o tan grande como hacer prevalecer la justicia. Examinando la postura del ofensor, ambas historias coinciden en que éstos sobrestiman la importancia que los ofendidos van a dar a los bienes materiales, relativizan la importancia de la ofensa y menosprecian la innata necesidad de justicia del individuo. Israel lleva décadas cometiendo el mismo error.
Y es que en las relaciones internacionales, donde son pueblos y no individuos los que dirimen sus causas, las conclusiones son parecidas y en toda salida negociada el más fuerte tiene la responsabilidad de dar al más débil un compromiso que éste pueda interpretar como justo. Una justicia, por supuesto, adaptada a las circunstancias del momento y al equilibrio de fuerzas, pero la debilidad de la otra parte jamás debiera llevar al poderoso a buscar un último e injusto beneficio. La ecuación de debilidad e injusticia, lejos de llevar a esa desesperación en la que cualquier acuerdo es bueno, suele dar como resultado rebeliones y resistencias, así que los poderosos debieran recordar que los débiles no sólo tienen poco, sino también poco que perder. Varios imperios hubieran durado unos cuantos siglos más de no haber olvidado este concepto tan sencillo.
Israel no se ha limitado a querer imponer su victoria y utilizar su mayor fortaleza para estructurar la región a su conveniencia, sino que ha querido presentarla como la victoria del orden sobre el terrorismo. Este razonamiento obvia que cualquier reivindicación violenta por parte de un pueblo sin estado y por tanto sin ejército como el palestino necesariamente tendrá que ser definida como terrorismo. Y ha querido imponer su visión, no al estilo de los imperios, como una legitimación de la victoria, sino como un elemento de la negociación previa a la victoria. Parafraseando la famosa frase de Unamuno, podríamos decir que los imperios vencen y después convencen (o más bien se convencen mediante el revisionismo histórico de la bondad de su victoria), mientras que Israel ha querido vencer a base de convencer.
Un ansia de legitimidad perfectamente comprensible. La historia reciente del pueblo hebreo, víctima de la masacre más importante de la historia de la humanidad, hacía difícil un cambio tan rápido de víctima a verdugo. Pero la legitimidad de Israel ha estado demasiadas veces fundamentada en la barbarie de Hitler y los campos de concentración alemanes y no en lo sucedido en Palestina. Un ansia de legitimidad que es una nueva afrenta para un pueblo palestino acostumbrado a perder en el enfrentamiento directo militar, pero que a menudo ha considerado indigno llegar a acuerdos con Israel en negociaciones viciadas por la gran diferencia de fortaleza entre ambas partes.
Siguiendo con el tema de las negociaciones, comentar que, lejos del mundo empresarial, se educa a los jóvenes de todo el mundo en la admiración de los mártires nacionales que tomaron decisiones dignas en contra de la conveniencia material aparente. Nadie les acusa de ser lunáticos incapaces de evaluar su posición exacta en el mercado, mientras que, por el contrario, a los que llegan a acuerdos con los vencedores, lejos de ser realistas que han calibrado adecuadamente sus sinergias y fortalezas, los tachamos de colaboracionistas. En el ilógico mundo de las causas nacionales, la negociación sólo es vista como una virtud cuando es entre iguales: de lo contrario será considerada una capitulación. Y la principal victoria del pueblo palestino en décadas de conflicto (siempre desde su perspectiva) es la de no haber capitulado. Se podría trivializar esta resistencia diciendo que es fruto de la manipulación por parte de sus clases dirigentes, o incluso que otras naciones musulmanas han encontrado en Palestina un símbolo con el que excusar sus patéticos ejercicios de gobierno doméstico, pero sería erróneo llevar estos razonamientos hasta el extremo de negar totalmente el ansia de justicia que ha alimentando la resistencia palestina.
Así que Israel tiene dos tratamientos para el enfermo: ganar o saber ganar. De momento está aplicando el primero con la precisión de un cirujano. Ganar implica llevar a los palestinos a un estado de agotamiento y desmoralización y dividir primero a su población, eligiendo el bando de Fatah y permitiendo una relativa normalidad en Cisjordania, mientras asfixia con todo tipo de embargos económicos a la franja de Gaza gobernada por Hamas; para posteriormente dividir a su liderazgo, hundiendo a un Mahmut Abbas, líder de Fatah, al que encumbró como único interlocutor posible, pero al que ha impedido sistemáticamente mostrar beneficios concretos propiciados por la negociación.
Porque Israel es consciente de que ningún líder palestino va a poder defender ante su población el crecimiento de los asentamientos judíos en Cisjordania, por mucho que se etiquete con esa ecologista denominación de “crecimiento orgánico” (crecimiento de baja intensidad en el que sólo se llevarían a cabo los proyectos para los que ya se han concedido licencias) y que, por encima de viciadas lógicas legalistas, otra vez von Tronka y sus artimañas, parece difícil rebatir que sólo la paralización es compatible con un futuro intercambio de tierras en el que muchos de estos asentamientos deberán ser derribados. Lo cierto es que, con un tipo de crecimiento o con otro, los asentamientos en Cisjordania siguen creciendo cuando teóricamente llevan años siendo desmantelados, de modo que en esta última ronda de contactos los palestinos condicionaron la negociación a que se paralizaran. Ésto provocó que un indignado Netanyahu, con rueda de prensa incluida junto a la secretaria de estado Clinton, acusara a los líderes palestinos de falta de colaboración.
Israel no está engañando a la comunidad internacional, sino sólo a sí misma, cuando pretende mantener una autoridad moral en un conflicto en el que desde hace tiempo sólo tiene la que le confiere un poder militar infinitamente superior al de su contrincante. O cuando intenta convencerse de que está actuando de manera diferente a los imperios coloniales que tan importantes fueron en su formación. Desde la Francia antisemita del caso Dreyfus, en la que un indignado Theodor Herzl comenzó a formular las doctrinas del sionismo político moderno; pasando por la Gran Bretaña que dio legitimidad a dicho movimiento con la declaración Balfour en 1917 y siguiendo por unos Estados Unidos que obligaron a una emigración judía masiva a Palestina cuando en 1924 hicieron más estrictas sus propias normas migratorias con el National Origins Quota y el Inmigration Act; los cuales se mostraron como especialmente crueles al impedir, ante la pasividad de la clase política americana, la entrada de cientos de miles de judíos que huían de la Alemania nazi; desde su formación, Israel ha sido testigo de como los grandes poderes formulaban altos ideales a la vez que miraban única y exclusivamente por su conveniencia.
Así que condenar a Israel es condenar a todos los vencedores de guerras que, sin excepción, han utilizado el derecho internacional que regula las acciones bélicas para minimizar sus propios daños teniendo al débil encorsetado por unas normas que el fuerte raramente ha cumplido. Israel no está haciendo nada más que seguir la lógica de una historia en la que el pueblo judío ha estado demasiadas veces en el bando de los perdedores. Pero lo que Israel no puede pretender es que el pueblo palestino le allane la victoria con una rendición en la que deshonren a sus muertos. ¿Los muertos de Israel? Ahí está una de las claves del conflicto. Los ganadores tienen cientos de formas de honrar a sus muertos, así que hay que buscar la forma de que los palestinos tengan el espejismo de la victoria y puedan honrar a sus muertos y mártires en plazas, puentes, calles y fiestas nacionales. Para que puedan honrarles en una capital que incluya Jerusalén Este. De no ser así, Israel debiera comprender que la razón moral, la legitimidad, estará del lado de los palestinos, quienes pasarán a formar parte de la larga lista de pueblos derrotados en constante luto espiritual por sus holocaustos y diásporas.
No va a ser fácil que Israel se decida por una de las dos estrategias: a menudo parece como si fuera una sociedad dividida entre los que quieren ganar y los que tratan de saber ganar. Y curiosamente los primeros casi siempre tienen el poder político, representados por el Likud de Netanyahu o el Kadima de los gobiernos de Sharon y Olmert y por sus habituales aliados religiosos, mientras que los segundos, parte de una sociedad más laica, progresista y urbana, tienen una ascendencia intelectual más importante que sus últimamente pobres resultados electorales. Parece como si el brazo y la mente del estado de Israel fueran por caminos distintos: dos direcciones que ni el luto por el asesinato del primer ministro Rabin en 1995 pudo reconciliar. Por el contrario, el partido de Rabin, el laborista, en otro tiempo gran dominador de la vida política israelí, inició entonces un descenso que sólo un año después propiciaría la primera victoria de Benjamin Netanyahu frente a Simon Peres. En la actualidad, el laborismo, liderado por el actual ministro de defensa y ex primer ministro Ehud Barak, transita sin demasiada influencia por la coalición gubernamental, lo cual no debiera extrañarnos teniendo en cuenta que sólo es la cuarta fuerza del Knesset con 13 escaños.
Para aquellos que pidan equidistancia al valorar el conflicto, pedir disculpas por no poder aportarla en un proceso en el que hay una de las partes que tiene el poder de ofrecer y la otra sólo el de aceptar o, en su defecto, de resistir. Las posturas no parecen tan lejanas, o al menos no lo parecieron cuando el anterior primer ministro israelí Ehud Olmert pareció ofrecer el 94% del territorio de Cisjordania y compensar el 6% restante con tierras actualmente en territorio israelí, además de un paso entre Cisjordania y Gaza y una soberanía internacional sobre los símbolos religiosos de Jerusalén, ciudad que pasaría a ser compartida como capital de ambos estados: de Israel la parte oeste y la este del nuevo estado palestino. Poco después de estas supuestas ofertas Netanyahu volvió a ganar las elecciones, formando una coalición con objetivos y sensibilidades diferentes al anterior gobierno, produciéndose un retorno a anteriores épocas de evasivas y recriminaciones entre ambos liderazgos. Desgraciadamente, en algo también habitual, las soluciones que podrían haberles acercado, esas fantásticas ofertas de las que habló Abba Eban (ministro de asuntos exteriores de Israel entre 1966 y 1974) cuando dijo aquello de que “los palestinos nunca pierden la oportunidad de perder una oportunidad” suelen ser rumoreadas ofertas potenciales en tiempo pasado, mientras que las diferencias que les separan siempre son problemas reales en tiempo presente.
El futuro no parece mucho mejor. Para aquellos que esperaban que Obama arreglara el conflicto a base de discursos y momentos históricos, decir que el presidente americano sólo podrá ser, en el mejor de los casos, un juez del conflicto. Así que de momento parece inteligente su postura de no exponerse a perder su legitimidad moral mientras no cambien las circunstancias, delegando en una Hillary Clinton que está sirviendo de contrapeso a su claro posicionamiento durante la campaña electoral americana en favor de una paz justa y la creación de dos estados. Una legitimidad moral con la que tendrá que evitar que Israel se comporte con la prepotencia de un von Tronka cualquiera. Para que la paz sea duradera, habrá que bajar de las alturas de la especulación al detalle, poniendo en la balanza, por un lado, los coches o caballos que fueron injustamente destrozados o confiscados, y en la otra el trabajo del pueblo hebreo en un estado que, siguiendo la lógica de otros tiempos en los que la justicia de los países era la de las armas, confirmaron con victorias bélicas. Es decir, no la justicia en abstracto, sino la justicia de aquí y ahora. La justicia de los que saben ganar y de los que, aunque hace tiempo que saben que han perdido, aspiran al menos a una derrota digna.
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