Hay miles de ocasiones en las que la censura puede parecer justificada. La tendencia del ser humano a decir idioteces es reconocida en todo el universo y seguramente reproducida con admiración en múltiples universos paralelos. ¿Qué necesidad hay de permitir la libre expresión para ofender a las víctimas del terrorismo o para criticar las instituciones que salvaguardan nuestras libertades? Pero toda censura, por bienintencionada que sea—y casi nunca lo es–, puede llevar a lugares extraños. Con el delito de apología del terrorismo pasamos de castigar el terrorismo –la colaboración física en un acto de terrorismo o intelectual cuando se es parte de una jerarquía terrorista–a poder potencialmente castigar a cualquiera que defienda con su opinión una causa que alguien defienda con medios terroristas o que hiera las sensibilidades de víctimas de actos terroristas. Las sensibilidades, peligroso y resbaladizo territorio legal para la imparcialidad que se le supone a la justicia. Ofenderse es legítimo, la pregunta es si queremos que sean los jueces y los tribunales los que diriman estas ofensas con penas de cárcel y multas.
Y aún no hemos mencionado a la politizada justicia española. Política fue la decisión de utilizar la apología del terrorismo como una forma de perseguir a participantes de terrorismo que lograban ocultar dicha participación bajo el escudo de las instituciones. Fue un atajo que, como todo atajo, tiene la ventaja de llevarnos a algún sitio, aunque tal vez no al que deseábamos: a una sociedad en la que la libertad de expresión se utiliza como arma arrojadiza y donde las sensibilidades, a menudo moldeadas por ideologías políticas, impiden la libertad de expresión de los ciudadanos utilizando una herramienta tan poderosa como los tribunales.
Un ejemplo sería la sentencia condenatoria del cantante de Def con dos, César Strawberry, en la que el voto particular es revelador; el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez es partidario de la absolución del cantante, al entender que los tuits «no pasan de ser meros exabruptos sin mayor recorrido…que carecen de la menor posibilidad de conexión práctica con acciones terroristas.” Según este razonamiento no habría delito de no haber conexiones prácticas, en cuyo caso sería delito de terrorismo y no, como en este caso, una opinión personal. Aún así, el Tribunal Supremo condenó al cantante a un año de cárcel por un delito de enaltecimiento del terrorismo.
El debate sobre los límites del humor es interesante para horas de ocio junto a la chimenea, en el bar o en las tribunas, pero no para tratarlo entre sentencias y demandas. La falta de gracia o estilo de los chistes es lo de menos. Los derechos no necesitan tener buen gusto: son derechos. No ejercemos el voto con estilo o gracia: lo ejercemos. El derecho a opinar no es interesante o deleznable; en todo caso lo serán las opiniones. En España la libertad ya no termina dónde comienza la del prójimo, sino dónde lo haga la sensibilidad de tribunales politizados. Como toda dictadura, la de la opinión también quiere crear legalismos para convencerse de que no esta imponiendo su voluntad en base a la ley y no, como cada vez más es el caso, del capricho legalizado.
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