La infancia del diablo

Le dije que sí. Y ese fue el comienzo de mi relación con Schoeller, el gran Gustav Schoeller. ¿Quién era Schoeller? Como cualquiera de nosotros, Schoeller era quien se había dado cuenta que era. Podría haberse dado cuenta de que era otra cosa; un filósofo, un jardinero, o la mascota de un equipo de baloncesto, pero no, Schoeller se dio cuenta de que era Schoeller y la verdad es que, pese a que ocasionalmente lo intentó, nunca hizo demasiados esfuerzos por dejar de serlo. De ésto estoy seguro. De lo que ya no lo estoy tanto es de cómo se dio cuenta, así que les voy a contar la historia que él me contó. La gente nunca miente al explicar quienes son, raramente ellos lo saben; cuando mienten es cuando se les pregunta como han llegado a serlo. Si me preguntan, yo creo que la historia que Schoeller me contó es cierta, además de que Schoeller era tan mentiroso que de vez en cuando, aunque sólo fuera para despistar, decía alguna verdad.

Gustavo Schoeller nació en el seno de la que en otro tiempo fue una de las más importantes familias aristocráticas de Europa. Si esto es cierto, si lo es que creció en el antiguo y famoso castillo de los Schoeller de Prusia, decídanlo ustedes. La verdad es que no tiene la menor importancia y creo que, incluso de no haber sido cierto, Schoeller era sincero cuando me decía que lo era. Fuera Dios quien le hizo noble o fuera la ecuación del tiempo y su imaginación, lo cierto es que Schoeller estaba convencido de que en su infancia había sido noble. Y si Schoeller lo creía, ¿quién soy yo para dudarlo?

Así que había nacido en el Castillo de lo Schoeller, cerca del pequeño pueblo de Grauer. Allí fue donde el pequeño Gustavo recibió su educación, lo cual le convirtió en el primero de la estirpe Schoeller en no ser educado en el castillo.

—Mi madre fue siempre muy liberal—me comentó Schoeller—lo cual tiene mucho sentido si se tiene en cuenta que mi padre siempre fue muy tradicional. Creo que mi madre quiso hacerme el opuesto a mi padre y así convertirme en un hombre perfecto…

Gustavo, de complexión más bien delgada, lo cual contrastaba con la extraordinaria robustez de la que disfrutó de adulto, era además bastante débil. Nunca practicaba deportes y más de una vez le fallaron las piernas al subir escaleras y acabó rodando escaleras abajo. La peor de las veces se dislocó un hombro, en otra se rompió un brazo. En otra ocasión, quedándose dormido en clase, se dio de bruces contra las perchas del aula y poco le faltó para romperse la nariz.

Muchos en el pueblo culpaban a sus padres, o sea a “los marqueses,” por aquella debilidad. Muy especialmente la señora Morales, madre de Rafita, compañero de clase de Gustavo:

—Salta a la vista que el niño está mal alimentado…—contaba un día la madre de Rafita en el puesto de carne de la señora Vonverí, en el mercado central de Grauer —¿A ver cuándo mi Rafita se ha caído por la escalera? Todo el día jugando y raspándose las rodillas y después tan campante…Claro, como está bien alimentado…Y no como el marquesito, que me dice la sirvienta del castillo que sólo come melocotón en almíbar. Y además es tan callado, la verdad no sé que le harán sus padres para que el niño haya salido así de tímido. A mí el marqués me da mala espina, creo que pega al marquesito. Y claro, el pobre no se atreve a decir ni una palabra, dice mi Rafita que nunca habla con ninguna de las chicas y que cuando le preguntan que quien le gusta siempre dice que ninguna. Mal camino lleva. No como mi Rafita, que está cada día más hermoso y sanote, y siempre contento, y siempre contando cosas, y con novias y…la verdad, así da gusto.

Y que razón tenía la señora pues su Rafita, a cuyo lado Gustavo tenía la dudosa suerte de sentarse en clase, era una máquina de decir estupideces. Unas estupideces que, como líder del grupo de los Qevrantaguesos—el fuerte de Rafita nunca fue la ortografía—solían tener como objetivo el ridiculizar a alguno de esos mártires que toda clase está obligada a tener.

Y es que en caso contrario no sería una clase, pues un clase es precisamente eso: un lugar donde un par de niños, los mismos que treinta años más tarde exagerarán sus sueldos en esas reuniones de antiguos alumnos que ni locos se perderían (¡en frente de quien sino podrían exagerar sus sueldos!), suelen utilizar a un par de decenas de seguidores, una categoría cuyo futuro es muy difícil de predecir, pues la mitad de los mismos suele conformarse con, ya que fueron mediocres de niños, “¿por qué no serlo de mayores?”; y la otra mitad secretamente envidia al líder y juran que algún día le devolverán las humillaciones y las órdenes a ese cabeza de chorlito que siempre convencía a todos para que le eligieran delegado de clase, y esos sólo van a las reuniones de antiguos alumnos cuando han terminado la carrera de abogado, de médico (habitualmente ginecólogos), o de algo que suene bien (y que a ser posible tenga la palabra Internacional en el título) tan bien que puedan ir de la mano de una novia muy guapa y entonces presumen de su buen gusto con las mujeres, de como conquistaron aquella joya etc. etc.; es decir, que aquellos que durante años callaron y rieron las gracias de Rafita son los que ahora le pasan factura al miserable oficinista de banco o vendedor de seguros Rafita, demostrándole que ellos no tendrían gracia de niños pero que los que estudian y tienen éxito son los que al final se llevan a las chicas guapas, algo con lo que Rafita estaría de acuerdo de tener, claro está, algo de espíritu reflexivo y de no estar tan ocupado convenciendo al doctor de que abra una cuenta en su banco y a la señora del doctor, a la joya, de que el mejor restaurante vegetariano de la ciudad está justo al lado de su oficina y de que él tiene montones de tiempo y además, ¿qué no haría él por la esposa de su mejor amigo? Nada, absolutamente nada, o sea que con un poco se suerte no se dejaría nada sin hacer y ese sería su consuelo para esa mediocridad de la que, por no tener ni tiempo ni espíritu reflexivo, Rafita nunca se dio cuenta. Eso es una clase y dicho está. Pasemos ahora a los mártires.

José Antonio era el mártir oficial. Y es que la verdad es que el pobre José Antonio tenía todos los atributos de un gran mártir infantil. Por un lado, sus orejas eran las más grandes y separadas de la clase, e incluso de los dos cursos superiores, lo cual le hacía blanco fácil para la imaginación de los niños, una imaginación que, dirigida por Rafita, tenía, para suerte de José Antonio, resultados más bien faltos de imaginación. Así que, por obra y gracia, sobre todo gracia, de Rafita y de su amigo Enrique, quien era su amigo porque era el que daba los trompazos más fuertes, la memoria de José Antonio estaría por siempre unida al viento y al elefante de la Disney. Además, José Antonio tenía una voz muy nasal, tan nasal que creo que la única vez que había dado a su nariz el don de la descongestión fue aquella en la que le pegaron un balonazo y en la que hasta el estómago vertió vía nasal sobre el campo de fútbol.

Gustavo era todo lo amigo de José Antonio que alguien a este lado de la galaxia Minalba al cuadrado pudiera ser. No digo que José Antonio tuviera una gran imaginación, por la misma razón que no diría que un árbol tiene una cabeza muy grande. Un árbol tiene copa, un hombre cabeza; un hombre tiene imaginación, José Antonio…

—¿Gustavo, tú crees que mi canario va a resucitar?

—No lo sé José Antonio. ¿Por qué lo preguntas? ¿Se ha muerto?

—No.

Gustavo, que no era un Quevrantaguesos, pero que lo que sí era es de este planeta, sabía que lo mejor que se podía hacer en casos como aquel era no interrumpir los razonamientos de su compañero. Se quedó callado. José Antonio también.

—¿Tienes tele?—dijo finalmente este último.

—Sí, aunque la verdad es que nunca la miro.

José Antonio le miró con extrañeza. Gustavo temió haber ofendido sus gustos, aunque lo cierto es que José Antonio no parecía del tipo de niños a quien pudiera interesar la televisión. Quizás alguna de esas series de gatos japoneses con forma de niño que hacen explotar estrellas y enamoran a chicas con ojos muy grandes y piernas de cerilla, pero quitando eso…

—Aunque a veces sí que la veo—añadió Gustavo—Pocas, pero a veces hay cosas interesantes…¿A ti te gusta la tele?

—No.

José Antonio vestía de esa forma que, o bien denota que su madre no le presta atención, o bien que viene de una familia sin dinero. Gustavo temió que fuera este último el caso y le preguntó:

—¿No tenéis televisor?

—Claro que tenemos…

José Antonio se quedó mirando fijamente a Gustavo, lo cual éste, pese a su corta experiencia, sólo dos evaluaciones sentándose junto a José Antonio, sabía que significaba que José Antonio iba a continuar hablando.

—¿Tú crees que Rafita va a resucitar?

Un momento antes Rafita, que se sentaba detrás de Gustavo y José Antonio, había colgado de la oreja derecha de éste una prenda interior que había encontrado en la bolsa de deporte de Rosa, la cual estaba colgada de las perchas junto a las que tanto José Antonio como Rafita estaban sentados.

—Señorita, señorita, el viento ha colgado algo de las orejas de José Antonio…—gritó Rafita.

Gustavo oyó aquello, seguido de muchas risas, como fondo de la voz de José Antonio, quien no había interrumpido su razonamiento:

0—¿Crees queRafita resucitaría en una persona diferente?

—No lo sé, José Antonio.

—¿Tú crees que resucitaría en una persona peor?

—¿Qué quieres decir?

—José Antonio, deja de hacer guarrerías…—dijo la señorita.

José Antonio la miró fijamente y Gustavo vio como, fruto tal vez de un reflejo o quizás de una habilidad natural, las orejas de José Antonio se movieron levemente hacia arriba, para un momento más tarde volver a bajar. Sólo él se dio cuenta, pues era el único que estaba lo suficientemente cerca como para darse cuenta. Mientras tanto, José Antonio miraba a la señorita, sin estar muy seguro, como era habitual en él, de lo que estaba pasando a su alrededor.

—José Antonio, quitate ahora mismo lo que tienes en las orejas.

Entonces Gustavo se dio cuenta de algo de lo que era sólo vagamente consciente: José Antonio era sabedor del tamaño desproporcionado de sus pabellones auditivos. Gran descubrimiento, si bien relativamente trivial cuando comparado al siguiente que aquel día le tenía reservado; José Antonio, en contra de lo que las vanas intentonas de Rafita pudieran hacer suponer, podía ser ofendido. De hecho la señorita le acababa de ofender. Entonces la miró con el mayor de los desprecios y en una muestra de pensamiento, no sólo terrícola, sino además adulto, dijo:

—Ya le gustaría a usted tener los senos tan grandes como mis orejas—lo cual no por cierto hay que dejar de reconocer como un golpe bajo.

—Fuera de clase—fue todo lo que la señorita pudo decir.

Como una novia caminando al son de la marcha nupcial, José Antonio caminaba con los llantos de la señorita Nieves de fondo. El velo, ya se lo pueden imaginar; como también el que Rosa, que hasta aquel instante no se dio cuenta de lo íntimamente que aquello estaba relacionado con ella, también comenzó a berrear al ver su prenda interior, “si al menos hubiera sido la de buena marca que su padre le había regalado por reyes,” (¿su padre!) colgada de la oreja derecha de José Antonio. Y claro, como Rosa lloraba, todas sus amigas lloraban, de tal forma que un momento más tarde aquello se parecía más a un funeral que a una clase de Ciencias Naturales.

Poco a poco, la cosa se fue calmando.

“Al fin y al cabo,” se consoló para sí la señorita, “a mi novio le gustan tal y como son.”

“Al fin y al cabo,” se decía Rosa, “podrían haber sido las rojas.”

Así que cinco minutos más tarde la señorita Nieves estaba dispuesta a continuar con la reproducción de los moluscos. Y no fue por falta de interés en tan apasionante tema que Gustavo descubrió su tercera lección del día; a saber, que sus puñetazos no le dolían a Rafita y que, sin embargo, el eco de los mismos, los de Rafita a él, sí que dolían. Por suerte le había dado en la frente y de momento no había sangre, aunque sí una rojez que aseguraba convertirse en una gran chichón.

—Fuera de clase los dos.—dijo la señorita.

—Sí, fuera de clase, eso es, vas a ver la de tortas que te voy a dar…

—No me das miedo—dijo Gustavo, sin decir una mentira pero sí una tontería, pues Rafita pensaba dos veces lo que él.

Y cuando ya salían la señorita agarró al peor estudiante de los dos, a Rafita, y le dijo que había cambiado de opinión y que en vez de sacarle de clase le iba a pedir la lección.

Fue el comienzo del descenso en popularidad de Rafita, una caída en picado que comenzó por aquel maldito e insospechado defecto de pronunciación, llamado ignorancia, que le hizo pronunciar “moluco.” Y tantas veces dijo moluco que aquel fue su apodo hasta el día en que, un par de meses más tarde, el futuro ginecólogo que nunca lo fue, viendo que su momento de liderar había llegado antes de los esperado, se lo cambió por el de “mameluco.” Y el pobre mameluco ya nunca vendió cédulas bancarias, pasándose el resto de su vida intentando demostrar que no era tonto. Y cuando se lo recordaban decía:

“No me avergüenzo de aquel desliz,” decía Rafita en una reunión de antiguos alumnos algunos años más tarde, “además, ese es mi lugar en la historia de esta institución. Yo moriré, pero siempre quedará el recuerdo del “mameluco.” Además, a que tantas risas, ¡a ver si vosotros habéis acabado la carrera de medicina como yo!”

Pero volvamos a aquel día.

—Ayer estaba en casa viendo la televisión…—le decía José Antonio a Gustavo una vez estuvieron en el patio, al mismo tiempo que Gustavo despejaba las orejas de José Antonio de objetos extraños.

—¡Qué bien! ¿Ponían algo bueno?

—Sí, muy bueno.

Entonces José Antonio se pasó diez minutos hablando, con un entusiasmo del que Gustavo nunca le hubiera creído capaz, de la vida de un señor que se había pasado treinta años pintando soldaditos:

—…franceses, ingleses, los guardianes de la caverna del nunca dirás, que son los que advierten a los que quieren entrar en ella de que…—y moviendo ambas manos y con una voz muy ronca— “estas son las reglas de la caverna del nunca dirás. Es un mundo oscuro, es cierto, pero lo es porque, mientras no propaguéis sonido alguno, pasaros nada puede…”—así lo contaba, aseguraba José Antonio, el señor que llevaba treintas años pintando soldaditos—…las paredes están llenas de plantas, pero incluso si os arañan, preocuparos no, que rasguños os harán no. Hay gusanos, sí, gusanos asquerosos al tacto, sí, pero que picaros pueden no y aunque pudieran, dañaros no. Sabed que asustaros no habéis y si os asustáis, sí, sabed que gritar debéis no, porque el grito haría perder la lengua, sí, porque hay una mata que puede soportarlo no, no…Y entonces oí “plaff.”

—¿Eso dijo el señor de la televisión?

—Oí “plaff” en la cocina.

—¿En qué cocina?

—Era mi abuelo.

—¿El de la televisión era tu abuelo?

—Mi abuelo acababa de morirse en la cocina—se quedó callado por un momento y, con mirada soñadora en sus ojos, continuó:

—¿Tú crees que si meto mi canario en un cazo con agua hirviendo podría resucitar y volver en forma de cuervo?

—Pues, la verdad…¿pero tu abuelo está muerto?

—Sí, ayer. Estaba yo en mi casa viendo la tele, ponían un programa de un master de las pinturas, era especialista en soldaditos, franceses, ingleses, y guardianes de las cavernas…

—Sí eso ya me lo has contado.

—Oí ¡pafff! No, plaff. Era mi abuelo. No, no mi abuelo, sino el suelo al ser golpeado por mi abuelo.

—¿Y qué hiciste? ¿No te asustaste?

—No sé. Llamé a mi madre a la oficina y me dijo que no me asustara, que enseguida iba para allá. Herví uno de sus huevos…

—¿Qué hiciste qué!

—Fue eso lo que me dio la idea, pero no quisiera que volviera en forma de cuervo y me sacara los ojos, o aún peor, en forma de loro, de loro con la voz de Rafita, y se estuviera todo el día en mi cuarto, porque yo me paso mucho tiempo del día en mi cuarto escuchando cantar a mi canario. Y lo que yo pensaba es que a lo mejor vuelve en forma de pintador de soldaditos y entonces le podré preguntar como acaba la historia de la caverna del nunca dirás, al fin y al cabo es muy barato comprar un canario, cuesta menos que una enciclopedia lo suficientemente completa que cuente la historia del nunca dirás…

Entonces Gustavo le dijo que seguro que acababa con algo así como que la chica gritaba y que, justo cuando la planta le iba a arrancar la lengua, el chico ponía la suya ya que, tal y como le escribió al salir, “lo único que le importaba en esta vida era poder seguir haciéndole poesías a su voz.” La chica, que estaba locamente enamorada del chico, pero que sufría una insuperable aversión por los mudos, le dejó entonces por el cantante de una banda de rock.

Gustavo había acertado en todo menos en el toque Volteriano con el que hizo acabar la historia.

—Vaya, que buen final…—dijo José Antonio—…hoy mismo mato al canario. ¿Cómo ha podido mi canario reencarnarse en ti sin estar muerto? Me alegra ver que las reencarnaciones son a mejor si no se mata al ser que tiene que reencarnarse. Mi canario se reencarna en ti si no le mato. Quizás Rafita se reencarne en Rosa si no mato a Rafita…

0Aprovechando un silencio Gustavo le preguntó:

—Lo que no he acabado de entender es lo del…—como niño pudoroso que era no se atrevió a continuar—…eso que herviste de tu abuelo. ¿Pero es verdad eso de que tu abuelo está muerto?

—He hervido sus huevos multitud de veces.

—¿Y no le molestaba?

—Sólo cuando los necesitaba para otras cosas. Un día me dijo que no los tocara porque tenían que estar intactos para la señorita Adelaida. A ella siempre le gustaron los huevos de mi abuelo…

El abuelo de José Antonio era criador de pollos, lo cual Gustavo comenzaba a adivinar en aquel momento. Tras un par de preguntas más el entuerto estaba aclarado. Entonces el amigo de Gustavo se calló repentinamente:

—Ahora lo entiendo. ¿cómo va un canario que está vivo a reencarnarse en un pintador de soldaditos que hable a través de mi mejor amigo?—aquello último emocionó enormemente a Gustavo—Si mato a mi canario puede que todavía se reencarne en un buitre y me saque los ojos y si mato a Rafita puede que se reencarne en mi abuelo y siga pegando a mi hermana. El que se ha reencarnado en el pintador de soldaditos y que habla a través de ti no es el canario sino mi abuelo. O sea que la gente sí que se reencarna a mejor. Si mi abuelo se reencarna en ti, ¿en que me reencarnaré yo? ¿Lo sabes Gustavo?

Gustavo permaneció callado, creyendo que aquellas serían como tantas y tantas preguntas que formaban parte de la forma de hablar de José Antonio y que consiguientemente él mismo se las contestaría un momento más tarde. Pero no debía ser así, pues ahora repetía la primera de las mismas:

—¿En qué me reencarnaré?

Los dos se miraron fijamente. En los ojos de José Antonio, Gustavo vio aquella mirada adulta que momentos antes le había visto en la clase. A los ochos años Gustavo se sabía un niño viejo; pero lo que tenía en frente era algo más, mucho más que un niño viejo, era un hombre, uno al que algo más que el tiempo había obligado a crecer. Ambos se seguían mirando fijamente.

—Dímelo, Gustavo…

Y repitió una vez más la pregunta.

Pocas preguntas le debieron contestar al niño que se las contestaba a sí mismo. Aquella no fue una excepción, pues lo más seguro es no fuera Gustavo quien la contestara:

—En un Dios.

Pero no fueron sus labios, los de José Antonio, sino los de Gustavo los que se movieron.

Doce horas más tarde, José Antonio moría en el hospital de las heridas. Habían ido a informar a su abuelo de la desgracia:

“Inexplicable, su profesora está llorando desconsolada, le expulsó de clase, de forma injusta según ella misma ha reconocido, pero, ¿cómo iba a suponer que…”

Pero aquella ensayada explicación dejó de tener importancia una vez la policía se encontró con la macabra escena que José Antonio había dejado tras de sí antes de salir aquella tarde de camino al colegio. Frente al televisor un papel lleno de garabatos y esbozos de soldaditos. En la cocina, dos cuerpos ensangrentados. Los médicos determinaron, tras examinar el cuerpo de la niña, que llevaba años manteniendo relaciones sexuales con un adulto. Sus ojos cerrados, había muerto de un corte limpio en el cuello. En el fogón, un cazo con agua y restos de tejidos humanos, los cuales provenían del cuerpo amputado del abuelo.

—Me habló de su madre—declaró más tarde Gustavo una vez estuvieron en el despacho del jefe de policía.

—¿Qué te dijo exactamente?

—Que ella le había dicho que no se preocupara, que en un momento iría para allá.

—Su madre murió hace cinco años, al nacer la niña. Desde entonces estaban al cuidado de su abuelo…—le informó el jefe de policía.

Mucho se habló en el pueblo de aquel suceso. Como no podía ser de otra forma, multitud de personas se pelearon por el papel de víctima. Que si sus hijos habían convivido diariamente con un asesino, que si ya habían visto que aquel niño no iba por buen camino…

—Era un niño tan, tan raro. Yo siempre le decía a Rafita que le invitara a sus fiestas. Pero no se relacionaba con los demás niños. Me acuerdo que en uno de los cumpleaños de Rafita, cumplía seis…

Entonces la señora Morales comenzó a hablar de los numerosos detalles que le hicieron preocuparse por aquel pobre niño, “no pude dormir aquella noche.” Lo cual denota el gran espíritu analítico de la señora Morales, más teniendo en cuenta que no cruzó ni una palabra con José Antonio; si bien, en honor a la verdad, hay que decir que alguna atención sí que le prestó, pues nada más acabar la fiesta le advirtió a su hijo de que no volviera a invitar a aquel niño “cuya amistad no le convenía.” Algo en lo que Rafita no estaba de acuerdo:

—Si lo traemos para reírnos de él. ¿Has visto que orejas más grandes? Y habla como un “cangrejoso…”

La señora Morales se enorgulleció una vez más de aquel hijo suyo que aprendía tantas y tan complicadas palabras cada día. De todas formas, José Antonio no volvió.

Toda la población fue al funeral por el niño y la niña, que fueron enterrados separados de su abuelo. Si bien se apuntó a la posibilidad de hacer tres funerales diferentes, o enterrar al niño, que al fin y al cabo era el único asesino y el que había armado todo el lío, junto al abuelo, al final un señor muy simpático de la televisión acabó convenciendo al pueblo de que la tragedia tendría más impacto si era una pareja de cuerpecitos los que juntos se mezclaban con la tierra. Y ya no hubo más discusiones, pues era la televisión la que pagaba los funerales. Finalmente se aceptó que José Antonio era tan víctima como su hermana, o al menos se aceptó durante los dos días en que el país entero estuvo pendiente de aquella pequeña localidad cercana al castillo de los marqueses de Schoeller.

—Sí, pobre chico, Dios sabe que rezo cada día por la salvación de su alma, era buen chico aunque, claro está…—era la señora Morales, quien con la tan común táctica de dar y quitar, de alabar para poder criticar más libremente, la cual aúna la mala intención del que critica y la cobardía del que ni siquiera se atreve a hacerlo abiertamente, intentaba darle un nuevo interés a aquel tema en un momento en el que parecía estar agotándose—…aún reconociendo que la violación de una niña es un pecado muy grave…¿no es Dios quién tiene que castigar estas cosas? Dos vidas con tanto por vivir. Sobre todo la niña, porque por mucho que yo quisiera al niño, lo cierto es que el pobre estaba un poco loquito. Además, el abuelo les había sacado adelante, les daba de comer…¿no merece eso ningún agradecimiento? Lo diré y repetiré mil veces, no hay ningún pecado que merezca la muerte, ¡que el castigo que tenga que venir ya vendrá! Pobre criaturita, violada por su abuelo casi desde que nació y asesinada por su hermano…Otra cosa que no entiendo, ¿por qué la tuvo que matar? Si la quería tanto como para matar al abuelo, ¿por qué matarla a ella? ¿Y por qué matarse él? Ningún juez le hubiera condenado, quizás le hubieran mandado a un hospital por algún tiempo, pero eso no le hubiera venido mal al pobre José Antonio…Y es que era un niñito tan triste, yo siempre le decía a Rafita que le hiciera caso y me consta que eran muy amigos. No como el “marquesito”, esa mosquita muerta que fue el último que habló con él y yo tengo en mucha estima a su padre—la señora Morales volvía a la carga—pero su madre, de esa presumida no puede salir nada bueno. Y que curioso que de todos los niños de la clase tuviera que ser el marquesito el último en hablar con el pobre José Antonio. No estoy sugiriendo nada, sólo que me parece muy extraño…y al día siguiente el marquesito ya no fue al colegio. Le han puesto un profesor particular…¡cómo si fuéramos nosotros quienes hubieran matado a los niños! Yo no estoy sugiriendo nada, pero si hay alguien que tenga la culpa, que no digo que nadie la tenga que quede claro, pero en el caso que alguien la tenga, ese alguien es el marquesito. Es un caprichoso, quiso pegar a Rafita porque Rafita no quiso continuar la broma cuando vio que iban a expulsar a su compañero de clase. Rafita me lo cuenta todo. Me dijo que el marquesito le convenció para que sacara de una bolsa de deporte las braguitas de una de las niñas y se las pusiera en la oreja a José Antonio. Entonces expulsaron al pobre José Antonio y cuando Rafita quiso decir que habían sido ellos dos quienes se las habían puesto, el marquesito, tan poca cosa como es pero asimismo bravucón, intentó pegar a mi hijo. Claro que mi Rafita es mucho más fuerte y le pegó un buen tortazo. No es que yo esté orgullosa de ello, de hecho le castigué dos días sin ver la tele por gastarle una broma pesada a un compañero y pegarle a otro. Una cosa es ser hombre y otra ser violento. Aunque hay que reconocer que el golpe era merecido. Claro que una es madre para ser comprensiva y al final le levanté el castigo, el pobre ya estaba suficientemente apenado con todo lo que había pasado. Me prometió que rezaría todas las noches de este año por su pobre amigo muerto y también por su pobre hermanita. Me gustaría saber lo que el marquesito le dijo cuando estaban los dos solos en la terraza…Bueno, que puñetas, ¿por qué no contarlo? Al fin y al cabo es verdad, ¿y qué hay de malo en contar la verdad? La verdad está para ser contada…Sólo os pido que no se lo digáis a nadie, pues os lo cuento sólo porque sé que sois de confianza. A mí me lo contó un señor que sabe mucho de este caso, el que más sabe…no puedo decir su nombre…por favor, no me preguntéis de quien se trata…—como si fuera necesario, pues sólo podía ser una persona, la misma que se llevaba meses rumoreando que era el amante de la señora Morales, un rumor que por cierto la señora Morales hacía grandes esfuerzos por no desmentir; o sea el jefe de policía.

Así que el pueblo no tardó mucho en saber lo que José Antonio había dicho a través de la boca Gustavo.

—Él me preguntó en que creía que se iba a reencarnar y yo, señor—le había contado al jefe de policía al día siguiente del accidente—le dije que en un Dios. No sé porque lo dije…

La gran mayoría del pueblo, que no entendían de sutilezas de personas hablando a través de otras, personalidades influyendo tanto en otras que les obligan a decir lo que por sí solos nunca hubieran dicho, llegó a la conclusión de que aquello lo había dicho Gustavo.

—Para dos palabras que dice ese que nunca quiere hablar…—decía la señora Morales.

El pobre José Antonio se había confesado antes de morir y, ¿cómo le pagaba el marquesito? Diciéndole que saltara. Hay muchos hijos que, odiando todo lo que ven en sus padres, se convierten en seres diametralmente opuestos. ¡Cuántos hijos de avaros serán extremadamente desprendidos con el dinero! Y no sólo porque lo tienen. ¡Cuantos niños habrán aprendido a ser respetuosos con el prójimo tras ver los abusos que se cometían en su hogares! Pero aquel, según la señora Morales, no era el caso de Gustavo. El pequeño había heredado todos y cada uno de los defectos de su madre.

Sus compañeros, de haber oído a sus progenitores decir una palabra buena acerca de Gustavo, les hubieran nombrado las innumerables ocasiones en las que Gustavo les había ayudado con los problemas de matemáticas; o de como siempre invitaba a merienda cuando uno de sus amigos le decía que se había olvidado el dinero en casa; ahora, claro está, contaban las mismas historias, pero de tal forma que sus padres pudieran decir: “¡siempre teniendo que demostrar que es el más listo!” “¡Cómo si los demás nos muriéramos de hambre!” “Los marqueses no pierden oportunidad de demostrar lo ricos que son…si al menos lo hubieran ganado…”

—Hoy he hablado con el “marquesito…”—le dijo Rafita a su madre tras llegar una de aquellas tarde del colegio. Le llamaba así desde que había visto que su madre, no sólo no le corregía, sino que parecía considerar que aquella era la única manera de referirse a Gustavo;“una manzana es una manzana, un balón es un balón, y el marquesito es el marquesito…,” se explicaba a sí mismo Rafita en uno de sus siempre profundos soliloquios mentales.

—Ya te dije que no me gusta que hables con él.

—Pero yo creía que me habías dicho que el marquesito y su familia eran los únicos del pueblo que están a nuestro nivel, que todos los demás son muy pobres…

—Y lo sigo diciendo. Pero ya te dije el otro día que después de lo que ha pasado es mejor que hables con él lo menos posible. Nunca se sabe que ideas tendrá en la mente ese pequeño diablo…¿No te acuerdas de lo que hablamos acerca de las malas influencias?—y ante la señal de negación de su hijo, quien en el momento en que su madre le habló de aquel tema a buen seguro tendría la mente ocupada desentrañando algún complicado enigma, como aquel que le tuvo preocupado durante dos días y que le hizo preguntarse si aquel cromo del portero de la selección, a cambio del cual le habían dado dos, uno del delantero centro y otro de un jugador extranjero del que nunca había oído hablar y cuyo nombre probablemente nunca sería capaz de pronunciar, tal vez no valiera más a juzgar por la rápido que su compañero de clase había aceptado el trato, además de que, claro está, los nacionales siempre…, como le iba diciendo, ante la negación de su hijo la señora Morales añadió—…ay Rafita, a veces eres tan despistado, claro, como todos los genios…

0—Por eso las malas notas—dijo Rafita apercibiéndose de que oportunidades como aquellas no se presentan todos los días.

—Sí, por eso, claro que sí cariño mío…—decía la señora Morales a la vez que enredaba afectuosamente sus dedos en los rubios rizos de Rafita—Pero tendrías que hacer un esfuerzo, porque si tú quisieras…Tus profesores siempre me lo dicen, “si se esforzara un poquito más, con su inteligencia…” Tienes que prometerme que lo intentarás. Ya sé que a veces es difícil, que los profesores no te motivan suficientemente. Todos los genios han tenido antes o después el mismo problema. Porque mira que tienes talento, basta ver las buenas notas que sacas en las clases que te gustan.

La señora Morales se refería a que Rafita había sacado dos sobresalientes en las dos únicas asignaturas que no había suspendido. La una deporte; una asignatura que el profesor de gimnasia, quien era también el entrenador del equipo de fútbol y de baloncesto (equipos ambos de los que Rafita era la gran estrella), llegó a calificar en la última reunión de padres como “la más importante en la formación de la identidad personal del individuo estudiante,” y añadía el buen señor Sorbo, que la verdad es que había leído lo justo, que su colega de filosofía, quien como todo filosofo creía que el resto de los mortales no creen que sus vidas son justificables hasta que ellos les dan una justificación, le había dicho que el deporte tenía una gran importancia para los antiguos griegos, lo cual no había sorprendido al buen señor Sorbo, pues, tal y como le confesó a su colega, “siempre había sido admirador de Nicos Galis, quien de haber medido un palmo más…” Ni que decir tiene que aquella misma noche el profesor de filosofía rebuscó entre sus notas de Plutarco y Herodoto alguna referencia a aquel prodigioso Galis y a aquellas misteriosas siglas de N.B.A. y viendo sus esfuerzos fracasar decidió pedir una beca, la cual le permitiría investigar aquel enigma en las nutridas bibliotecas de la capital. Una beca que, curiosamente, le fue concedida. Pero sigamos con los sobresalientes de Rafita. El otro sobresaliente lo tuvo en la clase de Teatro y era muy meritorio ya que, por ejemplo, Samuel y José Alberto sólo habían sacado un suficiente. Claro que Samuel y José Alberto solían pasarse aquella hora en el bar de la esquina bebiendo cervezas y fumando cigarrillos, pero eso era algo que Rafita se cuidaba muy mucho de no decirle a su madre, aunque sí que Samuel y José Alberto le ganaban de tres años (un número que curiosamente coincidía con las veces que habían repetido curso), preguntándole inocentemente si creía que las dotes interpretativas mejoran con la edad.

“Si este chico ya actúa mejor que chicos de dieciséis años…” pensaba la señora Morales, quien de haber sabido quienes eran Brando y Pelé probablemente hubiera llegado a la conclusión de que su hijo era una combinación de ambos. Y es que escuchando a Rafita describir aquella clase de Teatro (en la que lo único que solían hacer los alumnos era reírse del profesor, quien a su vez se reía de la escuela, “¡con la miseria que me pagan me voy a esforzar por enseñarles sensibilidad artística a estos energúmenos!”; una hilaridad recíproca, “con la miseria que le pagamos y nos tiene a los niños vigilados durante una hora…”), no era extraño que la señora Morales se reafirmara en su convicción de que tenía un genio en la familia.

—Un hombre del Renacimiento— le decía la señora Morales a la abuela del niño, utilizando esa etiqueta que tan comúnmente se suele aplicar a todos aquellos que hacen más de una cosa, olvidándose de que lo sorprendente de aquellos hombres no era la cantidad de cosas que hacían, sino que además las hacían bien. Hoy en día comer chicle y caminar, y no necesariamente a la vez, ya es suficiente para que a uno le califiquen de hombre del Renacimiento. Lo que no faltan, sin embargo, son vanidades del Renacimiento, que se demuestra en esa extraordinaria cualidad de ciertos individuos para sentirse genios en diferentes disciplinas en las cuales, en el mejor de los casos, son aficionados aventajados—la sensibilidad de un poeta y la fuerza de un león: ese es mi niño.

Pero volvamos a la historia.

Rafita le contó a su madre lo que aquella mañana había estado hablando con Gustavo. Había sido éste último quien se le había acercado, mientras Rafita estaba en el baño orinando. Aquel dato escandalizó a su madre, pues le confirmaba lo que tanto tiempo llevaba sospechando: que el marquesito era homosexual. Una desviación del carácter que no dejaba indiferente a la señora Morales, pues sabía que era una ante la que su hijo, en su calidad de genio, estaba particularmente indefenso.

Gustavo, demasiado tímido y pudoroso como para hablar con Rafita mientras éste orinaba, comenzó a lavarse las manos. Rafita le daba la espalda. Al terminar, Rafita le miró y salió corriendo, no por miedo, respeto o desprecio, sino porque era de esos niños que no aprenden a caminar en la infancia, pues se la pasan corriendo y saltando, y que sólo comienzan a hacerlo en la adolescencia, cuando las borracheras y las peleas de discoteca van gradualmente calmando sus impulsos, poniendo así en marcha un proceso que les acabará convirtiendo en seres capaces, no sólo de caminar, sino incluso de sentarse en una oficina ocho horas al día.

—¡Rafita!—gritó Gustavo.

Rafita frenó en seco y derrapó levemente, la curva a izquierdas que había que hacer para salir del baño era afortunadamente poco peraltada y se quedó mirando con cara de sorpresa a Gustavo, quien no sabiendo que decir, y tras un corto silencio añadió:

—No te has lavado las manos…

—Y tú te las has lavado sin haber meado. Estamos en paz.

Rafita salió corriendo de nuevo.

—¡Rafita!—gritó de nuevo Gustavo.

A través de las ventanas, ya en el pasillo, Gustavo le oyó contestar:

—¿Qué!

Gustavo se acercó a la puerta.

—Entra, por favor.

—¿Qué quieres de mí? A ver si voy a llamar a Pedro y Marco y te vamos a dar una paliza.

—Quiero hablar contigo.

—¿Para decirme que no me he lavado las manos? No me las necesito lavar para romperte la cara.

—Entra por favor, tengo que decirte un cosa.

Al oír esto la señora Morales comenzó a alarmarse. Un instante más tarde, Rafita le reconoció que había hecho caso al marquesito y había entrado.

—¿Cómo te has atrevido?—le dijo su madre—Te he dicho mil veces que ese chico es el diablo en persona. Es malo, malo de verdad, y lo único que quiere es perder a todos los que le rodean. Él mató a aquel muchacho, le metió todas esas ideas extrañas en la cabeza. ¿No me dijiste que hacía seis meses que se sentaba a su lado? Un segundo le basta al diablo para perder a una persona. No te acerques a él y no creas nada de lo que te diga.

Al oír aquello Rafita comenzó a llorar. Era un llanto desesperado y compulsivo. La señora Morales se alarmó inmediatamente, pues hacía años que no veía llorar a su hijo, quien ni siquiera cuando llegaba a casa con las rodillas ensangrentadas tras un partido de fútbol perdía la sonrisa. Lloraba cuando su equipo favorito perdía, y su madre lo sabía, pero era demasiado orgulloso como para hacerlo en frente de ella. Se iba a su cuarto y daba patadas a un viejo balón de plástico que al golpear en la pared hacía retumbar toda la casa. Tras unos minutos salía con los ojos enrojecidos y la cara llena de churretes negros, prueba de que momentos antes ríos de lágrimas saladas habían recorrido aquellas mejillas eternamente acaloradas, dejando tras de sí ese rastro de suciedad propio de los niños que se pasan el día sudando, arrastrándose por el suelo y restregándose la cara con esas manos con las que sólo momentos antes habrán tocado un sucio y polvoriento balón, entonces la señora Morales sabía que su hijo había llorado y disimulando preguntaba quien había ganado el partido, sabedora de que su hijo ya se había desahogado y que, a duras penas, lograría contestarle: “el otro equipo, pero no me importa.”

Pero ahora era diferente. En aquellos momentos Rafita estaba tan asustado que ni siquiera se atrevía a ir a llorar solo. La señora Morales se daba cuenta de que, por primera vez en más de diez años, su hijo le reclamaba la atención con su llanto.

—¿Qué te pasa pequeño mío?—le dijo mientras le abrazaba—Perdona si te he asustado. ¿Ha sido algo que te he dicho?

A duras penas, Rafita negaba con la cabeza. Intentaba hablar pero no podía, sus palabras cortadas por un cuerpo que, incapaz de respirar con normalidad debido a los nervios, intentaba comerse el aire a trocitos pequeños; un cuerpo que queriendo respirar el mundo de una vez se tenía que conformar con olerlo muchas veces, como un amante de las flores que una buena mañana se despierta con la nariz de un perro enano.

Poco a poco se fue calmando, su ritmo respiratorio acompasándose poco a poco al de las caricias de su madre, pero cuando pudo hablar se negó a hacerlo. Le aseguró a su madre que estaba bien y ya pudo ella rogarle que no quiso decirle la razón por la que había llorado de aquella forma insólita. El señor Morales intentó utilizar su autoridad para hacerle a hablar, llegando incluso a amenazarle con no permitir que jugara en el equipo del colegio. Rafita, por primera vez, les habló con cierta madurez, les dijo que había reaccionado de un manera extrema a una tontería y que por favor no le hablaran más de ello porque al hacerlo le avergonzaban. Sus padres se miraban asombrados, alegres y tristes a la vez, pues aquella noche se dieron cuenta de que en su casa habitaba un adulto más y un niño menos. La señora Morales, por supuesto, no dejó de felicitarse por la ganancia, pero tampoco de culpar a Gustavo por la pérdida. Y es posible que no le faltara razón, pues era efectivamente Gustavo quien, con sus palabras, había hecho aquel un día decisivo en la vida de Rafita. Pero fue su madre quien, con las suyas, le hizo comprender lo que aquella mañana había oído en el baño del colegio. Entonces le había parecido la broma “de un chulito que le quería asustar,” ahora, en cambio, se preguntaba si quizás aquel chulito sería algo más.

Rafita le dijo a su madre que aquella noche tenía un cumpleaños. La señora Morales, como no, insistió en acompañarle, a lo que Rafita le contestó que en aquella fiesta estaría una muchacha de la que estaba enamorado y que vaya efecto si le veía llegar de la mano de su madre. Y se lo dijo con tanto convencimiento, con tanta madurez, una cualidad a la que Rafita parecía estar tomándole el gusto, que su madre no tuvo más remedio que aceptar.

—Déjame al menos el número de teléfono.

—De acuerdo, pero sólo si me prometes no llamar…

—¿Para qué lo quiero entonces?

—Si me prometes no llamar…—repitió Rafita para hacerle ver a su madre que le había interrumpido—…a menos que sea tarde y no haya vuelto todavía.0

Y así quedó la cosa.

Rafita sabía que su madre llamaría, que de no llamar no sería su madre, y que de no ser su madre él no sería Rafita. Y él tenía planeado seguir siendo Rafita. Pese al miedo.

Otro nuevo concepto había entrado en la vida de Rafita y, aunque sólo lo comprendía a medias, no podía quitárselo de la cabeza: la locura. No, Gustavo no era más valiente que él, entre otras cosas porque a Rafita nunca se le había ocurrido que alguien pudiera ser más valiente que él. Rafita no sabía lo que era la valentía, pero sí que fuera lo que fuera él era el más valiente. Y aún en el caso poco probable de que hubiera alguien tan valiente como él, o incluso un poquito más valiente, ese alguien tendría el aspecto de un gran héroe, mediría dos metros y su cuerpo estaría incrustado en músculos. Y esa no era, desde luego, la descripción de Gustavo, a quien por aquel entonces Rafita sacaba casi un palmo de estatura y muchas guerras y rodillas raspadas en los recreos. Gustavo no era más valiente que él, de eso Rafita estaba absolutamente seguro. Pero de lo que Rafita no estaba absolutamente seguro es de que Gustavo no estuviera loco.

Y desde luego que no le faltaban razones para pensarlo. Aquella cita en la oscuridad de un cementerio y cuya hora Alejandro había excusado diciendo que era la única en que no tenía clase. Mentía, o al menos eso pensaba Rafita, pues Gustavo ya no tenía clase nunca ya que, de tenerla, iría al colegio, y la señorita había dicho que Gustavo ya no volvería al colegio. Y la razón de la misma, aquellas palabras que Rafita había intentado olvidar pero que ahora se veía obligado a recordar. Curiosamente aquellas palabras que tanta intranquilidad le produjeron por la mañana tenían ahora el efecto contrario. Aquellas palabras le daban un sentido a la cita e incluso el más macabro de los sentidos era mejor que pensar que Gustavo le había dado cita en un cementerio de noche sin razón alguna.

Llegó al cementerio. Gustavo le había citado en la segunda bifurcación del camino principal. Le había dicho que estaría a la altura del tercer árbol de la derecha, “si no me ves tú te veré yo.” Sólo debía acordarse de la segunda bifurcación. Al enfilar el camino principal se dio cuenta de que el miedo, en aquel momento fruto de la soledad del lugar, no estaba más que comenzando a subir en la escala del pavor, pues aquello que eliminaría el objeto actual de su miedo, la compañía de un ser humano, sería aún más terrorífico que la soledad. No, Gustavo no era más valiente que él, no podía serlo, si bien en estos momentos, demasiado asustado como para ser orgulloso, Rafita se reconocía tenerle tanto miedo como al mismísimo diablo. Por un momento le alivió oír una voz humana, por un momento había matado a la soledad; un momento que duró exactamente el tiempo que su mente tardó en darse cuenta de que aquella era la voz de Gustavo.

—Gracias por venir…—fueron las palabras con las que Gustavo le recibió.

—¿Acaso lo dudabas?—contestó Rafita con una seguridad tan fingida como compulsiva.

—No, no, claro que no—le contestó Gustavo en tono conciliador—Sabía que en realidad eras diferente de lo que pareces. Que en realidad no eres un niño, como todos los demás de la clase, y que aunque lo fueras hace unas semanas la muerte de José Antonio te habría hecho crecer. Y que entenderías que venir esta noche era, además de tu obligación moral, la única forma de salvar a un amigo del infierno.

—José Antonio no era mi amigo.

—No es a José Antonio a quien me refería, sino a mí.

—Tú tampoco lo eres…—dijo Rafita, arrepintiéndose al instante, pues, si bien no quería que Gustavo creyera que le tenía miedo, tampoco quería provocarle de manera innecesaria.

—Más te lo agradezco entonces—le contestó Gustavo—pues si no lo has hecho por amistad lo has hecho por deber. Y si difícil es hacer lo que vamos a hacer por un amigo, ¿cuánto más debe ser hacerlo por uno que no lo es?

Rafita quiso preguntarle a Gustavo que era exactamente lo que iban a hacer, pero finalmente no se atrevió, pues no quería que Gustavo pudiera pensar que no estaba dispuesto a hacer cualquier cosa y que su valentía tenía límites. Con el tiempo Rafita aprendería que la verdadera valentía siempre tiene límites, que la valentía sin límites es o bien locura o bien palabrería.

—¿Estás preparado?

—Sí.

Gustavo le miró con una sonrisa.

—No recuerdo haberte dicho lo que íbamos a hacer…

—Me has preguntado si estaba preparado. Bien, lo estoy. Para eso y mucho más.

—¿Mucho más?

—Mucho más.

Gustavo leía el miedo en los ojos de Rafita y prefirió no seguirle preguntando pues era consciente de que, desde su acorralamiento, Rafita podía contestar alguna inconveniencia. Así que cambió de tema y comenzó a hablarle de José Antonio, con quien, según Gustavo, tanto él como Rafita tenían una deuda.

—La mía más grande—decía Gustavo—lo reconozco, mucho más grande. Pero las cosas se igualan en cierta forma porque yo siempre quise su bien y tú su mal. Es cierto que yo le hice mal queriendo su bien, pero tú, queriendo su mal, no le hiciste tampoco bien. Te quiero contar una cosa, Rafita, pero me tienes que prometer que nunca se la contarás a nadie.

—Eso no te lo puedo prometer.

Gustavo estuvo a punto de utilizar su baza en aquel momento, si bien, más por jugar que por otra cosa, decidió esperar un poco más. De momento no era necesaria y Rafita prometería por simple curiosidad. El miedo sería necesario para hacerle cumplir la promesa.

—¿Por qué no?—le preguntó.

—Porque no quiero participar de tus maldades.

—Está bien, entonces no te la digo.

Y así quedó la cosa por unos segundos, hasta que Rafita, que poco a poco se había ido convenciendo de que aquel Gustavo, por mucho que le hubiera citado en un cementerio de noche, no era más que el niño débil que nunca se ensuciaba, el que nunca se raspaba las rodillas, el que ni con las dos manos le hubiera ganado un pulso utilizando Rafita sólo la mano derecha…¡o incluso la izquierda, quien sabe! Era Gustavo, el marquesito. Sólo el marquesito.

—Está bien dímelo.

—Prométeme que no se lo dirás a nadie.

—Te lo prometo.

—El abuelo de José Antonio nunca violó a su nieta. Él siempre quiso mucho a su pobre nieta tontita. Era José Antonio quien la violaba. Quizás hayas oído que era un adulto quien la violaba. La pobre niña sufrió de José Antonio cosas mucho peores que las que un adulto le hubiera hecho. José Antonio no lo hacía por placer sexual, sólo por maldad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que no quiero decir. Hay cosas que duelen tanto en palabras que preferimos no decirlas para así no vernos obligados a imaginar lo que deben de doler en la realidad. José Antonio era un animal y yo hacía mucho tiempo que lo sabía.

—¿Cómo lo sabías?—le preguntó Rafita más curioso que espantado.

Entonces Gustavo le contó que José Antonio le había invitado a una de sus sesiones, en la cual le explicaba a su hermana retrasada mental las razones por las que tenía que introducirse todos aquellos objetos, porque eso era lo que él quería, lo que quería el abuelo y porque estaba bien obedecer. “¿No es un prodigio? Un año lleva ya de entrenamiento…Ya verás cuando tenga quince, será de circo…” Y entonces José Antonio comenzó a preguntarle a Gustavo un montón de cosas acerca de los circos, unas preguntas que, por supuesto, él mismo comenzó a contestarse un segundo más tarde. En aquel momento Gustavo pensó en denunciarle a la policía, a los profesores, o por lo menos al abuelo. Pero no lo hizo. Sintió pena de José Antonio.

—¿Sabes como el diablo se convirtió en diablo?—le preguntó Gustavo a Rafita.

—No—le contestó Rafita.

—El diablo se convirtió en diablo porque un día sintió pena. Paseaba por el cielo, tenía fama de ser el más sensible de los ángeles y Dios le quería mucho. Como a todos los demás ángeles. O quizás un poco más, porque aquel ángel le daba muchas preocupaciones. Y la preocupación no es sólo una consecuencia del querer, sino que no son pocas las veces que también es una fuente de ese querer. La preocupación nos demuestra que nuestro querer está vivo, nos obliga a tomar una parte activa en el mismo, no permitiéndonos olvidarlo en aquellos momentos en los que nuestro desencanto y tristeza, o la bonanza y alegría, nos obliga o permite tener mala memoria. Y Dios se preocupaba mucho por aquel ángel, lo cual convertía a aquel ángel en algo así como una personificación de su amor por los demás ángeles. ¿Por qué se preocupaba Dios por él? En parte por aquella manía que el ángel tenía de volar montado en las nubes más bajas, en las más finas, en aquellas desde las que era más fácil ver a los hombres hacer el mal. Y el bien. Y como buen padre Dios se preocupaba, especialmente al principio, pues lo cierto es que con el tiempo llegó a la conclusión de que aquel ángel estaba seguro en aquellas nubes y que si algo le tenía que pasar ya le hubiera pasado. Así que Dios comenzó a admirar la fortaleza de aquel ángel, su valentía, y decidió que aprovecharía aquella feliz circunstancia para por fin darle a San Pedro el descanso que tan merecido se tenía. Y es que el trabajo de guardián de las llaves del paraíso es además de pesado bastante desagradable, pues nunca es bonito eso de mandar a gran parte de los peregrinos de camino a la soledad del infierno, soledad pues por aquel entonces todavía no había diablo. Así que Dios decidió que ya era hora de que San Pedro se sentara a su derecha, a la derecha del hijo, y de que uno de los ángeles le sustituyera en aquel engorroso trabajo.

“¿Pero está usted seguro señor?”, le dijo San Pedro, “La verdad es que no creo que ninguno de los ángeles esté lo suficientemente preparado. Todos son buenos chicos, pero a veces me pregunto si no lo serán demasiado, si su bondad no estará demasiado llena de inocencia. Me temo que no estén preparados para escuchar algunas de las cosas que se escuchan en la puerta del paraíso…”

“¿Qué opinas de él?” dijo Dios señalando a aquel ángel que tenía la costumbre de volar en las nubes más bajas y finas.

“Él menos que ninguno. Tampoco es mal muchacho, si bien es cierto que nunca falta a sus superiores de palabra, no lo es menos que constantemente lo hace con sus actos. Agustín me dijo que mil veces le ha advertido de que deje de volar en esas nubes, que él es un ángel y los ángeles deben volar en las nubes más altas, que su misión es ser parte de la belleza del mundo y que la belleza sólo se forma a base de ver belleza y que desde esa nube va a ver muchas cosas que no lo son…”

“¿Y qué dijo él?”

“Pidió perdón, pero ya lo ve, otra vez en la misma nube…”

Así fue como San Pedro opinó de quien Dios había pensado hacer su sucesor, pero sin saberlo confirmó a Dios en sus intenciones. Dios no hubiera tolerado falta de respeto, pero sí de obediencia, ya que en el cielo sólo había una autoridad absoluta y esa era la suya. Así que decidió tomar las palabras de Pedro como una razón más para seguir observando a aquel ángel.

Y lo que observó le pareció bien, pues en todos sus actos el ángel le demostró que se acabaría convirtiendo en el más imparcial de los jueces, que aquella nube era la mejor escuela en el conocimiento del bien y del mal de los hombres. Y Dios estaba cada vez más seguro de que nadie podría engañar a ángel tan experto en la puerta del paraíso. Así que volvió a llamar a Pedro.

“Pedro, tras tomar en consideración lo que me dijiste y sopesarlo junto con lo que he visto, he decidido darte el descanso que tan merecido te tienes y convertir al ángel que vuela tan bajo en el guardián de las puertas del paraíso.”

“Como no señor.”

“¿Algo más que me quieras decir al respecto?”

“Desde luego que no señor. Usted me pidió mi opinión y yo se la dí, ¿pero cómo atreverme a ir en contra de su voluntad, resultado del más justo de los juicios? Usted entiende lo que los demás no osamos ni siquiera a adivinar, ¿cómo mostrar mi desacuerdo con cualquiera de sus decretos? Sólo pedirle perdón por mi falta de comprensión, por esa estupidez que me llevó a dar una opinión negativa acerca de quien, ahora me doy cuenta, es merecedor de la más positiva. Pido perdón por mi ignorancia, la cual es tan grande que hasta ignoro lo grande es.”

“Pedro, Pedro,” dijo Dios con voz bondadosa y mirando con una sonrisa a su viejo amigo, “sabes que nada de lo que pudieras hacer podría enfadarme, que no tienes necesidad de pedir perdón, pues sé perfectamente que nunca harías nada que mereciera mi enfado o mi perdón. Y no me diste una opinión negativa, tan solo contestaste a mi pregunta. Ve en paz y descansa a la derecha del hijo, que bien merecido lo tienes…”

“Gracias señor.”

Y así fue como Dios convirtió a aquel ángel en el guardián de las llaves del paraíso. Pero los problemas no tardaron en llegar. Un par de semanas más tarde Dios, quien es omnipresente y lo ve todo pero que demuestra su confianza y su amor no mirando, se dio cuenta de que las puertas del cielo habían desaparecido. Miró y remiró, dándose cuenta de que lo único que le hacía verlas era una eternidad de costumbre, pero que lo cierto es que las puertas ya no estaban en la nube en donde San Pedro y otros muchos antes que él las habían cuidado desde el principio de los días. ¿Y dónde las encontró? En la nube del ángel.

“¿Por qué has cambiado las puertas de lugar?” preguntó Dios.

El ángel no supo que contestar y sólo dijo que lo había hecho sin mala intención.

“¿No se te ocurrió pensar que había una razón para que estuvieran dónde estaban?”

“No señor. Simplemente pensé en llevarlas a mi lugar favorito.”

Dios se mostró enfadado, si bien lo cierto es que no lo estaba.

“Yo puse las puertas donde estaban…¿acaso no lo sabías?”

“Sí señor.”

“¿Estás entonces dudando de mi autoridad al moverlas de lugar? ¿Tendré que darles la razón a todos aquellos que te acusaban de desobediencia?”

“Sí señor, deles la razón, pero no si le dicen que es la suya la autoridad que he desobedecido.”

“¿Acaso no la pones en duda al cambiar mi obra?”

“Su recriminación me hace ver que sí. Le pido perdón. Nunca me atrevería a querer justificar un error en frente suyo, ¿pero es su deseo que intente explicarlo?”

Dios sonrió y le dio permiso para hablar.

“Soy consciente de lo importante que es mi misión y pensé que el elegido sería uno cuya forma de ser usted aprobara totalmente. Mirando a mi antecesor, al bueno y de por todos admirado Pedro, mirando su humana perfección, no se me ocurrió pensar que pudiera poner en su lugar a alguien de cuya capacidad tuviera dudas. Así que pensé que usted quería que yo siguiera siendo el mismo, que en caso contrario me lo hubiera advertido, así que decidí integrar las puertas a mi vida y no mi vida a las puertas. Sólo ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba y de la mucha arrogancia que mi pecado demuestra.”

Dios aceptó aquella explicación y le dijo al ángel que había obrado bien, pero que devolviera las puertas a su lugar. Aquel suceso no hizo sino confirmarle lo acertado de su elección y ahora le repetía las palabras que poco antes le había dicho a San Pedro:

“Nada de lo que hagas puede enfadarme, ninguna de tus acciones demanda mi perdón, pues sé que nunca harías nada que fuera merecedor de mi enfado o mi perdón. Ve en paz y continúa con tu trabajo.”

Y así fue como Dios arregló aquella mudanza provisional de la puertas, la cual en un principio le pareció más graciosa que importante. Pero fue cuando examinó a las personas que el ángel había dejado entrar en aquellas semanas cuando se dio cuenta de la trascendencia del cambio. Y es que ciertas personas que no hubieran siquiera llegado a la puerta no sólo habían llegado, sino que incluso habían sido admitidas en el paraíso. Así que volvió a llamar al ángel. Y también a uno de los recién admitidos.

Una vez ambos estuvieron en su presencia, Dios miró a su derecha y le dijo a Pedro:

“Pedro, ¿podrías hacerme el favor de juzgar a nuestro nuevo ´inquilino´?” Dios gustaba de bromear utilizando el lenguaje humano.

“Como no señor.”

Y Pedro miro a aquel hombre y le preguntó:

“¿Cuál ha sido tu peor pecado?”

“Los celos.”

“¿Y la peor acción que cometiste fruto de tu peor pecado?”

“El asesinato.”

“¿Mataste?”

“Sí, señor.”

0“¿En defensa propia?”

“No, señor. O al menos no en defensa física…”

“¿Cuál es tu mayor virtud?”

“Mi capacidad de amar.”

“Y la mejor acción que cometiste fruto de tu mejor virtud?”

“El asesinato.”

“¿Pero cuántos asesinatos has cometido hijo mío?”

“Cuatro.”

“¿Cuatro?”

Dios le dijo a San Pedro que el juzgado había matado a su padre, madre, esposa y hermano antes de suicidarse.

San Pedro no contestó, limitándose a decir con la mirada que su decisión era obvia. Cualquiera de aquellas acciones por separado hubiera mandado al juzgado en dirección a la soledad del infierno. Y si no fuera porque soy consciente de que San Pedro era incapaz de dudar de la autoridad divina, o de reprocharle alguna de sus decisiones, diría que en su mirada se leía un “ya se lo había dicho” en referencia a la elección de su sucesor.

Entonces Dios le pidió al ángel que juzgara al juzgado. El ángel repitió entonces el juicio al que había sometido al juzgado unos días antes.

“Nos has dicho que tu peor pecado han sido los celos…¿celos de quién?”

“De mi hermano.”

“¿Por qué?”

“Porque tenía la más preciada de mis posesiones.”

“La más preciada de las posesiones es el amor de Dios.”

“Lo sé, pero entonces no lo sentía. Creía que Dios no me quería, pero ahora que he sido aceptado en el cielo me doy cuenta de lo mucho que me equivocaba. Ahora me doy cuenta de que mis acciones eran innecesarias e injustificables. Pero entonces no lo sabía. Nada justifica arriesgar el amor de un Dios que perdona a un pecador como yo. ”

“Pero matar a un hermano es uno de los peores pecados.”

“Le maté porque no tenía el valor ni para acusarle ni para perdonarle.”

“¿Acusar de qué?”

“De traición.”

“Por eso la mataste a ella.”

“Sí…no, no sólo por eso. En realidad la maté porque la amaba y no quería que tuviera que vivir sin mí y sin mi hermano, quienquiera que fuera el que ella amara en realidad.”

“¿Y a tú madre?”

“La muerte de lo que más quería en el mundo la hubiera matado de todas formas, así que decidí que no había razón para dejar que fuera el disgusto, y no mi a amor, la que la matara…”

“¿Y a tu padre? El parricidio es el peor pecado…”

“¿Qué clase de hijo separaría a un padre de toda su familia? No quise dejarle solo.”

“Y después te suicidaste.”

“Sí, así lo había decidido desde un principio.”

“Señor,” dijo entonces el ángel mirando a Dios, “no creo necesario seguir examinando al juzgado. Estoy seguro que mi respetado y venerado Pedro hubiera llegado a la conclusión, de examinar la vida del juzgado en su totalidad tal y como lo hice yo hace unos días, de que fue la suya una vida ejemplar. Aunque soy consciente de que su vida nada importa si consideramos su muerte y las acciones que le llevaron a la misma como los pecados condenatorios que a primera vista parecen. Tras examinarlos detenidamente llegué a la conclusión de que los cuatro asesinatos habían sido fruto del amor y no consideré justo condenarle por ellos a la horrorosa soledad del infierno. El de su hermano estuvo a punto de hacerme decidir por su condena, pero en el fondo del mismo también vi amor: el de no querer reprocharle nada a aquel a quien tanto quería. He de reconocer que entonces pensé en usted señor…”

“¿En mí?”

“No me gustaría que malinterpretara mis palabras…” y rectificó nada más haber dicho aquello, “¡qué tontería! Perdone señor, ¿cómo va alguien como usted a malinterpretar palabras? Señor, a la hora de juzgar al juzgado pensé en mi amor por usted y me pregunté como actuaría yo en caso de que algún día tuviera algo que reprocharle…”

“¿Y cuál es la contestación?”

“Que haría lo mismo que el juzgado. Le mataría y después me mataría yo.”

“¡Pero eso iría en contra de todas las leyes del universo!,” dijo Dios indignado, si bien menos indignado de lo que quería aparentar.

“Lo sé. ¿Pero cuánto me importarían las leyes de un universo que hubiera dejado de importarme? Así que consideré que el juzgado no podía ser acusado por un crimen que hasta el mismísimo guardián de la puerta podía imaginarse cometiendo. Esta no fue mi razón para dejarle entrar, pero decidí que tampoco lo fuera para impedírselo. Examiné su suicidio y llegué a la conclusión de que el juzgado podría haber considerado el no suicidarse como un acto de cobardía, utilizando el juicio de los hombres y su subsiguiente castigo como una excusa para posponer el juicio y castigo divinos. Yo le hubiera dicho que, siendo el juicio divino inevitable, siendo treinta años un instante en la eternidad, lo que debiera de haber hecho es enfrentarse a ambos, al de los hombres y al de Dios. Pero comprendo su decisión y la considero como una demostración de que ya no le importaba su vida, pero nunca como una negación de la existencia. Sin ser un mártir reconozco en él cualidades que, si bien a primera vista condenatorias, al mirarlas con más detenimiento no sólo son permisibles sino hasta justificables. ¿Cuántos mártires no han hecho nada por salvar su vida pues era por Dios por quien morían? Como Justiniano de Smyrna, quien le pidió a sus amigos algo más que resignación ante su muerte, les instó a que no interfirieran en su ejecución, pues era con usted y con su hijo con quien se iba a reunir. ¿Puedo entonces culpar al juzgado por querer correr a su encuentro? Claro que podría haber esperado a que usted le llamara y claro que podría haberse sometido al juicio de los hombres. Quizás fuera por cobardía, ¿pero se puede llamar cobarde al que huye de un juicio pequeño para enfrentarse a uno tan grande? Al único juicio que de verdad importa. ¿Y si no se consideraba culpable ante los hombres? Había roto leyes sociales, la sociedad tenía derecho a condenarle, ¿pero había roto alguna ley humana? Las pasiones y la razón individual son parte de las leyes humanas, pero no de las sociales. Él se condenó en nombre de una sociedad que no podía darle un juicio justo y se aplicó el peor de los castigos, la muerte, y sólo entonces vino a la puerta del paraíso a explicarse en frente del juez de las leyes humanas. Y yo le escuché y perdoné.

Dios interrumpió al ángel y dijo que ya había oído suficiente.

“Pedro, tras lo oído me veo obligado a pedirte que abandones tu lugar a mi derecha y a la del hijo…”

“Sí señor…”dijo Pedro en tono de arrepentimiento, “¿me permitirá que, no queriendo cambiar su decisión, le pida perdón de nuevo por mi falta de juicio? Pido perdón pues tras oír a mi sucesor y a mi Dios y única autoridad soy consciente de mi imperdonable error. ¿A dónde debo dirigirme? ¿A la gran soledad quizás?”

“No Pedro, no te has equivocado. Ni yo tampoco. No te equivocaste cuando me dijiste que el ángel no estaba preparado para ser el guardián de la puerta del paraíso, ni yo me equivoqué al darle el cargo. Es desobediente y me ha desobedecido de la misma forma que antes desobedeció a sus superiores…”

“Pido perdón,” dijo el ángel.

“Pero no interrumpiéndome,” dijo Dios con ira, si bien con menos de la que aparentaba.

“Me desobedeció cambiando las puertas de lugar, dejando llegar hasta ellas a peregrinos que ni siquiera debieran haberse acercado a ellas. Y me desobedeció permitiéndoles la entrada. Y yo te digo, ángel, que de la misma forma que tu creíste que el darte el cargo era aceptarte como eras y una razón para no cambiar, debiste de haber pensado que era una forma de indicarte que el que valoráramos tus cualidades no te eximía de ponerte a la altura de tu nuevo cargo. Que era una motivación para que siguieras progresando. Te equivocaste. Error, error….repite esta palabra unas cuantas veces,” le pidió Dios en tono severo al ángel.

“Error, error, error.”

“Continúa…”

“Error, error, error, error…”

“¿Comprendes lo que significa?”

“Que el desprecio de las leyes humanas nunca será perdonado.”

“Te equivocaste como se equivocó el asesino al que cometiste el error de aceptar. Y el error siempre debe ser castigado. Has dudado de mi autoridad como antes dudaste de la de tus superiores, si no con tus palabras, sí con tus actos,” concluyó Dios.

“Pero señor…”

“Nunca te dije que interpretaras mi silencio como una razón para hablar.” dijo Dios con firmeza, “mientras no te pida que hables estarás interrumpiéndome, sin importar que sea mi silencio o mis palabras lo que interrumpas.”

El ángel bajó la cabeza.

“Ahora bien, comprendo tu desobediencia, la sé bienintencionada y no la condeno…”

Dios miró entonces a Pedro y le dijo que ya podía retirarse.

“No me ha dicho a donde debo dirigirme…”

“A donde puedas dirigir al “juzgado” camino del infierno. Y con él a todos aquellos que hayan entrado en esta semana y consideres que deban de acompañarle.”

“Sí, señor,” dijo Pedro no pudiendo ocultar en su tono y mirada una profunda pena por el ángel.

Y una vez Dios y el ángel se quedaron a solas le dijo Dios:

“Les vas a acompañar.”

“¿A la soledad del infierno?”

“Contigo ya no será soledad, pero seguirá siendo infierno.”

“¿Puedo pedir perdón por mis errores?”

0“No has cometido ninguno. Pero eso no significa que puedas ser el guardián de las puertas del cielo. Has desobedecido mi autoridad como desobedeciste la de tus superiores, pero no te puedo culpar…”

“Pido perdón…” dijo Dios y continuó:

“Pido perdón por haber dejado solos a los hombres en el infierno, pido perdón por haber tardado una eternidad en darme cuenta de que era lo que les llevaba al infierno, en haber cometido la crueldad de abandonarles…”

Y Dios dijo que el mundo continuaría siendo un infierno, pero ya no un infierno solitario, y mandó a su hijo a reinar en los infiernos. Le mandó a acompañar y comprender a los hombres.

—Pero ahora me doy cuenta de que el ángel estaba equivocado—dijo Gustavo, una vez hubo terminado su narración.

Rafita le miraba en silencio.

—El universo tiene que ser un universo de castigos. Sin castigos el hombre pierde su libertad, pierde la de acertar y la de equivocarse. No castigar significa aceptar que no hay acción mejor que otra y que las elecciones del hombre no tienen ni el más mínimo significado. Sin castigos el hombre está atrapado en un universo de comprensión, en uno tan bello como insignificante. Y Dios atrapado con el hombre. Así que hoy he venido para demostrarle a mi padre y a mí mismo que puedo volver al cielo y convertirme en el guardián de las llaves. Hoy he comprendido que la comprensión no puede ser infinita. He venido a castigar. ¿Estás preparado?

Rafael no contestaba. El cuerpo le temblaba; o bien estaba tan asustado que no podía ni siquiera hablar, o bien aquel niño se no mentía cuando se declaraba valiente. Sí, quizás lo fuera, porque soportó los juegos diabólicos de Gustavo sin una queja, sin una duda, sin pensar ni por un momento en buscar una salida decorosa. Si un héroe es alguien que se acostumbra a serlo, si la valentía no es una mística cualidad del carácter sino una repetición, entonces Rafael era valiente. O al menos aquella noche lo había sido, si es que, claro está, no estaba demasiado asustado como para no serlo.

—¿Preparado?—repitió Gustavo.

Por fin le hizo la pregunta:

—¿Para qué?

Gustavo le miró con una mezcla de condescendencia e ironía propia de quien se siente inmensamente superior:

—Ya te lo he dicho, para ayudarnos a José Antonio y a mí.

—¿Me vas a castigar por haber colgado las bragas de Rosita en sus orejas? Pero lo hice sin querer…

Gustavo se rió y dijo:

—Vaya manera de arreglar el universo si al primero al que condenamos para imponer orden es a aquel cuyo único pecado ha sido colgar una bragas en las orejas de un asesino. No es a ti a quien voy a castigar, sino a José Antonio. Vamos a castigarle. Lo que le hizo a su hermana no estuvo bien y mucho menos lo que le hizo a su abuelo, quitándole la vida y el derecho a ser recordado de manera digna. Ni tampoco él tenía derecho a suicidarse. Debiera como mínimo haber esperado a arrepentirse, a aceptar que merecía ser castigado. Pero fue cobarde y debe ser castigado. Y yo, de quien Dios duda, a quien Dios llama su ángel favorito, el que está condenado a vivir lejos de arriba de las estrellas, lejos, tan lejos como debajo de la tierra, yo que tantas cosas he comprendido, yo que he aprendido a defender a los malos, a comprender a los peores, yo le condenaré, le castigaré, y así le demostraré a Dios que no debe mandarme lejos de él, a mí que tanto le quiero, y que prefiero renunciar a mi identidad de ángel favorito antes que a Él. Comprendo al errado, pero también comprendo que Dios es la fortaleza, que el amor a Dios erradica todas las debilidades y que el que es débil no ama a Dios.

De entre las matas, junto a la tumba de José Antonio, Gustavo sacó un paquete envuelto en tela y que por la dificultad con que lo movía debía pesar mucho. Sin vaciarlo completamente sacó del mismo dos palas de hierro.

—Empecemos…

—¿Qué vamos a hacer? No, yo no quiero hacerlo…—el ataque de histeria que llevaba casi una hora agazapado en el interior de Rafita comenzó a salir lentamente por su boca, como una gran ejercito, palabra a palabra, caballería e infantería, con estandartes que eran balbuceos y con trompetas que eran gritos contenidos—quiero irme de aquí, sí, me voy de aquí…no sé que vas a hacer, pero sí que yo no lo voy a hacer contigo…

—¿Qué crees que voy a hacer?—dijo Gustavo mientras agarraba a Rafael del brazo y le tomaba el pulso al terremoto que estaba teniendo lugar en su interior.

—Ya te he dicho que no lo sé.

—Quizás creas que quiero desenterrar a José Antonio y robar su cuerpo…

Rafael no dijo nada.

—Que quiero llevármelo a casa porque es mi amigo. O que quiero hacerle alguna crueldad, como cortarlo a trocitos y comérmelo. O tal vez que iba robar su cuerpo para castigar al pueblo, para que así tuvieran miedo de ese espíritu con cuyo cuerpo tan injustos habían sido y que sólo podía escaparse de la tierra en busca de venganza…

Rafita no hablaba.

—¿Pero no te acabo de decir que soy el ángel favorito de Dios? Todo lo que le haga será justo. No, no le voy a hacer ninguna de esas cosas. No tengo ningún odio por el pueblo, es más, voy a castigar lo que ellos, con su incompleta información acerca de lo sucedido, no tuvieron la oportunidad de castigar…¿Te deja eso más tranquilo?

—Supongo…—fue todo lo que Rafael pudo decir.

—No voy a hacer nada malo. Sólo voy a sacar el cuerpo de José Antonio, cortarlo en cuatro trozos y enterrar cada uno de ellos allá donde acaba la comarca. Un trozo en cada punto cardinal. Y en la tierra de su tumba pondré sal, para que así no crezca nada, y en la de su abuelo plantaré semillas de las más bellas plantas para que, ya que la razón de los hombres no ha sabido distinguir la verdad, al menos su vista se vea obligada a hacerlo. Y así, además, estaré alejando a José Antonio de su hermana, junto a quien no merece pasar el resto de la eternidad, tan cerca y no teniendo más que estirar levemente el brazo para hacerle una de esas acciones que no hacía por debilidad sino por maldad. Por maldad. Esa es la justicia. Y yo, siendo juez y ejecutor de la misma le demuestro a mi padre que no debe condenarme a estar lejos de arriba de las estrellas…Veo que ya estás más tranquilo.

Rafael había pasado ya el punto en el que las emociones todavía se manifiestan en el rostro; ni aún sacándole todas las muelas sin anestesia le hubieran cambiado aquella expresión, la cual era la expresión de la más dolorosa de las inexpresividades.

—Ya ves que no era para tanto—continuaba Gustavo—Venga, empecemos a cavar.

Rafael le obedeció y tras unos diez minutos de silencioso trabajo dejaron al descubierto, a unos cinco metros de profundidad, el ataúd de José Antonio. Un ataúd que había mudado su color blanco original, la señorita había explicado que el color de los ataúdes de los niños era blanco “como las alas de los angelitos,” a uno crema que hizo que aquella enorme caja le pareciera a Gustavo un gran tocino de cielo.

“Muy apropiado…¡qué es un cadáver sino un tocino de cielo!” pensó. Y estuvo a punto de compartir aquel pensamiento poético con Rafael, si bien, con buen criterio, decidió que aquel no fuera quizás el momento adecuado.

—Bajas tú…—dijo Gustavo.

Compulsivamente, como el acto reflejo de una pierna a la que golpean con un martillo en la rodilla, la cabeza de Rafael hizo varias veces el viaje de ida y vuelta entre la derecha y la izquierda, a la vez que su cuerpo daba un paso atrás.

—No, hombre no, si estaba de broma…Tú solo no podrías levantarlo. No te preocupes que yo bajo contigo. Además, no vamos a tener que levantarlo a peso, porque voy a hacer los cortes aquí abajo. Tu sólo tienes que mantener levantada la tapa del ataúd.

La cabeza de Rafael repitió el compulsivo ritual, si bien esta vez lo hizo sobre un cuerpo que no se movió y cuya única oportunidad de desaparecer hubiera sido derretirse. ¡Así de congelado parecía el cuerpo de Rafael! Quizás buscando dicho fin encontró el suficiente calor como para activar la boca y decir:

—Estás loco…¡Estás loco!

Gustavo le tapó la boca.

—No, Rafael, no lo estoy…—le dijo entre susurros—no hagas caso de mis bromas, yo estoy tan asustado como tú. Pero es mucho lo que me juego esta noche. Tengo que salvar mi alma, ni más ni menos que mi alma, tengo que evitar que me condenen para siempre al más horrible de los infiernos, un infierno en el que sufriré como nunca nadie haya podido sufrir, pues no me quedará ni siquiera la dignidad del que sufre, pues yo no sufriré sufriendo sino haciendo sufrir. Ya te he dicho que soy el ángel favorito de Dios. La diferencia entre el lugar más alto en el cielo y el lugar más bajo en el infierno es un acto de arrepentimiento, es el demostrar castigando que no voy a cometer el error de generaciones y generaciones de ángeles favoritos que nunca aprendieron a juzgar, a condenar, a ejecutar las condenas cuando éstas eran justas. Me juego mucho, mucho, y no me puede temblar la mano…Tengo que castigar a José Antonio. Y con este horrible acto estoy castigándome a mí mismo, castigándome a través de la memoria, pues esto es algo que nunca podré olvidar y que me perseguirá mientras viva, algo de lo que nunca me podré liberar pues es demasiado grave como para compartirlo. Es mi castigo por no haber sabido orientar a José Antonio cuando me necesitaba, pero es a la vez mi reconocimiento a que, de haberle ayudado, nunca hubiera llegado a esta situación crítica y por consiguiente nunca me hubiera visto obligado a comprender que soy el ángel favorito de Dios y cuanto se espera de mí. Yo le quise, le quiero…, tanto que no me atrevo ni siquiera a expresarlo en palabras, pero no puedo seguir perdonando, porque la comprensión no justifica el perdón, porque si hay algo que no podré soportar es tener que comprender porque ese Dios que tanto me quería me manda al infierno…Ayudamé Rafael, por lo que más quieras, te necesito, necesito tus brazos fuertes y, sobre todo, necesito tu silencio y tu comprensión. Por favor…Vamos.

Sin decir más bajaron. Gustavo llevaba en las manos unos enormes cuchillos de carnicero que acababa de sacar del paquete de tela. No creo que sea necesario entrar en detalles acerca de lo que sucedió en la siguiente hora, una hora en la que ambos se enfrentaron al más físico de los conceptos de la humanidad. Ambos niños llevaban toda la vida oyendo que la humanidad traiciona, que la humanidad miente y sufre, que quiere y ayuda, pero nunca hasta ese momento se habían planteado que la humanidad pudiera oler más allá de un desagradable olor de pies, o que pudiera tener la textura de un cordero cualquiera. La cabeza, el armario de la mente, la linterna del mundo, no estaba unida al tronco que la sustentaba y regaba de sangre y que le permitía dar nombre a las estrellas, historia a la vida, lógica al vacío, más de lo que lo están el tronco y la cabeza de un cordero. Se dieron cuenta de lo frágil de la existencia humana, no desde un punto de vida existencial, lo cual eran demasiado jóvenes para comprender, sino físico. Tan frágil como la de ese gato que tan feliz era unos segundos atrás y que ahora está pegado al asfalto, como si de un trozo de plastilina con pelos se tratase.

De dentro del saco de tela Gustavo sacó un saco vacío del mismo tamaño y en cuyo interior había cuatro enormes bolsas de plástico. Introdujo una parte del cuerpo de José Antonio en cada bolsa de plástico y las metió de nuevo en el saco. Gustavo dejó el otro saco de tela, en el que estaban las dos palas y los cuchillos, dentro del ataúd, el cual devolvieron a su guarida en la tierra a decididos palazos.

Los dos niños se quedaron mirándose por unos instantes, entre ellos aquel saco que les separaba físicamente pero que unía sus vidas para siempre. Entre ellos José Antonio. Finalmente, Gustavo dijo:

—No tienes porque venir si no quieres…Pero me gustaría mucho que me acompañaras…

Tras lo que acababa de hacer, liberarle de tenerle que acompañar a los cuatro puntos cardinales de la comarca era como perdonar la última semana a un preso que ya ha cumplido treinta años. Aunque, bien pensado, una semana puede ser muy larga y más cuando es la última. Pero el orgullo hará que el preso no acepte el perdón, como el orgullo fue lo que hizo que Rafael se decidiera a acompañar a Gustavo. Caminaron toda la noche.

Y mientras ellos caminaban, la policía les buscaba. La señora Morales no había tardado ni dos horas en llamar al teléfono que Rafita le había dejado, enterándose de que, si bien era cierto que había una fiesta de cumpleaños, Rafita no había ido a la misma. También la marquesa se preocupó por la ausencia de Gustavo. Así que la policía se encontró con dos denuncias de desapariciones referentes a dos niños de la misma edad, cuyos casos, lógicamente, enseguida relacionaron. La señora Morales reaccionó a las noticias de que su hijo muy probablemente estuviera con Gustavo de la misma forma en que Rafael había reaccionado en el cementerio. Ella también se sintió aliviada en un principio al pensar que su hijo no estaba solo. Y aliviada se sintió al hablar con el niño de la fiesta de cumpleaños, quien le dijo que no había invitado a Rafita pues estaba seguro de que no iría, así que la mentira de Rafita demostraba que no había ido a aquella cita forzado sino por voluntad propia. Pero tras pensarlo una segunda vez la peor de las angustias se apoderó de la señora Morales y la soledad de su pequeño le pareció un mal menor comparado con la compañía de aquel al que consideraba “el mismísimo diablo.”

Rafael avisó a Gustavo de que su madre ya habría llamado a la policía. Gustavo le contestó que, aunque realmente sería mejor que volviera a casa, tenía todo el derecho de continuar con él y que aquella buqueda por parte de los adultos no sería sino un obstáculo más de la misión, el cual, como todos los anteriores, también superarían.

Y es muy probable que sin Rafita Gustavo nunca hubiera superado dicho obstáculo pues fue Rafita quien más habilidad demostró en detectar y evitar a los que les buscaban, que eran prácticamente toda la ciudad. Él fue quien les oyó a kilómetros de distancia, quien encontró las matas más frondosas cuando se acercaron, logrando así cruzarse con algunas de las expediciones y pasar a territorios donde la búsqueda no era tan intensa pues ya habían sido inspeccionados. A las dos de la mañana habían terminado con el el norte y oeste; a las seis, cuando el gran número de gente hacía ya muy difícil el progresar incluso en un bosque tan frondoso como aquel, y tres horas más tarde que el sur, terminaron por fin en el este.

A las siete, tras una hora de risas, ahora que el recuerdo de la expedición estaba tan cercano que les permitía olvidar el objeto de la misma, los niños se dejaron encontrar. Les encontraron junto al gran lago, entre unos arbustos, en los cuales ya habían buscado antes, si bien según la señora Morales “sin el suficiente interés.” La cólera de la señora Morales, sin embargo, fue sustituida de manera provisional por su preocupación por la salud de su hijo. Al cabo de unos días, cuando su hijo decidió dejar de hacerse el enfermo, harto de estar en la cama y no teniendo pensamientos más que para el fútbol, entre otras cosas porque no se atrevía a pensar en otra cosa que en el fútbol, la señora Morales retomó el tema con el aroma casi imperceptible de la anécdota, aquello que la gente oye pero en realidad no escucha, como una especie de hilo musical que culpaba a los policías de “incompetencia” en la búsqueda de su hijo.

Los niños aparecieron llenos de barro y empapados, siendo la explicación, inventada por Gustavo, que Rafita había mentido a su madre pues habían acordado saldar con una pelea las cuentas que tenían pendientes. Y había vencido Rafita, pero con tan mala suerte que de uno de los golpes había tirado a Gustavo al lago. Rafita no había dudado en tirarse a su vez, y al salir ambos estaban muertos de frío y de miedo, pues sabían que su padres no verían con buenos ojos aquella travesura, la cual, llegando a casa empapados, ya no podrían esconder.

La señora Morales pensó que había visto a Rafita llegar en innumerables ocasiones de mucho peor guisa y se asombró de lo que ella creía que era la lógica de los niños, “que no son capaces de ocultar nada, que creen que los demás les van a ver con sus propios ojos, es decir, con el conocimiento de lo que ha sucedido en realidad.” Y nadie dudó de la explicación dada por Rafita y Gustavo, pues todos estaban demasiado ocupados en perdonar a los niños por aquella travesura de mentir a sus padres para irse a pelear. Así que a nadie se le ocurrió jamás pensar en que pudiera haber otra causa que explicara aquel suceso, pese a que “aquella vez en que la ciudad buscó una noche entera” fue recordada y comentada por mucho tiempo.

La gente cuestionó la integridad de unos padres que tenían tan atemorizados a sus hijos que éstos no se atrevían a presentarse mojados en casa—la señora Morales, incapaz de culpar a su hijo por aquel miedo inexplicable teniendo en cuenta el mucho cariño que le había dado, culpó a Gustavo de aquella extraña idea y llegó a insinuar, ya sabemos que las insinuaciones de la señora Morales eran mucho más fuertes que las afirmaciones de la mayoría de gente, que Gustavo había convencido a Rafita de que sus padres le castigarían si le veían llegar mojado y de que su madre se enfadaría si se enteraba de que se había reunido con él. Así que la señora Morales vio en aquel suceso la más clara demostración de dos cosas que hacía tiempo que sabía y que ya le hemos oído decir en esta historia; la primera, que su hijo era un héroe; la segunda, como no, que el marquesito era el diablo en persona.

Y no sólo los padres fueron cuestionados. También lo fueron, con la señora Morales a la cabeza tal y como hemos visto, los policías y bomberos, quien con su incompetencia permitieron que dos indefensos y asustados niños de doce años pasaran una noche entera en el bosque. También la escuela fue cuestionada, por promover unos principios en el que los niños aprendían a solucionar sus problemas a golpes, e incluso el gobierno de la provincia, pues un estudio posterior de las aguas del lago dio como resultado una polución “que por ley debía ser advertida y por conciencia solucionada,” como repitió en innumerables ocasiones la señora Morales. También los médicos fueron cuestionados, pues nadie en la ciudad comprendía que aquellos dos niños que habían estado tan cerca de la muerte hubieran sido dados de alta sin más, sin por lo menos tomar la precaución “de tenerles un par de días de observación,” tal y como dijo la señora Gómez, repitiendo las palabras de su hijo, quien ya estaba en el último curso de la carrera de medicina.

Como es habitual en las ciudades de provincia, se cuestionó todo lo cuestionable menos aquello que hubiera llevado a la verdad. Así que como suele ser tan común, pues cuestionamos lo aparente y lo aparente raras veces está de camino a la verdad, se cuestionó todo menos lo que debiera haber sido cuestionado. El señor Songrauet se olvidó de preguntarle al jardinero “si sabía que había sido de las palas de hierro que habían pertenecido a su padre…” Y tampoco el cocinero habló de los cuchillos de cocina, pues era mejor exagerar la cuenta de gastos un poco y comprar unos nuevos “que meter en la cabeza de los señores que en la cocina del castillo desaparecían cosas.”

Diez años más tarde, cuando fue momento de mover el cuerpo de José Antonio a la fosa común, el enterrador se dio cuenta de que el ataúd estaba lleno de instrumentos metálicos. Cogió el saco y sin ni siquiera abrirlo lo tiró a la fosa. Y es que Pepo ya no se extrañaba de nada, tantas eran las cosas que había visto en cuarenta años de malpagada profesión.

“Alguno al que

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