La xenofobia no nace de la rabia de perder lo que se tuvo—aunque a menudo se manifieste con llamadas a recuperar grandezas del pasado—, sino del miedo a perder lo que se tiene. No prospera, al contrario de lo que se podría suponer, en tiempos de crisis y carencias, sino de cierta bonanza. Cuando los españoles, por ejemplo, perdían sus trabajos por miles y las empresas amenazaban con recortar sus sueldos con la excusa de evitar más despidos era obvio que la culpa no era de los inmigrantes; por aquel entonces la ira iba dirigida a los que tomaban las decisiones. Los tiempos de crisis no son xenófobos, sino contestatarios; el miedo tan necesario para azuzar la xenofobia no existe pues poco miedo puede quedar cuando los peores temores se han cumplido.
Una vez recuperada cierta normalidad, el miedo vuelve a ser instrumentalizado contra los más débiles. Y nadie más débil que los que vienen de fuera. El miedo al extranjero es comprensible como parte del instinto de preservación; toda comunidad está entrenada desde el principio de los tiempos para sentir recelo de quienes podrían traer virus físicos e intelectuales, mutaciones novedosas que amenazan la placidez de cuerpos y gobiernos. Comprensible, que no aceptable. Que algo sea comprensible explica porqué podríamos pensar de una manera, no nos obliga a caer en el cenagal de pensamientos que nos remiten a oscurantismos nacionalistas previos a la globalización. Periódicos, libros, documentales, internet, universidades y un derecho internacional que cumplir y algunos eligen seguir actuando con el alarmismo del pueblo que, a lo lejos, en el valle, ve acercarse a un extranjero y duda de sus intenciones. Da igual la calidad de nuestros catalejos si no los utilizamos; si dejamos que nuestros ojos sean aquellos que ganan comerciando con el miedo.
Como si de una renovación del contrato social con las clases dirigentes se tratara, los nativos aceptamos buscar amenazas fuera y olvidarnos de aquellos a quienes culpábamos meses antes de nuestros problemas. Es cierto que los populismos que precedieron a la Segunda guerra mundial tuvieron sus orígenes en las penurias tras las Primera, pero también que florecieron cuando estas miserias estaban comenzando a aliviarse y, superadas las peores humillaciones tras las reparaciones por la guerra perdida, tanto Alemania como Italia pudieron sentirse fuertes de nuevo para hablar de grandeza. Cuando, de nuevo, tuvieron algo que perder.
Dejemos de dignificar la xenofobia como una enfermedad de una clase sufriente que ve amenazada su posición y hablemos de ella como de un egoísmo ensimismado en el que una parte de la sociedad decide, por temor a las ideas, revolcarse en el fango de sus peores temores; de como hay ciudadanos que se informan, reflexionan y ponen en perspectiva sus temores vitales y otros que se sienten perseguidos y dejan que se instrumentalice su miedo contra los débiles. No sólo lo permiten sino que lo piden. No son los partidos los que radicalizan a la sociedad, sino la sociedad la que radicaliza a los partidos en busca del voto. Sirva el ejemplo de VOX que ha radicalizado su mensaje en busca del votante para dejar de ser un partido menor de importancia residual; somos los ciudadanos los que les pedimos a los políticos las enfermedades que queremos que nos inoculen.
Así que la xenofobia es una enfermedad del ocio de unos ciudadanos que, recordando tiempos peores, quieren defenderse de amenazas imaginarias de las que culparán a los más débiles; no es la defensa de los medios escasos, sino del recuerdo de esa escasez, es señal de la recuperación y renovación del contrato con las clases dirigentes con las que se comparte el tener algo que perder. Da igual que se tenga mucho o poco, para entrar en este club basta con sentir que alguien quiere quitarnos lo que tenemos, mil, cien mil o un millón. Este miedo es el nexo de unión de un grupo que por definición será transversal en lo económico y social.
Los populismos xenófobos nos recuerdan la importancia de las instituciones internacionales y de conocimiento que nos libran de todo lo que estos populismos representan. Hemos dejado que instituciones como la ONU o la Unión Europea se deterioraran y corrompieran hasta el punto de que su utilidad pudiera ser puesta en duda cuando son las que nos libran de los carnavales de banderas y nos reconcilian con los derechos humanos. El internacionalismo es el antídoto contra los populismos xenófobos.
No solo los nacionalistas tienen algo que defender y sienten que han perdido algo porque los recién llegados—en este caso al debate político—, han destruido lo que llevó generaciones construir. No sólo se pierden grandezas nacionales; las grandezas perdidas también pueden ser ideales. Todos tenemos nuestras nostalgias de algo que querríamos que volviera a ser grande. Y nuestros culpables.
Imagen: Bad Day at Black Rock
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