Entre nuestros supuestos objetivos como sociedad está el de formar a ciudadanos críticos; miembros exigentes que no acepten las inercias abusivas del poder y participen de forma activa en la toma de decisiones. El ciudadano crítico tiene dos enemigos tradicionales: el poder y los miembros complacientes de la sociedad; enemigos unidos y reforzados por la interpretación de cualquier crítica como una amenaza a la forma de vida imperante. Me atrevo a añadir a un tercero que seguramente sea una simple variación del segundo: el vecino criticón. El vecino criticón ejerce su implacable crítica de una forma egocéntrica y considerando que todos los males tienen que ver, no con el conjunto de la comunidad, sino con un ataque contra todo lo que él representa.
Para el vecino criticón la historia se ha convertido en una conspiración montada para explotarle y resiente la diferencia y todo lo que tenga la osadía de oponerse a su sistema de valores. En estos tiempos de ego desmesurado, en el que los ciudadanos somos animados a ponernos en el centro del universo y verlo desde el sacrosanto pedestal de nuestra sensibilidad, el vecino criticón se siente no sólo legitimado, sino incluso obligado a opinar de todo, aunque siempre en esa curiosa forma en la que, lejos de animar el debate, quiere cerrarlo a la vez que se muestra indignado por haberle hecho perder su precioso tiempo.
El vecino criticón ha sido un prototipo fallido de ciudadano complaciente al que se quiso convencer de que debía ser crítico. Pero sin un cambio en el fondo, la crítica se convierte en un simple disfraz y su forma de que nada evolucione es criticarlo todo. El vecino criticón hace que hablar de justicia social sea inútil debido a que él siempre está en el centro de todas las injusticias. El debate es una parte de la historia que para el vecino criticón ya está superada, ya ha llegado a la conclusión definitiva, de modo que no sólo no rebate sino que niega el derecho a la existencia de la opinión contraria. Desde la pereza, le basta con indicar su falta de paciencia hacia un determinado tema y, en el mejor de los casos, dedicarle un comentario irónico, pero nunca un argumento que le obligue a aceptar el derecho a réplica y, por extensión, una visión paralela a la propia. Argumentar es un reconocimiento implícito de la otra parte y el vecino criticón huye del reconocimiento de voces distintas a la suya; no ha aprendido a gestionar la cantidad de información y el debate de ideas le satura; no cree, aunque lo predique, en la importancia de la libertad de expresión y en su obligación ciudadana de aceptar la diferencia.
Los males del vecino criticón pueden reducirse a uno: ha perdido la curiosidad intelectual. Da igual que sea un derechista retrógrado o un izquierdista bienpensante, todo aquel que en algún momento quiera evitar la libertad expresión ajena y se sienta amenazado por una opinión se convierte en un vecino criticón y en un enemigo intelectual del ciudadano crítico. La verdadera critica tiene que venir de la capacidad de admirar lo que uno defiende, del respeto a la diversidad de opiniones y del intento de convencer con nuestros argumentos. La frase tan supuestamente tolerante de no querer convencer ni que a uno le convenzan es aceptar la muerte intelectual y la conversión en vecino criticón.
Decir que se respeta la libertad de expresión no es suficiente: hay que aceptarla y practicarla y recordar constantemente al vecino criticón que no existe el delito de apología de todo lo que no le gusta. El delito de apología es la herramienta que utilizan los censores del siglo XXI y hubiera sido un gran éxito de crítica y público entre los censores e inquisidores de otras épocas. La flotabilidad de las brujas hubiera tenido escasa relevancia de haberles podido encasquetar el delito de “apología de la brujería”. No podemos idealizar la libertad de expresión de palabra mientras que los ciudadanos nos autocensuramos personal y colectivamente. Al hacerlo nos convertimos en hipócritas o represores.
El vecino criticón cree que todo está en su contra. Aunque lo haga desde un profundo sentimiento de inferioridad, se coloca en una falsa superioridad a todo aquel que ose a cuestionar su postura. El ciudadano crítico, por el contrario, siempre otorgará el derecho a réplica—no sólo cuando le conviene, sino siempre—y está dispuesto a contestar a los argumentos que se le presenten. El ciudadano crítico cree en las garantías judiciales mientras que el vecino criticón promoverá castigos y boicots ya que piensa que todo empieza y termina en sus antipatías; querrá que su grupo tenga el poder para poder imponer sus caprichos. Por el contrario, el ciudadano crítico entenderá y defenderá su pertenencia a una comunidad regulada por leyes y garantías.
Este es el contexto en el que aparecen las empresas y partidos políticos como vendedores de un producto que cederá a lo que pidan sus consumidores y simpatizantes. Hay un gran trecho entre la impunidad y la investigación interesada que tiene como único objeto evitar una crisis de imagen; como en el caso de la impunidad, el castigo a corto plazo también quiere apaciguar a la opinión pública sin valorar la justicia del resultado. Debemos separar crítica de consecuencias: las consecuencias deben llegar sólo tras procesos en los que se hayan cumplido todas las garantías. No podemos sentirnos libres si convertimos nuestras sociedades en trituradoras de carreras y prestigios personales; el linchamiento es una forma de actuar y puede existir independientemente de que el linchado sea o no culpable del acto por el que se le acusa. Al ciudadano crítico le horrorizan estos linchamientos tanto como la impunidad de los poderosos—hasta el punto que se ve constantemente defendiendo a personajes de ideologías que considera deleznables cuando lo que realmente defiende es su libertad de expresión—, mientras que el vecino criticón confunde la justicia con el castigo hasta el punto de llamar hacer justicia a castigar.
El ciudadano crítico intenta comprender las miserias ajenas y no las utiliza para taparse los ojos ante las grandezas del prójimo, mientras el vecino criticón se obsesiona con estas debilidades y su posible castigo para justificar las propias. El ciudadano crítico siente la necesidad de vivir en una sociedad justa, al menos como aspiración, mientras que el vecino criticón no ve más allá del caso a caso y destruye la posibilidad de ese concepto crítica a crítica. El ciudadano crítico trata de cambiar leyes que considera injustas e incluso cuando las incumple lo hace siguiendo razonamientos como la desobediencia civil, mientras que el vecino criticón suele escudarse en la fortaleza del grupo con el que comparte odios para pasar la apisonadora de unas ideas cuya legitimidad dependerá de que pueda o no imponerlas.
Tal vez lo de ser ciudadanos críticos fuera una quimera, pero cuando aspirábamos a serlo se lograron avances que convendría cuidar. No caigamos en la sociedad de los vecinos criticones. Argumentemos contra lo que nos indigna, por mucho que tras hacerlo nos encontremos con una nueva tarea: escuchar los argumentos de la otra parte. Sí, sorpresa, la otra parte tiene argumentos y, por muy horribles que nos parezcan, no podremos rebatirlos si primero no los escuchamos. Nadie dijo que ser un ciudadano crítico sea fácil, pero ya sabemos por experiencia que ser los vecinos criticones en los que nos estamos convirtiendo es agotador.