(Artículo publicado originalmente el 27 de Septiembre de 2020).
Hay un momento en la película ¿Qué fue de Baby Jane? en el que el personaje de Bette Davis, la otrora niña prodigio Jane Hudson, muestra su cara más perversa al servir en la comida un periquito que su hermana Blanche (Joan Crawford) tenía por mascota. En ese momento el espectador cambia la antipatía por el odio; desde ese momento somos conscientes de que Jane no es una enervante manipuladora, sino una torturadora capaz de las más horribles cueldades. Es el momento que aclara cualquier ambigüedad y a partir del cual comprendemos que Blanche debe hacer lo posible por escapar de la influencia de su perversa hermana.
Y, sin embargo, momentos más tarde escuchamos junto a ella las explicaciones de Jane y, al pasar el impacto de la sorpresa, descubrimos que nada ha cambiado y que el que considerábamos gran evento en realidad sólo es uno más de la cadena, que la gran maldad no existe mientras sea acotada por pequeñas definiciones y que cuando algo puede ser atacado también puede ser defendido. Y esta defensa será no sólo escuchada sino anhelada y aceptada por aquellos que no están en condiciones de juzgar libremente, bien sea por culpa, miedo o cariño como Blanche con respecto a su hermano o afinidad política como en el caso de los votantes de Trump.
Desde que comenzó su presidencia, siempre parece que el siguiente escándalo será el indefendible que no admitirá debate. Pero al final todo es argumentable y tras la sorpresa e indignación inicial nos sorprenderemos de que aquello que desde nuestro punto de vista era tan claro e indignante esté siendo defendido y legitimado por sus seguidores para, días más tarde, pasar al olvido convirtiéndose simplemente en otra pequeña abolladura en la armadura de The Donald.
Los manipuladores de todas las esferas, no solo cuando son presidentes de gobiernos de dimensiones continentales, disfrutan del control que les proporciona sobre nuestras vidas la incomodidad de sus acciones, del hastío que nos provoca tener que combatir contra la sinrazón; del superpoder de jugar con reglas diferentes a las de aquellos a quienes despreciarán por intentar demostrar su perversidad utilizando normas morales convencionales tan diferentes del único juicio definitivo que reconocen: el de su capricho. No es tanto que crean que tienen razón como que ni siquiera se planteen habitar en una organización social que no tenga por objeto la satisfacción de sus necesidades. Salirse con la suya es un bien en sí mismo, uno claro y conciso y no esas vagas y lejanas mediciones del bienestar social.
Una de las pocas veces que Trump bajó la guardia, en un extraño instante de sinceridad, al ser preguntado si la tensión que había introducido en los mercados internacionales con su estrategia negociadora con China podía afectar a la confianza en la economía y acelerar una recesión, contesto: «yo negocio así». De nuevo, lo bueno para el prójimo no es lo importante, sino que sea suyo; su gobierno no es un servicio a la ciudadanía sino un modo de expresión personal. Una presidencia de autor (que de permitírsele tendería a la dictadura personalista) en la que Trump no gobierna, sino que se expresa gobernando y en la que su único objetivo es el triunfo que demuestra su supervivencia, siendo capaz de ganar tras múltiples derrotas y de sopreponerse a decenas de bancarrotas. No puede ser corrupto pues carece de principios; sabe que no se le vota por razones políticas o sociales sino de simpatía y que genera la fidelidad que se siente por un equipo o un luchador de wrestling.
Y que mientras sus votantes le escuchen podrá enmarañarlos con sus promesas y explicaciones convirtiendo en normal lo que minutos antes hubieran definido como alarmante. La trama de promesas y exigencias a Ucrania es el periquito en el plato, veamos si sus votantes, una vez pasada la sorpresa, no empiezan a extrañarse de que no haya periquitos en todos los platos.
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