Artículos 2008-2009: Turistas del Pensamiento Sexual

¡Defendamos la familia! Podría ser el título de la cuarta parte de El Padrino, pero es uno de los muchos lemas por el estilo que surgieron a raíz de la legalización (o más bien el cese de la discriminación) del matrimonio entre homosexuales. Defenderla, por ejemplo, de aquellos que utilizaban erróneamente la palabra matrimonio, ignorando (argumentaban nuestros queridos tradicionalistas) que ésta sólo define la unión entre un hombre y una mujer.  Así que ya saben: antes de utilizar la palabra esclavo deben asegurarse de la procedencia eslava del sujeto en cuestión; cuando un niño emplee la palabra chulada le preguntaremos cuándo entró en contacto con proxenetas y no consideraremos al ochenta y cinco por ciento de la población española como católica, pues la raíz de la palabra católico no dice que para serlo baste con ser inscrito como tal tras una ceremonia que ni siquiera es necesario recordar. Bienvenidos, queridos turistas, al apasionante mundo de las palabras invariables.

Escuchando a los que «¡defienden la familia!», cabe preguntarse si los homosexuales tendrán familia. No habiéndose demostrado que hayan surgido de una tomatera, deben de haber nacido en familias tradicionales, así que, siguiendo la lógica de los que dicen que es una desviación, habrá que abolir las familias tradicionales. Si se nos contesta que es el individuo quien elige sus vicios o qué es un castigo de Dios, queda entonces desmontado el principal argumento en contra de la adopción homosexual y según el cual las familias homosexuales serán viveros de más homosexuales. ¿O es qué Dios va a castigar con más saña a las parejas homosexuales? ¿Sí? ¿De verdad? Si piensan así no me extraña que vayan tan enfadados por la vida…

Se puede bautizar este debate de muchas maneras novedosas, pero bajo las mismas subyace uno que ni es nuevo ni es debate: el cambio de las costumbres sociales. Del animal de hábitos descrito por Aristóteles, al control que según Kant es la principal aspiración de todo ser humano, es comprensible que recibamos con resistencia todo cambio que haga cambiar esos hábitos y nos aboque a una espiral de novedades en la que nos parezca perder el control de la conocida rutina. Comprensible, que no admirable o ni siquiera aceptable.

El debate de las formas sociales obvia que, a la larga, las formas tienen poca importancia. A primera vista parecen decir mucho sobre lo que observamos; como turistas que, tras haber visitado los principales monumentos del país, ya dicen que han visto «lo que hay que ver». Y desde su perspectiva turística probablemente lo hayan hecho. Pero aún es el momento en el que el parlamento de un país consulte con su turista más aplicado a la hora de aprobar leyes. Para las cosas importantes; desde el arte, a la ciencia, pasando por las costumbres sociales y las leyes que las regulan; hace falta mucho más que una visión turística que esa visión turística de la sexualidad que suelen dar los sectores tradicionales.

Y es que sugerir que la condición sexual de una persona marca sus sentimientos y capacidades es darle una importancia excesiva a la sexualidad; conclusión sorprendente, por cierto, en sectores pudorosos a la hora de hablar de la misma. ¿Acaso todos nuestros actos están condicionados por pensamientos sexuales? ¿O hay que añadirle al razonamiento connotaciones homófobas sugiriendo que los homosexuales tienen dichos pensamientos más presentes que los heterosexuales?  Presentes cuando lleven al niño al colegio, cuando le preparen el bocadillo o vayan a reunirse con sus profesores; cuando hagan todas esas cosas que definen ser padre o madre y que, al menos en apariencia, no tienen nada que ver con quien decide uno acostarse.

El turismo del pensamiento es muy frecuente. En muchas ocasiones es casi inofensivo: una perpetua comprensión de todo es imposible y haría que no tuviéramos gustos; como quien critica al cantante de moda porque música es lo que hacía Pink Floyd o el que hizo lo propio con Pink Floyd porque para música la de Miles Davis y así hasta que un señor se metió con el de la cueva de al lado por ese ruido insoportable que hacía al cantar y dar golpes de piedra contra la pared. El gusto está basado en una cierta discriminación y si supiéramos del cantante de moda todo lo que sabe, por ejemplo, una chica de quince años, como sus canciones conectan con su pensamiento, con sus problemas, éxitos y fracasos, quizás lográramos escuchar determinadas canciones sin temer daños neurológicos irreversibles. Éste es, por ejemplo, un caso de pensamiento discriminatorio: criticamos lo que no entendemos. Nuestros gustos están irremediablemente basados en este tipo de discriminaciones.

Pero este pensamiento turístico jamás debe llegar al ámbito de los derechos: no es aceptable que la discriminación sea una cuestión de gusto.  Influenciados por la ficción y sus historias extremas tendemos a pensar que la discriminación es despedir a Tom Hanks de su trabajo por tener SIDA o darle latigazos a Kunta Kinte.  Pero hay racismos y homofobias menos obvios, del estilo de «yo no soy racista, pero ésto se está llenando de moros,» o «no tengo nada contra los homosexuales, ¿pero tienen que besarse en la calle?»

Si se quedara en eso, en comentarios negativos, éstos tendrían la misma importancia aquellas arengas racistas de Luis Aragonés en un entrenamiento; es decir, más bien poca, pues se dieron en un ámbito, el deporte, en el que un jugador de raza negra tiene las mismas posibilidades de triunfar y el mismo sueldo que uno de raza blanca.  Además de que las palabras del entonces seleccionador español de fútbol fueron sacadas de contexto: ¿cuántas veces habrá gritado «defendemos como maricones»? ¿Es por eso homófobo? ¿O misógino por gritar «corremos como nenas»? Como buenos turistas del pensamiento le damos mucha importancia a la forma—, “¡qué no haya pelos en el baño del hotel!”—pero poca al contenido.  Los hubo que se escandalizaron con el caso Aragonés, pero que dicen sin pestañear que están en contra de los matrimonios o adopciones homosexuales.

¿A favor de discriminar a un ser humano y privarle de sus derechos constitucionales?  Todos somos discriminados a diario. Yo, por ejemplo, quisiera ser profesor de japonés, pero, independientemente de mis derechos constitucionales, se me impide cumplir este sueño por el pequeño detalle de que no sé una palabra del mencionado idioma.  ¿Acaso no somos todos iguales? ¿Entonces por qué se me priva de mi derecho a enseñar japonés? Por no hablar de mi derecho a estar en la final del mundial. Sólo he jugado a fútbol entre amigos, así que más a mi favor: ¡reclamo mi cuota de gloria futbolística!  Nuestras sociedades del mérito están basadas en discriminar a unas personas en relación a otras de acuerdo con sus habilidades, así que la pregunta no es si alguien es o no discriminado, sino las razones que han justificado dicha discriminación. En el caso de mi intención de enseñar japonés la lógica es clara: por la supervivencia del idioma japonés es conveniente que los profesores que lo enseñen sepan alguna que otra palabra. Y en el caso del mundial pocos pagarían por verme jugar. Al menos pocos aficionados al fútbol.

De modo que llegamos al verdadero tema. ¿Hay razones para discriminar a parejas de homosexuales a la hora de casarse o adoptar? Algunos estudios sugieren que los niños que se educan con una pareja homosexual no sólo no tienen ningún problema adicional, sino que incluso tienen los beneficios añadidos de ser más tolerantes y haber difuminado los límites tradicionales de los sexos a la hora de hacer las labores domésticas. Ésto no significa, por supuesto, que las parejas homosexuales sean mejores, sino simplemente que tienen ciertas peculiaridades que, en el ambiente adecuado, pueden ser ventajas para el niño. Del mismo modo que los hijos de diplomáticos van a tener más facilidad para los idiomas. Y si los diplomáticos u homosexuales son pianistas, también para la música. Y si a los diplomáticos, homosexuales, o diplomáticos homosexuales (el ejemplo se está complicando) les gusta la petanca, probablemente, también para tan venerable deporte de riesgo. O todo lo contrario: tan común como aprender por imitación es hacerlo por oposición.  Así que en este aspecto no serán diferentes a cualquier otra familia. Éste artículo no pretende ser una loa a ningún tipo de familia, sino simplemente aclarar que la discriminación de una persona o colectivo debe estar basada en fundamentos muy sólidos. Para privar a una persona de su libertad física, por ejemplo, no basta con decir con qué no nos cae bien o que no nos gustan sus hábitos, sino que tiene que haber incumplido una ley y dicho incumplimiento debe ser probado en un proceso legal.  ¿Qué razones hay para discriminar a un individuo en base a sus orientaciones sexuales?

Hasta hace no tanto la homosexualidad se criticó (y se sigue criticando en medio mundo) con razonamientos (o mejor sería decir sinrazonamientos) del tipo»porque siempre ha sido así» o «es lo natural.» Siempre ha habido guerras y eso no significa que fueran buenas y en cuanto a la naturalidad de la procreación como consecuencia del sexo, ¿no tendrá nada que ver con que una parte muy importante del poder militar de un estado, reino o condado, era el tamaño de su población? El crecimiento demográfico ha sido relacionado en muchos momentos de la historia con poder y prosperidad, lo cual, en vista de nuestro mundo superpoblado, tal vez haya dejado de ser el caso. El personaje de Dios del Antiguo Testamento ya no les diría a los hombres que fueran fértiles y poblaran el mundo. No es cuestión de defender un modelo de vida sobre otro, sino de entender que lo natural es lo que nos hemos acostumbrado a que sea natural y que, a menudo, es lo que como especie nos ha convenido que fuera natural. En la actualidad, por ejemplo, el sexo tiene una cantidad de connotaciones que no ha tenido en el pasado. ¿Acaso esto lo hace menos natural? ¿Las fantasías no son naturales? ¿La mente no es parte de la naturaleza? No hace falta explicar que lo que era natural para un campesino de le Edad Media, tras un día entero cultivando la tierra para sobrevivir, tiene poco o nada que ver con lo que pueda parecerle natural a una sociedad algo más ociosa como la nuestra.

Últimamente el debate ha variado ligeramente y el ataque a la homosexualidad ha derivado en defensa de la infancia. Es decir, los derechos del menor priman sobre los del ciudadano. Les reconozco que puedo ser convencido de que un hijo de homosexuales, en el año 2008, tenga ciertas desventajas con respecto a los hijos de parejas convencionales. Problemas, por cierto, menores que los que hubieran tenido hace dos, cinco o diez años. Y que decir de 1955, mal año donde los haya para tener padres o madres (o padres y madres) del mismo sexo. Se ha hablado de la crueldad de los niños como si ésta no fuera un reflejo de la de sus mayores. ¿Recuerdan aquellos niños gitanos y magrebíes a los que los padres de sus compañeros quisieron impedir que compartieran aula con sus hijos? ¿Es eso beneficioso para el menor? Poniéndome mi disfraz de Freud les diré, por ejemplo, que el que todo un colegio se movilice contra tu familia podría generar cierta desconfianza por parte del menor en la decisión de las mayorías y, por tanto, en la democracia.

«La mayoría quería sacarnos del colegio…; ¿la mayoría siempre tiene razón?»

Afortunadamente, la mayoría era otra y los tribunales intervinieron. ¿Pero acaso se recomendó entonces a gitanos y magrebíes que no tuvieran hijos pues, en cuanto a su escolarización, partirían con desventajas? O aquellos tiempos, no tan lejanos, en el que los niños miraban de manera extraña a sus compañeros cuyos padres estaban divorciados. Parte de la educación de un niño es explicarle que algunas personas, víctimas de la ignorancia, cometerán actos por los que, lejos de sentirse agredidos, tienen que sentir compasión. ¿Desde cuándo la víctima de una discriminación tiene que pagar por los efectos nocivos de esta discriminación siendo víctima de una nueva discriminación? ¿Qué hubiera pasado si hace doscientos años se hubiera hecho un estudio de inteligencia de las personas de raza negra? Posiblemente se hubiera llegado a la conclusión de que su inteligencia era menor que las de las personas de raza blanca. En primer lugar, los blancos habían definido el concepto de inteligencia (libros, estudios, cultura, etc.), e, independientemente de definiciones, los blancos llevaban cuatrocientos años de ventaja.  Así que había muchas más posibilidades de que el próximo Shakespeare fuera blanco que negro. ¿Era un razonamiento válido para decidir que los negros no debían tener acceso a la educación?  Sabemos que hubo quien lo defendió y sabemos, por supuesto, que no tuvo razón y por qué no la tuvo.  Y años después sabemos que algunas de las grandes figuras del arte y pensamiento del último siglo americano han sido afroamericanos.

Así que para sustentar una discriminación hay dos puntos a probar. En primer lugar, que un niño que crezca en un hogar homosexual va a tener desventajas tangibles. En segundo, que éstas desventajas, de existir, no provienen de pasadas discriminaciones. La lógica de éste último punto es que una vez cesen las discriminaciones también lo harán los efectos negativos para el niño. Sin probar estos dos puntos cualquier medida caerá en la infinita crueldad de penalizar a la víctima por el simple hecho de ser víctima.

Analicemos ahora algunos de los argumentos esgrimidos en contra del estilo de vida homosexual. Se ha hablado de la menor estabilidad de las parejas homosexuales, olvidando que se han comparado a matrimonios heterosexuales y que el matrimonio es un factor de estabilidad y un paso previo a otros factores de estabilidad, como la compra de una vivienda o la educación de unos hijos. ¿Qué es la estabilidad? En los últimos tiempos ha bajado el número de parejas que seguían casados por presiones sociales o impedimentos legales; desde el punto de vista de los hijos, ¿les hace eso parte de un núcleo familiar menos estable? ¿Cómo se mide la estabilidad? ¿Sólo por el número de años que una pareja, que quizás no se soporta, vive bajo el mismo techo? ¿O es más bien un valor espiritual? ¿Dos miembros de carácter inestable que no se divorcian forman una familia más estable que dos miembros de carácter estable que lo hacen?  Aún aceptando la estabilidad como un valor positivo, hay mucho que debatir sobre como definirla y el que una pareja homosexual permanezca menos tiempo unida—entre otras cosas porque sólo recientemente ha accedido a factores de estabilidad como el matrimonio o la adopción—, sigue sin justificar ningún tipo de discriminación.

También se ha comentado que alterar la familia tradicional lleva a todo tipo de aberraciones. Por ejemplo, a familias de seis cónyuges. «O quince, ¿por qué no?», preguntan algunos convencidos defensores de la moral tradicional. A lo que les contestaría: «sí, ¿por qué no?»  Pero en todo caso la conveniencia o no de familias de seis o quince cónyuges es otro debate y quererlo mezclar con éste demuestra las limitaciones del argumento con el que se justifica la discriminación que nos ocupa en éste artículo. Y es que la exageración de la posición contraria, al estilo de que no hay que investigar con células madre porque sería abrir la puerta a experimentos genéticos, es uno de los más viejos instrumentos argumentativos. ¿O qué decir de los que dicen que aceptar todas las tendencias sexuales es abrir la puerta a qué un pederasta diga que su tendencia sexual son los niños de 10 años? Si yo digo que mis tendencias sexuales incluyen comerme mujeres de dieciocho años, ¿acaso no violo la ley porque seré heterosexual y respetaré la mayoría de edad? Para eso están las leyes. Las leyes no hablan de lo que es bueno o malo en términos absolutos, sino de lo que una sociedad ha acordado como bueno o malo. Hasta ahora habíamos acordado como buena la heterosexualidad y mala la homosexualidad. Ya no es el caso y otros temas son precisamente eso: otros temas.

Otro de los perjuicios apuntados es que en una familia de miembros homosexuales no habrá un padre y una madre. ¿Pero qué es un padre y qué una madre? No hablamos de progenitores, si lo hiciéramos las parejas heterosexuales tampoco podrían adoptar, sino de figuras paternas y maternas. Los tradicionalistas dicen que las madres están más capacitadas para cuidar de sus hijos y los padres para lograr el sustento económico. La segunda parte ya ha sido rebatida por la emancipación de la mujer, así que pasemos a la primera: ¿no serán las mujeres mejores madres porque sus expectativas han estado circunscritas al papel de madre? Incluso cuando trabajaban era siempre y cuando no interfiriera con lo que se llamaban sus verdaderas obligaciones. En la actualidad las parejas jóvenes comparten las labores domésticas y, cada vez más, el cuidado de los niños. En cuanto a quien ha llevado el niño donde durante nueve meses no hace falta ser escritor de libros de ciencia ficción para imaginarse una sociedad en la que la mujer le diga a su hombre:

«Yo ya he hecho mi parte durante nueve meses, ahora te toca a ti…»

O una más cercana en la que, analizando las obligaciones profesionales y los momentos personales de los dos cónyuges, la pareja decida quien de los dos toma la baja por maternidad o paternidad. Así que repito la pregunta: ¿qué es un padre y qué una madre?

Para terminar, decirles que no sé, ni falta que hace, si el mundo que viene me gusta.  Como he dicho antes, somos individuos nostálgicos y bastante desconfiados al valorar el porvenir: lo antiguo es cultura, lo de nuestro tiempo calidad y generación tras generación repetimos la idea de que las nuevas generaciones ya no viven según los «verdaderos valores». Pero el gusto no tiene nada que ver en todo ésto y si lo tiene, si hemos reducido el debate sobre la discriminación de las minorías a lo que nos gusta o no, permitan que les informe, amigos de la moral tradicional, de que están privando a seres humanos de sus derechos por una cuestión de gusto y de que las leyes tienen como objetivo principal evitar que nuestras sociedades sean regidas por valores estéticos. Si lo que me dicen es que no les gustan las parejas homosexuales o la idea de que adopten niños, me encogeré de hombros y, con una condescendencia que no les hace bien ni a ustedes ni a mí, me reafirmaré en la idea—estética y de gusto, así que le tengo cierto cariño: la nostalgia, el hábito y la necesidad de controlar el mundo de las que hablaba antes—, de que el mundo está lleno de imbéciles. Y lo está. Y si no lo está no pasa nada, pues no propongo privar de derechos a los que me parecen imbéciles. Privar de derechos, eso es lo que se argumentó hace no tanto tiempo y por eso encogerse de hombros no fue suficiente. Ni lo fue ni lo es. No es necesario que eliminemos los prejuicios nostálgicos de nuestra identidad, pero es inadmisible que no los erradiquemos de nuestras leyes.

Foto: Editada por DFV utilizando las siguientes imágenes: Foto 1, Foto 2, Foto 3, Foto 4, Foto 5, Foto 6, Foto 7

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