
La pregunta no es porque en algún momento de nuestras vidas creemos tener conocimientos ocultos y acceso a misteriosos archivos y teorías que sólo unos pocos elegidos conocen; el sentimiento no es nuevo: de jóvenes nos parecía que los grandes textos habían sido escritos para nosotros, que estabamos en una habitación imaginaria conectados con otro tiempo y espacio junto a genios que nos susurraban aquellas palabras al oído.
La diferencia con los panfletos conspiranoicos que nos amenazan desde los recovecos más cuñadistas de la dark web es que aquellas eran grandes obras que abrían mundos que a su vez eran entradas a otros mundos; conexiones entre ese pasado en el que se escribió la obra y un futuro para el que con nuestra lectura y experimentación presente estábamos sirviendo de eslabón. Las grandes obras siempre animan a saber más, a leer más, incluso cuando hablan de la futilidad del conocimiento es de una forma tan convincente y brillante que llama a la imitación o a la refutación activa y argumentada en caso de desacuerdo. En las grandes obras se fomenta la duda para dirigirla a todos los objetos; en los panfletos, la duda es el objeto en sí. Las grandes obras nunca piden adhesión incondicional y pasiva; esa es una de las principales razones por las que las sucesivas generaciones han elegido guardarlas.
En el caso de los antivacunas, sus enemigos son los científicos; es decir, aquellas personas que han destinado sus mejores esfuerzos mentales a cualificarse en una disciplina y utilizarla en la solución de problemas. Efectivamente, los científicos no siempre aciertan. Es más, se equivocan mucho más que los que no hacemos intentos. Acertar por casualidad no tiene valor; a falta de conocimientos y competencia en una ciencia, un supuesto acierto casual vale menos que un error científico ya que los científicos tendrán la oportunidad de aprender de los errores propios y ajenos. La ciencia encauza los errores personales hacia un acierto colectivo. Saber porque se ha acertado es el gran objetivo, pero muchas veces el camino comienza sabiendo dónde se ha errado.
Todo se puede poner en duda y rebatir. No hace falta acudir a los brillantes sofistas de la Grecia clásica; por dudar, hasta podemos poner en duda que el sol salga por las mañanas. De hecho no sale, la que se mueve es la tierra, el sol sale metafóricamente. La duda debe ser clarificada y acotada como cualquier argumento: la duda sin contexto no tiene ningún valor. Dudar por si acaso haría que no subiéramos a un coche a menos que entendiéramos cada detalle de su funcionamiento. En algún momento hay que creer a alguna autoridad, ¿pero a quién creer?
Ese es el gran problema de los conspiranoicos de todo tipo: sus dificultades para creer y admirar. No a un Dios lejano, sino a un ser humano como ellos que se ha esforzado en adquirir unos conocimientos que habitualmente pasarán desapercibidos para el gran público pero que puntualmente, como ha sido el caso recientemente con las vacunas, han recibido mayor atención por el pequeño detalle de que han salvado millones de vidas frente a nuestros ojos. Los antivacunas quieren convencernos de que dudar de todo este proceso, por el simple derecho de dudar, sin ningún tipo de cualificación y en base a lo que se ha leído en internet, es una señal de cultura, inteligencia y defensa de las libertades. Eso también lo han leído en un blog…
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