Sobre crisis presentes y prósperos pasados (I)

 

El pasado siempre fue mejor. O al menos lo parece, lo cual, a falta de que lo sea, no es mal sucedáneo. Y es que mientras el presente nos abruma con su agotador juego de acción y reacción, el pasado se muestra como una maleable alfombra de salón bajo la que ocultar las vergüenzas y dejar asomar una versión embellecida de los orgullos que mostraremos ufanos entre canapé y canapé. En el caso de la sociedad occidental los orgullos que asoman bajo la alfombra de su pasado son numerosos: convivencia pacífica entre naciones históricamente enfrentadas, innovación tecnológica, crecimiento económico, compromiso con la promoción de la democracia y los derechos humanos, el nacimiento de una conciencia ecológica…La lista sería larga y en absoluto falsa, lo cual no significa que sea verdadera: hay muchas visiones no falsas de la misma realidad que sólo al sumarlas nos van acercando a la verdad. No es cuestión de ir desmontando esquemas de autocomplaciente propaganda occidental que no creo que existan–las sociedades en su conjunto son demasiado chapuceras para ejecutar grandes mentiras, como demuestra que dichas mentiras sólo triunfen cuando van acompañadas de brutales regímenes de represión–, sino de simplemente cuestionarnos si estamos en lo correcto al adjetivar al presente con la palabra crisis y al contraponerlo a un anhelado pasado de prosperidad.

La primera pregunta es obvia: ¿estamos en crisis? Lo automático de la contestación afirmativa demuestra hasta que punto estamos dejando la recuperación en manos de los mismos actores que contribuyeron a la supuesta caída. Y digo supuesta porque tal vez fuera la pasada y no la presente la sociedad que estaba en crisis: el que los datos apunten a lo contrario sólo demuestra que éstos se crearon como reflejo de las prioridades de aquella sociedad. Déjenme elegir la forma de medir el éxito y estará leyendo las tuertas frases del próximo ganador de Wimbledon. No importa que no tenga ni idea de jugar al tenis, tampoco numerosas dictaduras la han tenido de practicar la democracia y sin embargo han utilizado lógicas democráticas para evitarse la incomodidad de aplicar la fuerza directamente sobre los ciudadanos para así poder hacerlo de forma indirecta sobre unas instituciones que controlaban gracias a leyes caprichosas. Diferencias morales aparte, el exitoso propone un proceso similar e intenta afianzar las mediciones y baremos que corroboran dicho éxito.

Y es lógico que así sea. Como lo es que cuestionemos la validez de estas mediciones cuando se han mostrado torpes a la hora de crear una sociedad justa y estable. ¿Significa ésto que opino que vivimos en una sociedad injusta y cíclica? No necesariamente. Las sociedades y las ideas que las rigen son un juego de tendencias más que de esencias: no somos nada más que aquello que estamos en camino a ser. Y para saber que estamos en camino a ser debemos volver al tema de las prioridades que elegimos para juzgarnos como sociedad. ¿Elegimos baremos que apuntan al desequilibrio en la distribución de la riqueza, índices de alfabetización o la ineficaz explotación de los recursos planetarios o seguimos primando índices de acumulación de capital como los oráculos bursátiles?

Como verán no hemos abandonado la terminología económica. La dicotomía entre moralidad y economía es simplemente falsa; por el contrario, la explotación de los recursos planetarios se ve irremisiblemente condenada a la ineficiencia cuando tiene por objeto beneficiar a unos pocos. Sin importar que nos estemos refiriendo a un pequeño ayuntamiento o a un gran continente, la corrupción siempre se define como la utilización de los recursos de muchos en beneficio de unos pocos. Así que aún primando la iniciativa personal con un juego de motivaciones capitalistas, el objetivo de cualquier sistema económico que pretenda ser eficiente deberá ser el beneficio de la comunidad en su conjunto. Un beneficio por el que debemos velar a través de los gobiernos que elegimos, los cuales serán fundamentalmente diferentes dependiendo de las prioridades que manifestemos como individuos y, por extensión, como sociedad. Así que la palabra crisis, con sus connotaciones de retorno al estado de no-crisis de hace unos años, tal vez no sea la más adecuada. A no ser, claro está, que queramos echarnos de nuevo en los brazos de los gobernantes e instituciones que desproveyeron al capitalismo de las regulaciones que son la esencia de su buen funcionamiento; unos gobiernos e instituciones que ahora piden responsabilidad a unos actores financieros cuya moralidad dependerá única y exclusivamente de las leyes que regulen los mercados en los que actúan. El señor Soros o cualquiera de los siempre demonizados especuladores financieros no piden nuestro voto; sí lo hacen, por el contrario, los gobiernos que deben legislar para que los mercados financieros no pongan en peligro la filosofía del estado de bienestar de un continente entero. No tendremos mejores mercados hasta que no tengamos mejores gobiernos y no tendremos mejores gobiernos hasta que no tengamos mejores ciudadanos. Y el consumismo desaforado y la monetarización de la ética social propia de aquel anhelado pasado de prosperidad no parece el camino más adecuado hacia todas estas mejoras.

 

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