Mi nombre es mi nombre en la red

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En una célebre escena de The Wire, el personaje de Marlon Stanfield, líder de una de las facciones más sangrientas de la ciudad de Baltimore, se enfada con sus subordinados por no haberle informado de que su nombre estaba siendo difamado en las calles. “Mi nombre es mi nombre…” grita con expresión desencajada el cruel Stanfield. Los esbirros tenían sus razones: para que molestar al gran jefe con las tonterías de los charlatanes, no se puede contestar a todo. Pero Marlon es consciente de que, en la poco sofisticada y esencial sociedad de las calles, debe defender su nombre; el simple rumor de que había dejado pasar una ofensa sin castigo podría terminar con el reverencial temor hacia su persona. Lo importante no era tanto la verdad como las narrativas paralelas que sus enemigos podrían utilizar para atacarle y siendo estas narrativas y reacciones ciertas lo de menos sería que lo que las originó no lo fuera. El derecho al prestigio en las calles no es aristocrático, sino que se renueva y defiende a diario.

Las redes sociales, tan distintas aparentemente a los barrios marginales de la ciudad de Baltimore de The Wire, siguen razonamientos similares. Ya no es tan importante la falsedad que origina una noticia, sino las reacciones verdaderas que ésta origina. Saber lo que moviliza a una persona o grupo de personas es mucho más importante que la veracidad del origen de esas movilizaciones. La noticia puede ser falsa (o inexacta y explicada sin contexto), pero la indignación, consumo y voto serán reales. Y siendo ajenos a la noticia falsa del origen serán inmunes a las garantías judiciales de los tribunales, que tal vez se acaben aplicando de forma descafeinada y tardía a la mentira que originó el proceso. Lo podríamos comparar a la confesión de un sospechoso el día de su detención: lo importante no es tanto la confesión de la que podrá retractarse y por tanto eliminar del proceso judicial, sino el número de pruebas que podrán ser descubiertas tirando del hilo de esa confesión.

Ambos procesos—el judicial y el de la opinión—pueden llegar a ser igual de implacables. Con la diferencia de que las pruebas obtenidas por el primero estarán controladas por garantías judiciales, mientras que el segundo será por definición todo lo contrario: buscará reacciones y consumo en las redes sociales. Será un ostracismo sin fecha de caducidad, revisión o proceso previo y en el que los esfuerzos del culpable (aquí no cabe la palabra presunto) por elegir su castigo serán juzgados de forma caprichosa. Hemos visto, por ejemplo, como estrellas de Hollywood se han aplicado la penitencia y exilio clásico que tan efectivo fue en otros tiempos: la clínica de desintoxicación. Castigos autoimpuestos en busca de la absolución social del olvido protegidos de la cascada de noticias diarias en el aislamiento propio de un tratamiento de desintoxicación. Para la defensa judicial están preparados con un ejército de abogados: es la lucha por el prestigio la que están perdiendo los hasta ahora efectivos relaciones públicas especializados en damage control y que ahora parecen un grupo de marineros despistados cubriendo con plastilina las vías de agua de un barco que se hunde. Recuperar el control de la narración parece imposible cuando las voces que contribuyen se cuentan por millones. De momento a lo máximo que pueden aspirar es a no hablar para no ser replicados, pedir perdón por su forma de comportarse sin admitir delitos penales; no negar los hechos o el dolor de las víctimas para no obligarles a probar sus acusaciones con nuevos datos y retirarse a esperar que la opinión social se distraiga con otro tema y no necesariamente perdone pero permita retomar una cierta normalidad si no profesional al menos personal.
De momento a lo máximo que pueden aspirar es a no hablar para no ser replicados, pedir perdón por su forma de comportarse sin admitir delitos penales; no negar los hechos o el dolor de las víctimas para no obligarles a probar sus acusaciones con nuevos datos y retirarse a esperar que la opinión social se distraiga con otro tema y no necesariamente perdone pero permita retomar una cierta normalidad si no profesional al menos personal.

Otro elemento a tener en cuenta es la ejecución de la sentencia. No vendrá por parte de tribunales, sino de empresas y marcas que dejarán de colaborar con el declarado culpable. El desprestigio viral es uno de los mayores temores de las empresas modernas, una fuerza imparable que, como si de un fenómeno atmosférico se tratase, no hay que oponer o domesticar, sino evitar en lo posible cesando la colaboración con el culpable. Una campaña viral puede hacer que la empresa se desplome en bolsa; no importa que luego se recupere, o que esa pérdida no sea tan grande a nivel global, ni siquiera que se esté renunciando a la colaboración con un activo de la empresa que fue importante en otro momento: la pasividad es castigada. Las empresas piden la reacción del consumo y el consumidor pide lo propio a la empresa, así que ningún gestor responsable ante sus accionistas puede esperar sin hacer nada mientras pasa la tormenta. De hacerlo, la empresa tal vez sobreviva a largo plazo, pero el gestor seguro que no.Las empresas piden la reacción del consumo y el consumidor pide lo propio a la empresa, así que ningún gestor responsable ante sus accionistas puede esperar sin hacer nada mientras pasa la tormenta. De hacerlo, la empresa tal vez sobreviva a largo plazo, pero el gestor seguro que no.Las empresas piden la reacción del consumo y el consumidor pide lo propio a la empresa, así que ningún gestor responsable ante sus accionistas puede esperar sin hacer nada mientras pasa la tormenta. De hacerlo, la empresa tal vez sobreviva a largo plazo, pero el gestor seguro que no.

Las garantías judiciales no son sinónimo de justicia; hemos visto en numerosas ocasiones como los políticos tienen mil formas de proteger en las urnas y con leyes lo que la empresa no puede en lo relativo al mucho más directo sufragio del consumo. El gobierno del PP, por ejemplo, lleva años escudándose en la acción judicial para no investigar sus escándalos de corrupción, siendo las garantías judiciales en demasiadas ocasiones garantía de pasividad y de impunidad al aprobar los propios políticos protecciones superiores al resto de ciudadanos y controlar los nombramientos judiciales. Esta falta de integridad judicial hace que los ciudadanos busquemos esa justicia por otros medios, algo de lo que el gobierno de España es consciente al patrullar de manera obsesiva las redes sociales en busca de sentencias que fomenten el autocontrol y autocensura. El gobierno del PP, por ejemplo, lleva años escudándose en la acción judicial para no investigar sus escándalos de corrupción, siendo las garantías judiciales en demasiadas ocasiones garantía de pasividad y de impunidad al aprobar los propios políticos protecciones superiores al resto de ciudadanos y controlar los nombramientos judiciales. Esta falta de integridad judicial hace que los ciudadanos busquemos esa justicia por otros medios, algo de lo que el gobierno de España es consciente al patrullar de manera obsesiva las redes sociales en busca de sentencias que fomenten el autocontrol y autocensura.

Aunque es comprensible que se instaure una justicia paralela de la opinión y consumo más a medida del ciudadano, hay que ser conscientes del cambio que esto supone. Las redes sociales priman la reacción inmediata a las noticias, una participación que apela a las partes más extremas de la sociedad e incluso de nuestras propias opiniones. No reaccionamos de la misma forma ante lo justo, como ante lo que nos parece injusto; las marcas no quieren que seamos consumidores pasivos y devaluando el precio de la cultura hemos elegido un modelo de gratuidad que prima la venta de espacios publicitarios de modo que sólo los medios de pago escapan de la tiranía de los clicks y pueden permitirse un análisis independiente. En el caso de Cataluña, por ejemplo, no importa que la práctica totalidad de la sociedad española y catalana crea que el resultado es catastrófico; el refuerzo de las partes más extremas de nuestras propias opiniones, las que atacan al rival más que defender una línea propia, ha creado una narrativa de la que parece imposible escapar. Los vídeos propagándisticos de ambos lados no son falsos, lo que no significa que sean ciertos y privada de contexto y réplica la crítica pierde su valor y se convierte en panfletismo.

Tal vez las redes sociales deban imitar a Santo Tomás, quien exponía como si fueran propias las opiniones contrarias antes de rebatirlas con su argumento; tal vez debieran ofrecer un artículo que expresara de forma legítima la opinión contraria antes de sugerir un artículo basado en nuestros intereses e ideología. De lo contrario, como cronistas de la sociedad que son, como espejo de nuestros pensamientos, corren el peligro de reflejar nuestras frustraciones sobre nuestras aspiraciones; lo que odiamos por encima de lo que queremos; a evitar la reflexión de lo que nos gusta y sustituirla por la reacción a lo que odiamos.

 

 

 

 

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