Adiós al narcisista en jefe

Narciso gritón toxico

No es fácil librarse de la influencia de un narcisista al que estamos obligados a tratar; tan complicada y agotadora es la tarea que a la todopoderosa democracia estadounidense le han hecho falta unas elecciones ejemplarmente organizadas (pese a los intentos de Trump de desestabilizar el voto por correo); decenas de sentencias en contra del supuesto fraude electoral dictadas por jueces nombrados por ambos partidos; actitudes delictivas por parte de Trump, desde delitos financieros a intentos de extorsionar a funcionarios públicos para que no certificaran las elecciones; una actuación negligente y negacionista en la gestión de la pandemia; un impeachment en el quedó demostrado, por encima de la condena final a la que se negó su propio partido, que su gobierno había condicionado ayuda militar a Ucrania a la apertura de una investigación (o al menos su anuncio) contra el que ya se pronosticaba que iba a ser su rival político más duro: Joe Biden. Y aún no hemos llegado al gran acto final: cuando gritó fraude durante dos meses y envió a una turba enfurecida al Capitolio. Y aún así, algunos le han dado el beneficio de la duda.

La sensación es que muchas cosas podrían haber ido mal, que cualquier error del sistema podría haber propiciado su subversión por parte del narcisista en jefe. O tal vez sea al contrario: cuando se tiene razón algo suele ir bien. O al menos eso nos decimos para armarnos de valor y paciencia al enfrentarnos a este tipo de personajes tóxicos en nuestras vidas, pero ésto tal vez sea un consuelo más que una verdad empírica.

El mayor gobierno de la historia ha tenido serias dificultades para sobreponerse a una persona capaz de asustar a los senadores de su partidos con la amenaza de primarias en los que apoyaría a sus rivales y unas decenas de miles de seguidores violentos capaces de añadir la dimensión física a la intimidación política. Y al final la clave ha estado en una defensa tan simple en la teoría como complicada de lograr en el ambiente tóxico creado por Trump: unas elecciones justas y confiar en que, al ver la luz al final del túnel de la locura, los ciudadanos manifestaran claramente que existen los principios y que la verdad no es una opinión aunque sea opinable.

El gran peligro de un narcisista es su inevitabilidad, el no poder prescindir de ellos. Trump ha sido omnipresente e inevitable, cada ataque tenía en la otra cara de la moneda una defensa, convirtiendo su presidencia en un agotador baile de polarización. ¿Hay que ignorar a los personajes tóxicos? ¿Atacarles para replicar su toxicidad? ¿Estar prestos a una defensa para que su toxicidad no nos corroa? Tal vez la estrategia exitosa sea una combinación de todo lo anterior y de todo aquello que contribuya a la propia supervivencia que no sea a costa de nuestros principios.

Trump tenía la ventaja de su cargo, lo cual no le garantizaba la reelección o que las estructuras del estado obedecieran sus órdenes, pero sí, de nuevo, su inevitabilidad al poder influir en el orden de día de la sociedad moldeando el debate con sus opiniones, aprovechando esta prerogativa para reclamar durante cuatro años un espacio en la mente de cualquier seguidor de la política estadounidense, tanto admiradores como detractores; ha tenido un trocito de nuestras mentes en propiedad y no una parcela cualquiera, sino uno en pleno nucleo del cerebro al estilo de sus céntricas construcciones de Manhattan. Esa parte que debiera haber sido utilizada para prestar atención a cosas que hace cuatro años considerábamos importantes se ha convertido en una chabola en las afueras que visitar de vez en cuando para sobrevivir al trumpanal ruido.

Tienen razón quienes dicen que la suspensión de sus cuentas en redes sociales representa un peligroso precedente para la libertad de expresión; la libertad de expresión es un derecho fundamental que sólo debiera ser acotado cuando choque con otros derechos fundamentales y siempre a través de las leyes legisladas por los gobiernos que votamos y no por empresas privadas que no se someten a elecciones. Si bien ambién es cierto que el llamamiento a la rebelión tuvo un efecto directo en la violencia de las turbas del Capitolio y que una empresa privada, dependiendo de la interpretación, podría tener derecho a elegir a sus clientes, como, por ejemplo, en el caso de los pasteleros de convicciones religiosas que se negaron a cocinar pasteles de boda para parejas homosexuales, por poner un ejemplo que ofende a la parte contraria del espectro político. Hay mucho que debatir y denunciar, pero de momento, el silencio en redes de Trump ha sido como un tratamiento puntual, unas muletas con las que movernos aunque sea con grandes dificultades, una placentera siesta en una hamaca mecidos por la brisa tras cuatro años de ruido y rabia.

Y tras unas semanas llegará el olvido, tan necesario para sobrevivir y que permitirá atacar el daño que Trump ha hecho a la democracia con decisión, nuevas energías y justicia. Hay que estar alerta ante el riesgo de pensar que tampoco fue para tanto. Lo fue y, sobre todo, puede volver a serlo.

Quedan decenas de millones de seguidores de Trump, por mucho que la tendencia sea a la baja, dispuestos a servir de altavoz a sus mentiras, las cuales pueden reaparecer en cualquier momento de duda social y convencer a decenas de millones más para empezar otro ciclo perverso, uno que esta vez contará con la experiencia de estos cuatro años golpistas y que tal vez sepa maximizar lo que podría haber salido mal y minimizar que cuando se tiene razón algo tiene que salir bien. Las mentiras pueden reaparecer en cualquier momento y los narcisistas las defienden con una convicción que hace que parezcan nuevas. Y es posible que el próximo ataque no provenga de alguien tan poco sutil como Trump, sino…ya ven, no hace ni una semana que se fue y ya empezamos a humanizarlo. Hay que desmontar todas las mentiras posibles, porque, no tengan la menor duda, reaparecerán en el peor momento.

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