Hace ya unos meses que me mudé a Cuba. El mar, la arena blanca…ciertamente hay mil razones para vivir en Cuba. Por las mañanas me gusta coger el saxofón e irme al paseo marítimo de La Habana y allí me paso horas y horas, días y días, tocando, y miro a las chicas pasar y pienso, de verdad que lo pienso, que es una pena que no todos se vengan a Cuba. Y es que ya lo decía mi abuelo, a quien “le gustaba por la mañana, con el café bebido, pasearse por la Habana, con un cigarro encendido.» A él, antes de ser el anciano que recuerdo y que conocí en los primeros quince años de mi vida, también le gustaba vivir en Cuba. O eso al menos me dicen. Me lo dicen los demás de mi familia, todos esos a los que nos les gusta vivir en Cuba. Como mi padre, que trabaja para evitar que la gente venga a Cuba.
Si pudiera cambiarme por alguien me cambiaría por Charlie Parker. Pero yo no me moriría drogado en Nueva York, porque yo hubiera cogido mi arte y no me lo hubiera llevado a París, ni tampoco a California…no, yo me hubiera ido lejos, muy lejos, lejos de Harlem, lejos muy lejos, donde nadie me pudiera venir a buscar. Y desde allí, desde Cuba, desde lejos, muy lejos, es desde donde les hubiera regalado mis dedos de ángel, mis pulmones de superhombre. Y hubiera vivido más de treinta y cinco años. En Cuba.
Pero yo no soy Charlie Parker, entre otras cosas porque me llamo Harry Hernández Jr., y no nací en Kansas City, sino en Washington D.C., donde mi padre es miembro del Congreso de Estados Unidos. Él me prohibió terminantemente que viniera a Cuba, me dijo que hay que esperar a que se muera «noséquien,» (el mismo que echó a mi abuelo), para que así, con «noséquien» muerto, ya podamos entrar en la isla y comprarlo todo a precio de saldo. No, eso no me lo dice mi padre, porque mi padre siempre habla de otras cosas, como la democracia, los derechos humanos y cosas por el estilo. A mi no me importa llamar a las cosas por su nombre porque, desde que vivo en Cuba, he desarrollado ideas propias, que sin embargo prefiero no manifestar, ya que cuando lo hago me sacan de Cuba, me devuelven al mundo de mi padre y de todos los que son como mi padre. De todos los que están fuera de Cuba.
—¡Harry Hernández!
Aquella voz me sacó de Cuba por unos minutos.
—Sí, profesor—contesté tímidamente, en tono casi inaudible, aún algo confuso tras tan inesperado y traumático regreso.
—¿Está Harry Hernández en clase?
—Sí, profesor, estoy aquí…—repetí, esta vez en voz más alta, lo cual es corroborado por el hecho de que esta vez me oyó.
—Ah, señor Hernández, perdone, no le había oído…Por favor, pase por mi oficina después de clase.
—¿Después de esta clase?
Ante aquella pregunta algunos de mis compañeros se rieron. Me extrañó, pues yo no era consciente de haber dicho nada gracioso…aunque quizás sí lo había dicho…no, no lo había dicho, tal y como se encargó de confirmarme el señor profesor. No es lo mismo, aunque a veces parezca igual: había dicho una tontería.
—¡Claro que después de esta clase! ¿De cuál sino?
No lo sabía. En realidad no sabía nada, tan sólo que tenía que ir a ver al profesor tras aquella clase y que, pues acababa de comenzar, quedaban más de cincuenta minutos para su final. Más de cincuenta minutos para irme a Cuba.
Desde mi silla, recostado ligeramente sobre el pupitre, y con cara de haber trabajado muy duro durante el día, me dije que me merecía un descanso. Era el momento de tomarse una copa.
«Pascual. ¡un HH!»
La taberna de Pascual, ¡quien no conoce la taberna de Pascual! Aquí se beben los mejores cocktails de Cuba. Le pedí un HH, mi bebida favorita y bautizada en mi honor. El HH esta compuesto de ron y de muchas otras cosas que Pascual sabe que me gustan.
«Hola muchacho,» me dijo Pascual.
«Amigo Pascual, ¿cómo estamos esta noche?»
«Muy bien…¿Cómo van esas composiciones de jazz? He oído que te estás haciendo muy famoso en tu país…»
«Cierto…»
Seguí ésta afirmación de un comentario increíblemente ingenioso, del que ahora la verdad es que no me acuerdo muy bien, pero que a buen seguro el escritor de alguna de mis biografías se encargó de apuntar.
«¿No crees que ya va siendo hora de que regreses?»
«¡Nunca! Con lo que me costó escapar. Ahora estoy en Cuba, ¡en Cuba!»
«¿Sabes que dice la ley del mar…?»
«Que todo hombre debiera vivir rodeado de muchos litros de agua, de playa y de sol, porque sólo así la vida es soportable.»
—Señor Hernández, ¿sería mucho pedir que me contestara hoy?
—Perdón…
—Le he preguntado por la ley del mar…
—Que todo hombre debería vivir rodeado de muchos litros de agua, de playa y de sol, porque sólo así la vida es soportable.
—¿Se está usted riendo de mí?
—No…¿por qué? Yo no me río…—y viendo que era el único que no lo hacía, pues el resto de mis compañeros se estaban desternillando—…son ellos los que se ríen.
—Se ríen de la estupidez que acaba de decir.
—Lo siento señor profesor, pero esa es la única ley del mar que se me ocurre…
—Yo no quiero que se le ocurra la ley del mar, quiero que la sepa. ¿Y sabe usted cómo la puede saber la próxima vez?
—No.
—Estudiando, señor Hernández. Hablaré con usted después de clase…Y no hace falta que me pregunte «si después de esta clase.»
Desde luego, es cierto eso de que los profesores están para aclarar las dudas, pues el señor Smith, doctor en Derecho Internacional y profesor de dicha materia en la universidad de Jorgeciudad, me había resuelto la mía antes incluso de poderla formular. Después de «esta» clase. Eso me daba veinte minutos más para irme a Cuba.
«¿Quieres que os toque algo, Pascual?»
«¿Llevas contigo el saxofón?»
«Siempre, siempre…Es como una parte de mí. No, más que eso, mucho más…Pues no es una parte cualquiera, sino la que me deja ser quien soy, la que me da una identidad. Y si Dios no me dio el saxofón al nacer, de la misma forma que me dio un brazo o una oreja, es porque Dios nunca nos pone en el cuerpo aquello que nos convierte en quien somos, sino que nos lo escribe en el alma, para que así podamos encontrarlo. Y yo encontré a mi saxofón…Míralo, aquí está.»
«Pues toca mi hijito, toca…»
No les puedo describir en palabras como sonaba aquello, porque si las palabras por lo general no alcanzan a describir los sonidos, mucho menos las melodías de Cuba. No, no hay manera de describir como toqué Just Friends, o como…Imagínenme, alto, esbelto, con mi cabello negro como el carbón engrasado hacía atrás y un pequeño pequeño bigote que ensalzaba mis masculinas facciones. Mis carrillos se hinchaban cada vez que me disponía a regalarle un trozo de alma al aire—un trozo de aire al alma–el cual volaba y tras por el camino juguetear con las mesas y sillas de la taberna, incluso con las botellas, entraba acariciando los agradecidos oídos de Pascual y de sus clientes. Un HH se tomó por el camino mi trozo de aire. Just Friends. Ese es el único tipo de arte que merece que nos esforcemos, el que comunica, el que dice lo que no sabemos decir de otra manera. Just Friends.
—¡Señor Hernández! ¿Sería mucho pedir que dejara usted de cantar?
—¿Perdón?
—Ya sé que probablemente su intención sea la de alegrarnos un poco el día y hacer este aula un poco más agradable…pero aún así, le agradecería que dejara de cantar.
—No estaba cantando.
—¿Cómo?
—No estaba cantando.
—¿Se atreve usted a llamarme mentiroso?
—No le he llamado mentiroso…
—Usted ha dicho…
—…que no estaba cantando.
—Señor Hernández, todos le hemos oído. Usted cantaba.
—¿De verdad? Vaya, que extraño, yo hubiera jurado que estaba tocando el saxofón.
—Señor Hernández, se está usted pasando…
—Perdón, de verdad que lo siento. De verdad que no era mi intención cantar. Creamé, yo quería tocar el saxofón.
El profesor miró al cielo y en él buscó la paciencia para no mandarme a cierto lugar, el cual, dicho sea de paso, no está en Cuba. Creo que incluso intentó comprenderme…¿pero cómo iba a hacerlo si él nunca ha estado en Cuba? Claro que ese era su problema, no el mío. Y es que en realidad yo no tenía ningún problema, o al menos no de momento, no en los próximos diez minutos, en Cuba.
Y cual sería mi sorpresa cuando me vi que Pascual, ese Pascual que llevaba más de dos años sirviéndome copas con su agradable sonrisa, sabía tocar los timbales. Le miré con cara de extrañeza, «¿tú Pascual?» Él me sonrió una vez más. Cambié de pieza, ahora era Mangue Mangue. Vaya pareja, aquello, amigos, ha sido una de las cosas más grandes que ha visto el jazz en su historia. Pascual-y-Harry-Hernández-en-la-taberna-de-Pascual-tocando-Mangue-Mangue, que gran momento, y se perdió, como se pierde todo aquello en lo que el hombre, por suerte, fracasa en su increíble manía de conservar, de guardar, de grabar y de revivir…Bien, yo he revivido miles de veces a Monk y a Parker en Birdland, a Davis y a Coltrane, a Coltrane y a Monk…, pero sólo yo, yo y Pascual, junto a unas decenas de clientes, de amigos, vivimos aquel momento. Y es tan bonito vivir, tanto que, de repente, revivir parece morir; por mucho que uno pueda revivir genialidad y sin embargo sólo vivir humanidad. Sí, vivir siempre será más bonito. Claro que sólo viven los que aprenden a revivir, sólo son humanos los que aprenden a apreciar a los genios. Y he dicho apreciar, no idolatrar; a revivir su arte, no a utilizarlo de adorno, porque el arte no es un sombrero, o una nueva permanente, el arte no está para adornar a las personas sino para crearlas. Sin arte no habría hombres, sin mujeres no habría arte; sin arte el mundo pertenecería a todos aquellos que viven fuera de Cuba. Sí, sería suyo…O quizás ya lo sea. A todos esos que jamás han aprendido a revivir y que por eso no saben vivir, a todos esos que, porque siempre hablan de futuro y nunca miran al pasado, nunca sabrán crear presente. Ellos sueñan el pasado, para que parezca como hubieran querido que fuera, y miran, examinan, marcan y escrutan el futuro. En Cuba, por el contrario, lo que soñamos es el futuro, pues hemos aprendido a revivir el pasado—incluso a examinarlo, marcarlo y escrutarlo—para así vivir, aunque sea sólo por unos segundos, el presente. Y en mi presente, en ese que ahora es pasado y que para ustedes revivo desde ese futuro que ahora es mi presente, vivía, sí, vivía de verdad…Con Pascual y Mangue Mangue. No, ya no me quejaré nunca más por no haber nacido años antes y haber vivido todos esos momentos que no he podido sino revivir, ya no me quejaré porque, de haber nacido entonces, nunca hubiera vivido aquel momento en la taberna de Pascual. Y de no haberlo vivido nunca hubiera existido y el existir era la única manera en la que podía llegar hasta ustedes, porque nadie lo grabó y por tanto es imposible revivirlo. Sólo vivirlo. Vivirlo en Cuba. Bienvenidos a Cuba. Y hablando de vida, mi amiga está otra vez entre el público. No importa donde o cuando toque, que mi amiga estará allí. En la taberna de Pascual o en el Tropicana, donde toco cada medianoche, basta que suenen un par de notas y una luz, dos luces, las de sus ojos, aparecen como dos lunas en un cielo de estrellas. Y ya sé que ella está otra vez conmigo.
—Señor Hernández, ya sabe que quiero verle en mi oficina.
—Si, sí, claro…
Vaya hombre, ya la he hecho. No sé porque, pero las autoridades políticas de la isla no me dejan en paz. Creo que sospechan que soy hijo de su gran enemigo Harry Hernández Sr., el senador por el estado de Florida que tanto ha hecho por evitar que la gente venga a Cuba. Y no importa las veces que les diga que no es cierto, que les mienta y les asegure que, en realidad, soy hijo del propietario de un restaurante cubano de Miami: «¡de Kendall!» Meses llevó intentando convencerles y siguen sin creerme. Al menos una vez por semana me interrogan, entran dondequiera que yo y mi saxofón nos encontremos y me gritan: «¡a la oficina!» Y sé que eso significa que siguen creyendo que soy un espía. ¿Yo un espía? Vaya tontería. Una y otra vez me sacan de mi sueño de jazz para recordarme que Cuba es algo más, algo más de lo que prefiero no hablar. Algo muy feo. Al principio me escoltaban, no se fiaban de que verdaderamente fuera a presentarme en las oficinas gubernamentales, pero tras un tiempo y tras comprobar que nunca intentaba escaparme tras una de sus notificaciones sino que, por el contrario, me presentaba puntualmente allá donde ellos me indicaran, dejaron que fuera yo solo. Me decían la hora y el lugar. Y a esa hora y en ese lugar yo me presentaba.
Entre pasillos llenos de gente me abrí paso. La gente estaba callada y todos parecían tener prisa por llegar a algún lugar. También yo, pues me dí cuenta de que también yo estaba callado y también tenía prisa por llegar a algún lugar. Que diferente parecía todo, que diferente al resto de la isla, que diferente a dos minutos atrás cuando me encontraba tocando Mangue Mangue con Pascual ante la tierna mirada de mi amor secreto. ¡Cómo se pierden los momentos y cómo nos perdemos nosotros con ellos! De repente todo cambia y ya no reconocemos a la persona que entonces vivía en nuestro cuerpo. En la taberna de Pascual podrían haberme hecho cualquier cosa, cualquiera, que no me hubiera importado, porque en mi cuerpo vivía un ser que tocaba jazz y al que todo le daba igual. Ahora ya nada daba igual. Ahora estaba angustiado, no por que me fueran a quitar lo que más me importaba, la música, pues nadie podía hacerlo, sino por el mero hecho de que fueran a intentarlo. ¿Por qué? Aquel miembro del gobierno lo iba a intentar…¿qué le había hecho yo? ¿Sólo tocar el saxofón y tener el nombre equivocado?
—Señor Hernández, debo confesarle que estoy muy preocupado por usted…No, no me interrumpa…—me dijo él—Sabe que me une una gran amistad con su padre, que estudiamos juntos en la universidad y que yo mismo le recomendé a usted para que fuera admitido en Jorgeciudad. Pero usted era entonces tan diferente. Le recuerdo como a un muchacho ambicioso, callado, trabajador…consciente de lo que cuesta el triunfo y dispuesto a conseguirlo. Sólo dos años han pasado y me cuesta reconocerle, señor Hernández. No estudia, no presenta a tiempo los deberes y su presencia en clase no es más que eso: presencia. Ya sé que estas edades son difíciles, que la incertidumbre ante el futuro, unida a las muchas cosas que siempre pasan en la vida de un joven, pueden hacer que perdamos el rumbo…He de reconocerle que, además, yo le entiendo de manera especial, pues yo también fui un joven inquieto, preocupado por muchas cosas que nada tenían que ver con mis estudios. También yo fui rebelde. Recuerdo que una vez incluso me olvide de entregar un ensayo…¡Así de inmerso estaba en las manifestaciones contra la guerra del Vietnam!
—Siempre los malditos americanos, le entiendo…
—¿Perdón?
—Le decía que siempre los malditos americanos, metiéndose donde nadie les llama.
—Bueno, señor Hernández, lo que acaba de decir no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando…—el miembro del gobierno pausó por un momento—si bien no puedo sino pedirle una explicación…
—Es lo que pienso. Aunque no me lo tome en cuenta, no lo digo para agradarle, porque la verdad es que no me importa lo más mínimo donde se metan los americanos mientras no se metan en mi vida.
—No le entiendo…¿acaso no quiere usted a su país? ¿Y por qué me dice eso de agradarme? Yo quiero a mi país…De acuerdo que toda gran nación comete errores pero…
—¿Lo dice por lo de los rusos?
—Sí, también por eso, como parte implicada nos corresponde una parte de la culpa pero…
—No se excuse, entiendo que los negocios son lo primero.
—Es cierto que la guerra fría fue un negocio…pero no creerá usted que eso fue todo…que no había algo más, una ideología, una causa…
—Ni lo sé ni me importa. Además, ya le he dicho que no les condeno por ello.
—¡Pero usted no puede hablar así! La verdad, no sé que pensaría su padre en caso de oírle…
—¿Mi padre el dueño del restaurante cubano?
—¿Así le llama? ¡Ja! Más respeto debiera mostrar por él…su padre ha sido un hombre que ha trabajado muy duro.
—Desde luego que sí. Se pasa el día friendo arroz y tostones. Desde la seis de la mañana a las diez de la noche.
—Su padre ha hecho mucho por su país y debiera agradecérselo.
—Mire amigo mío…Le he dicho mil veces que mi padre, el Harry Hernández Sr. que aparece en mi pasaporte, no es el hombre que usted cree. Mi padre es el dueño de un restaurante cubano, no el senador que tantas perrerías les ha hecho en los últimos años a sus compatriotas. Mi padre no tiene nada que ver con ese Harry Hernández que está intentando matar de hambre a la gente de su propia tierra para así poder comprar más barato cuando se muera el señor de la barba. No, no, nada de eso. Ya se lo he dicho, mi padre es el dueño de un restaurante cubano.
—Habla usted como un comunista…
—Pues no lo soy. Ni socialista, ni fascista, derechista o falangista, nihilista, malabarista, o callista. Eso sí, le reconozco que un poco cuentista…La verdad, me da todo igual, eso es lo que han conseguido toda le gente como mi padre, todos esos que son como mí país, proclamando unos objetivos pero escondiendo sus verdaderas razones para conseguirlos. En el mundo hay democracia, hay libertad, hay comprensión entre las razas, o eso dicen al menos, y sin embargo nunca ha habido un sociedad cuyos miembros fueran tan insoportablemente cínicos y discriminatorios. Una sociedad de amor que odia por dentro. Claro que a mí todo eso no me importa. Sólo les pido que no me contagien.
—¿Y qué hace al respecto? ¿Qué hace para solucionar todos esos grandes males? Además de quejarse, claro está…
—Vine a Cuba, ¿no es eso suficiente?
—¿Se está usted riendo de mí?
—¿Por qué iba a hacerlo? Lo único que quiero que le quede claro es que no me importa su maldito gobierno, ni su señor de barba, porque mi padre es el dueño de un restaurante cubano y, en comparación con lo que he dejado atrás, su maldito señor de la barba…Mire, le voy a ser sincero, su señor de barba ojalá se muera pronto, pero he de reconocerle que al menos es alguien que ha vivido acorde a algo. Le seré más sincero aún, su señor de la barba es un cerdo, un idiota, un vano al que le han sobrado muchos años de vida, pero que ha tenido la suerte de que gente como mi padre le hayan hecho aparecer como el bueno de la película. Sí, son gente como mi padre los que han hecho feos los ideales bonitos, los que a base de instaurar democracias por conveniencias han hecho que hasta la democracia dé asco. Esos y los terroristas que, con la tranquilidad de los que se saben jugando con ventaja, hablan con armas en tiempos de paz. Eso de querer conquistar ideales con las armas, o incluso poder, hubiera estado muy bien cuando el enemigo estaba armado, cuando uno mataba y se exponía a que a cambio le matasen. Pero ahora no…ahora es de cobardes. Tambien ellos han hecho que la democracia me dé asco…Y es que los hay que por no merecer no merecen ni voz. O todos esos que hacen lo correcto, dicen lo correcto, pero cuya alma no vale nada, todos esos que no llamarán maricones a los homosexuales, ni negros a los «afronosequé,» pero que si de ellos dependiera los meterían a todos en una gran hoguera. Sí, también ellos…
—Señor Hernández, me temo que no entiendo de que está usted hablando…
—¿Quiere un ejemplo? Le voy a contar el de un amigo mio. Es un buen chico, de una importante y respetable familia católica. Él también vota y él también dice que la libertad es importante. Su familia controla un país cuyo nombre no viene al caso. Tiene bancos, escuelas, poder en el gobierno…Un día su familia decide que no es suficiente con hacerse ricos a base de explotar a los pobres y que, siendo los negocios tan fáciles, porque no hacer algo más. Le piden un prestamo al gobierno, el cual el gobierno les concede pues ellos lo controlan, y al día siguiente deciden llevarse ese dinero y mucho mas a su banco de Miami. Así de fácil. Llevarse el banco, ¿quién dijo que los negocios eran difíciles! «Tú me das dinero y yo me lo quedo.» Quinientos millones de dolares. Que bien. Y después esos serán los que dicen que no vuelven a su país porque la situación es complicada, o los que compraran poder dándole dinero a grupos como el que lucha contra su señor de la barba. La verdad, como ya le he dicho, entre todos están haciendo que hasta le tenga simpatía. Y no debiera.
—Mire señor Hernández, no sé porque me dice eso ‘de mi señor de barba…’ y si es una ironía refiriéndose al presidente de nuestra universidad, he de decirle que no le veo la gracia.
—No ha sido mi intención faltarle al respeto.
—Entendido. Mire, no voy a decirle que el mundo sea justo, y a mí tampoco me gusta que pasen esas cosas de las que usted me está hablando. Pero déjemonos de grandes causas, las cuales no vamos a poder resolver de todas formas, y concentrémonos en las que sí podemos hacer algo por mejorar. Como la suya. Es usted quien me preocupa. Está bien, olvidémonos de su padre, cuya mención veo que prefiere usted evitar, y también de la amistad que me une a él…
—Le debe gustar el arroz con tostones…
—Sí, supongo que sí. Bueno, olvidémonos ahora del senador…mejor dicho, del propietario del restaurante cubano…
—Me parece justo, pues, como quizás ya sepa usted, el propietario del restaurante cubano se olvida de las personas en cuanto dejan de serle útiles.
—Nunca se ha olvidado de mí.
—Señal de que usted le es útil todavía.
—Me parece, señor Hernández, que juzga usted muy a la ligera una amistad que se remonta ya a más de treinta años. Conozco bien a su padre…
—Sí, supongo que mejor que yo.
—Yo no he dicho tanto.
—El que lo dice soy yo. Efectivamente, le conoce usted mejor que yo, mucho mejor que yo…al propietario del restaurante cubano…No me cabe la menor duda. Eso demuestra que yo tengo razón. Supongo que a mí nunca me ha necesitado.
—Me horroriza oírle hablar así de alguien que siempre se ha desvivido por usted.
—Usted lo ha dicho: se ha desvivido. Una pena que nunca se le ocurriera vivir por mí.
—Es usted injusto.
—No lo niego. Pero usted también lo es. Si bien la diferencia es que usted me obliga a ser víctima de sus injusticias, mientras que yo no le obligo a ser víctima de las mías. No olvide, señor de la oficina de emigración, que es usted quien me ha llamado.
—Veo que esta conversación no nos lleva a ninguna parte. Mira Harry, voy a serte sincero, corres riesgo de ser expulsado de la universidad. Todos tus profesores se quejan de ti, dicen que te tomas a broma las clases, y si te he llamado es con la esperanza de que entraras en razón…A ninguno de nosotros, incluido al presidente de la universidad, le gusta la idea de expulsar al hijo de uno de los senadores más importantes del congreso de los Estados Unidos…
—¡Pero si ya le he dicho que mi padre es el dueño de un restaurante cubano en Miami!
—¡Basta ya de tonterías! Mira Harry, te conozco desde que ibas en pañales, y te voy a avisar por última vez. A la próxima te vas de aquí. Punto. Y no será conmigo con quien trates la próxima vez sino con…
—¡Con el señor de la barba!
—No creo que a nuestro presidente le gustara esa broma tuya acerca de su barba.
—¿Broma? ¿Acaso la barba es postiza? ¿No verdad? Entonces, no entiendo porque se iba a ofender.
—Veo que no sirve de nada. Bien, allá tú, Harry. Sólo te aviso de que no sigas contando conque te vaya a salvar el ser hijo de quien eres hijo. Todo tiene un límite y tu padre sabe que hemos hecho todo lo posible por devolverte al camino adecuado…Que no podemos permitir que te saltes las reglas constantemente…
—Mire señor de inmigración…
—¡Decano Smith, si no te importa!
—Mire señor de Inmigración, Decano Smith. Aunque a veces pueda parecerle lo contrario, yo no he venido a este lugar a saltarme las normas. No, de verdad que no. He venido a Cuba a aprender y a vivir: a educarme. Y si una persona que intenta educarse choca contra las normas, eso significa que las normas no son las adecuadas. Ya sé que están ustedes muy orgullosos de su talentoso grupo de estudiantes, que muchos de ellos algún día serán, al igual que mi padre, dueños de restaurantes cubanos. Pero eso no tiene nada que ver con educación. Mi padre, pese a sus dos carreras, su máster y doctorado, tiene menos educación que un campesino…Educación es madurar como persona y gracias a ello progresar en la sociedad, y no, tal y como ustedes parecen promover, progresar en la sociedad escondiendo que en realidad no se ha madurado. Sus estudiantes son niños al llegar y niños al irse, siendo la única diferencia que, tras cuatro años, saben esconder a los ojos de los demás sus infantiles debilidades. Y recitar a Whitman a la vez. Y es que nadie dijo que uno deba dejar de ser niño para triunfar…Pero la educación no es eso, debido, entre otras cosas, a que la educación nada tiene que ver con el triunfo. Querido señor de Inmigración, amigo Decano Smith, Decano, vaya un nombre bonito…con mis cientos de defectos, con mis mil errores, creo que yo estoy dándole el verdadero valor a esta isla, el valor que se merece, y no aquel que le dan la mayoría de sus demás habitantes y que sólo piensan en llenar sus curriculums. ¿Las normas no están hechas para mí sino para ellos? Entonces chocaré contra las normas y, si es necesario, y con todo el dolor del mundo, aceptaré mi expulsión de la isla…Pero nunca me iré. Tengo derecho a estar aquí y será su estupidez la que me robe ese derecho. Si algo soy es terco, ¿qué le voy a hacer?
—Señor Hernández, todos sabemos de su poca disposición al trabajo…
—No, de eso no sabe usted nada.
—Su padre me lo ha comentado más de una vez…
—Mi padre cree que todo lo que no sea hacer arroz con tostones no es trabajo.
—¡Abandono! Veo que hablar con usted no lleva a nada. Buenos días, señor Hernández, espero que recapacite.
—¡Recapacitar! Sí, claro que recapacitaré…Por desgracia es parte de mi naturaleza. Pero no espere ningún resultado positivo; la futilidad de todos mis actos también es parte de mi naturaleza. Buenos días, señor Decano Smith.
Esta fue la deliciosa e instructiva charla que tuve con el jefe de la oficina de emigración, el muy honorable Don Decano Smith. Ni que decir tiene que ésta me causó un gran efecto; tanto que, en los siguientes veinte segundos, me fue imposible pensar en nada más. ¿Veinte? ¿Qué digo veinte? Quizás fueran incluso treinta. Sí, treinta segundos me costó sobreponerme a la influencia del señor Smith, a su elocuencia, a su intensa mirada, a la majestuosa manera en la que se restregaba la mano por la nariz. Sí, todo era poder en Don Decano. Todo era fuerza.
Si algo influyó en que me pudiera librar del recuerdo de aquellas palabras, del poder de aquella mirada, fue el que poco después me volvía a encontrar en el exterior; al amparo del cielo, acariciado por el sol y en un precioso día de primavera. No, en el cielo no había ojos de Decanos, ni siquiera dueños de restaurantes cubanos. Hablando de tostones, al comprar el periódico, el cual curiosamente era el Washington Frost, lo cual, supongo que demostraba que no era cierto eso de que el señor de la barba vetara la entrada de noticias del extranjero, me sorprendió ver a mi padre, a mi querido padre, en la portada del mismo y anunciando, como no podía ser de otra forma, que los tostones en la isla debían ser, y sin falta, cada vez más escasos.
«Hay que Endurecer el Embargo.» rezaba el titular.
Y la verdad es que poco tenía de extraña aquella manía de mi padre de racionar los tostones pues, como saltaba a la vista, éstos le eran cada día más necesarios si quería impedir que su expansivo cuerpo, especialmente en la zona abdominal, muriera por falta de cuidados. No había que jugar. Era necesario que todos los tostones se quedaran en casa, pues de lo contrario el estómago de mi padre podía morir por desnutrición. ¿Qué era aquella locura de mandar ayuda a los cubanos? No, había que ponerse duros, pues su líder parecía gozar de buena salud y si su líder gozaba de buena salud era señal de que todos los cubanos también gozaban de ella, así que no había razón para temer que la gente se muriera de hambre. Uno no tenía más que mirar al señor de la barba, con sus pelos tiesos y mofletes rechonchos, con su perfecta silueta de deportista; ¿no es un líder el estandarte de su pueblo?; ¿cómo temer por el pueblo viendo la perfecta salud del señor de la barba? Además, incluso de ser cierto aquello de que la población estaba pasando por ciertos apuros económicos, siempre había la opción de que las mujeres se ganaran la vida acostándose con los turistas y siempre habría viejas ricas que viajaran a la isla para premiar con sus encantos, líquidos encantos los suyos, a los guapos cubanos. Sí, la economía florecía en la isla, así que para qué preocuparse. Lo importante era evitar que los tostones siguieran alejándose del estómago de mi padre.
Además, como rezan las «Coplas (mientras se espera) a la Muerte del señor de la Barba:» Una Copla en verso,
si se morían
que se muriesen,
si no tenían dinero
que no lo tuviesen,
pues algún día,
o al menos eso parece,
el señor de la barba se moriría,
ojalá se muriese,
y con sus tostones mi padre podría…
Y otra en prosa,
«…cantando canciones de democracia y conciliación, comprar terrenos y casas, incluso playas y gente. Y sería como pagar con tostones, como si el dinero fuera de mentira; un monopoly gigante, con mar y con personas, un mar sucio y lleno de bronceador y unas personas que llevan décadas vendiendo su alma al diablo. Y sus cuerpos a los turistas. Así que no hay porque preocuparse por ellos, que les haremos un favor al comprarles a precio de saldo y enseñarles a destrozar el idioma en esa deliciosa forma que llevamos décadas perfeccionando en Miami.»
Hablando de mi padre, aquella mañana me tocaba reunirme con su expansiva anatomía. Al verle, temí que estuviera pasando por algún problema de salud, pues su estómago había disminuido de manera notable. Asustado, nervioso, creyendo que mi progenitor se estaba deshinchando y que algún día se iría volando como si fuera un balón de playa, le pregunté cual era la razón de aquel penoso estado en el que se presentaba ante mí, a lo cual él contestó, no sin antes hacer el inciso de que era yo quien me presentaba ante él y no viceversa, que la razón no era que hubiera pisado un clavo sino, tal y como yo me había imaginado, que llevaba casi dos semanas sin comer.
—¿Tan mal va el negocio?—le pregunté, no pudiendo evitar un cierto tono de compasión.
—¿Negocio?
—Así que ya no tienes dinero ni siquiera para comer…
—Estoy en una clínica.
Vaya, aquello era peor de lo esperado, mi padre en una clínica; el otrora robusto Harry Hernández Sr. cuidado como si fuera un viejecito. Y lo peor es que en esa clínica le cobraban, me informaba en estos momentos mi padre, por no darle de comer. Yo le sugerí que quizás fuera mejor que se gastase el dinero en comida, y no en una clínica donde le curaran de su inanición no dándole de comer, a lo que él, de manera sorprendente, me contestó «que no le había la menor gracia mi broma.» Esto me confirmó que soy el peor de los payasos, pues nunca soy consciente de mis bromas y al parecer no tienen la menor gracia. Aunque esto último quizás no sea del todo exacto, porque, la verdad, la gente suele reírse de mí a menudo. Pero no mi padre, porque mi padre es mi padre, mi padre me quiere, mi padre me paga los estudios, mi padre no se conforma conque su hijo sea un pobre desgraciado, mi padre es mi padre…Por mucho que tantas veces hubiera deseado no serlo.
—Me acaba de llamar el decano Smith.
—¡Ah! Mi amigo Decano Smith.
—El mismo.
—¿Y qué tal ha pasado la hora que llevo sin saber de él?
—Disgustado por tu actitud.
—Vaya, lo siento.
—¿Lo sientes?—dijo mi padre indignado—¿Y no se te podría haber ocurrido decirlo frente a él? Me ha dicho que estuviste insultante, que te reíste de todo y de todos, incluso del señor presidente. Con prepotencia e impertinencia, como si fueras el único que sabe lo que está haciendo. ¡Como si los demás fueran todos tontos! ¡Y ahora me dices que lo sientes! Ahora, en frente mío, eres un corderito…
—Lo siento…
—¡Ves, otra vez!
—No creo que haya nada de positivo en alegrarse de haber producido un disgusto a otro ser humano, ni siquiera en uno tan insignificante como mi amigo Decano. Vaya…me ha rimado. ¡Si es que soy todo un poeta!
—¡Calla! ¿Insignificante? Si estás en Jorgeciudad es gracias a él. Él fue quien, en parte por la amistad que nos une, en parte porque en aquel entonces eras un chico aplicado y estudioso, abogó por ti frente al comité de admisiones. Él te recomendó, ¿y que haces tú en vez de agradecérselo? Le pones en ridículo frente a sus colegas, le dices a la cara un montón de ridiculeces y, por si esto fuera poco, vienes a uno de sus mejores amigos, quien además es tu padre, sí tu padre, y le dices que el decano Smith es un hombre insignificante…
—Tanto como tú, si eso te sirve de consuelo.
—¿Será posible tanta impertinencia? ¿Y tú mocoso? ¿No eres tú insignificante?
—No para mí.
—¿Y para los demás? Todos se ríen de ti.
—No me importa. Lo que me importará es el día que yo sienta que soy insignificante que será el mismo en el que me olvide de reírme de mí mismo de vez en cuando. Ese es vuestro problema, que os tomáis demasiado en serio, eso es lo que os hace insignificantes, si no a los ojos de los demás, sí a los vuestros. Y tú te sientes insignificante, por eso te pasas la vida trabajando, para no tener tiempo de acordarte de que lo eres. Por eso no pierdes oportunidad de fastidiar a los demás, para que nadie se olvide de quien eres, el gran Harry Hernández Sr….¡oh! Para que nadie tenga las fuerzas de mirar dentro de ti y se dé cuenta de que estás sucio, sucio como un niño pequeño que todavía no ha aprendido a limpiarse. Un niño pequeño, eso es lo que eres.
—Esto es el final. No estoy dispuesto a tolerar más insultos. Algún día te darás cuenta de lo injusto que has sido conmigo.
—¿Te refieres a que quizás yo seré algún día como tú? ¿A qué quizás yo también sea un sesentañero casado con una veinteañera? Es posible, si bien lo dudo, pues no creo que tenga jamás el dinero suficiente para comprar un juguete tan caro. Es curioso que dentro de cuarenta años tenga que pagar tanto por algo que ahora tengo gratis. ¿Eso es la inflación que os tiene a todos tan preocupados, verdad? Pero bueno, en el caso, nada extraño pues al fin y al cabo soy tu hijo, de que a tu edad yo acabe siendo tan vano y asqueroso como tú, no te olvides de que yo nunca le he ido diciendo a la gente como vivir, que nunca he pretendido ser un cúmulo de virtudes. Tú, en cambio, te has pasado la vida predicando, criticando, queriendo bajar a la gente a tu altura, ya que tu no podías subirte a la de ellos. Yo no, porque yo no creo que haya alturas, sino gente buena y gente mala, gente tonta y gente lista, gente mediocre y gente con talento, pero todos a la misma altura, lo cual me evita la molestia de tenerles que subir o bajar. Yo les miro, eso me basta, y me río de ellos, un poco, al igual que me río de mí mismo a veces; les admiró de vez en cuando, a muy pocos, como de vez en cuando admiro algo de mí mismo. Eso me basta. Y les dejo vivir y te dejo vivir a ti, con tus ridiculeces y complejos, mientras no tengas la desfachatez de querer darme lecciones, porque, la verdad, no tengo nada que aprender de alguien que, como tú, ha dado tantas razones para ser querido fuera de la familia como odiado dentro de la misma. Si bien, pese a todo, te seguimos queriendo. Pese a tus mentiras y a tus gritos…Pese a todo. Pero no quieras que además te sonría, o que te reconozca que eres superior, porque, si bien no te niego que hay mucha gente superior a mí, tú no eres uno de ellos. Que no se te olvide.
—No me amenaces…
—No te amenazo, te informo. No me admira nada de lo que puedas comprar con tu dinero, ni siquiera tu preciosa esposa. O bueno, ahora que lo pienso, ella sí. Ya me la dejarás un día…
—¡Calla! ¡Tú madre! ¡Tú madre es la que ha hecho que me odiaras!
—En eso tienes razón. El amor es lo que nos enseña a odiar la maldad. Si no llega a ser por lo mucho que ella me ha querido, es posible que nunca me hubiera dado cuenta de lo mucho que te odio.
—Soy tu padre.
—Y yo tu hijo, y ya ves de que me ha servido.
—¿Acaso te ha faltado algo?
—No, pero tú me has sobrado.
—Estoy harto de que me insultes. Debo pedirte que, por favor, salgas de mi oficina.
—Como no.
—Aquí tienes el cheque del mes. En lo sucesivo, por favor, no te molestes en venir. Te ingresaré el dinero directamente en tu cuenta. Tengo mis obligaciones y no te preocupes que seguiré cumpliéndolas.
—Cuando quieras dejar de cumplirlas ya sabes que no tienes más que decirlo. Ya me buscaré la vida.
—Me siento obligado moralmente.
—Yo diría que legalmente.
—Eso también, pero yo he dicho moralmente.
—Te repito que sabré salir adelante.
—¡Adelante! ¡Tú adelante! ¡Tú, a quien van a expulsar de la universidad si un milagro no lo remedia! ¿Y qué vas a hacer, trabajar limpiando baños?
—Es una opción. Pero no, no me siento especialmente dotado para tan higiénica misión. Quiero tocar el saxofón…¡Mira otra rima! Y triple…aunque con on la verdad es que no tiene mucho mérito.
—El saxofón…Te morirás de hambre.
—Pues me moriré de hambre, pero tocando el saxofón.
—El cuerpo no se alimenta de notas musicales.
—Pero quizás el alma sí. Por eso la tuya está tan flaca.
—Adiós Harry.
—Adiós padre.
Otra vez en la calle. Tal y como era tradición una vez al mes, salí exaltado de la lujosa oficina de mi padre. Y aquello iba en serio, no era como lo de las conversaciones con mi amigo Decano. Aquello duraba más de treinta segundos. Durante horas no podía quitarme de la cabeza la imagen de mi padre, nuestras discusiones, y lo peor es que, al final, no podía evitar el arrepentirme por haber sido tan duro con él. Siempre deseaba no haber dicho tal o cual cosa, mil veces me decía que él en realidad no era malo, sino que no había aprendido a ser bueno; que no era que no me quisiera, sino que no había aprendido a mostrar su amor por mí. Así era como, irremisiblemente, acaba sintiéndome culpable y me reprochaba, si tan bueno me creía, no saber ser más permisivo con las debilidades de los demás. Pero después me decía que uno no debe ser permisivo con los que quiere, porque la permisividad es la mayoría de las veces indiferencia. La vida sería mucho más bonita si uno pudiera amar sin querer corregir, pero también la vida sería más bonita si los perros cantaran ópera en vez de ladrar, y sin embargo ladran, ya lo creo que ladran…
Ya en el metro, regresando a mi casa, sentí un alivio porque aquella sería la última vez que tendría que soportar a mi padre. No quería verle más, nunca más, no quería volver a sentirme una mala persona como me sentía en aquellos momentos…cogí el saxofón…y los ojos de la chica me decían, pestañeo a pestañeo, que yo, Harry Hernández, era al que ella quería; sí yo, al que sus compañeros de clase consideraban un ridículo y anecdótico personaje y del que se reían por compasión, pues desprecio era de lo que me creían merecedor; sí yo, yo, el mismo que, de no haber sido el hijo del propietario de un restaurante cubano, haría tiempo que hubiera dejado de ser una carga en Jorgeciudad; yo, yo, ese «yo» que tanto había buscado pero nunca había encontrado. Hasta que la encontré a ella. Yo. Yo era la persona más maravillosa del universo, el hombre más irresistible de cuantos había visto en su corta existencia, corta en el pasado pero larga en el futuro, pues le quedaba un siglo de amor por darme, un siglo de amor por recibir. Yo. Y sus ojos verdes se mezclaban con mis notas y sus labios rojos de carmín eran como una flor, una flor que se abre en primavera y que al buscar el cielo pinta con sus pétalos figuras en el aire, mensajes imaginarios que como nubes flotaban destino a un beso, destino a mi corazón, el cual, en un latido, absorbería todo el aire y todas las nubes y con ellos sus labios y sus mensajes y su amor y su primavera. Yo. Y sus finas piernas ahora levantaban su precioso cuerpo y sus brazos eran dos figuras perfectas formadas por diez ramificaciones de porcelana y que aplaudían con tal entusiasmo que parecía que fueran a romperse.
«Bravo, bravo…,» cantaba su voz.
Pascual vino a felicitarme y fue entonces cuando le pedí que me presentara a aquella preciosa muchacha…
«Próxima estación Dupont Circle…,» tronó una voz en la taberna de Pascual, como si proviniese de algún ser omnipotente, omnipresente, la voz de Dios. Y lo era, pues era la voz de mi inspiración, la que me decía que era el momento de crear algo que quedara por los siglos de los siglos. Así que mire a los ojos de la chica, cogí el micrófono y, con voz de eternidad, intentando convertir en mágico aquel momento, dije:
—Esta canción va dedicada a los ojos más bonitos que hayan iluminado en verde este mundo. Es una improvisación que llevo toda mi vida preparando y que se titula «Dupont Circle Sketches.»
Mientras tocaba, numerosas voces comenzaron a sonar en mi mente. Era como un gran rugido, que un momento más tarde se veía acompañado por el ruido de una tarjeta que entra y sale, por el de una escalera mecánica que sube junto a una que baja, por el de un coche que se va junto a uno que viene. «¿Tienes un poco de cambio?»… «gracias hermano,» una llave, una puerta, «¡ploff!» El ruido de una mochila que cae al suelo, al cual sucede el de un equipo de música que abre su alma, que pide comida, comida que viene en forma de disco compacto, una comida que aquel día tenía forma de Miles Davis.
«Siéntate, princesa de ojos verdes…¿Qué quieres beber?»
«Música…»
«Yo también…»
Y juntos, mezclando nuestros alientos y nuestros cuerpos, nos bebimos aquella copa de música, lo más parecido que jamás haya existido a la música del cielo. Si mi Dupont C. S. había sido la música de la tierra, porque en la tierra estaba mi princesa, los esbozos flamencos de Davis eran un trozo de cielo, un trozo que no nos conmueve, que no nos llama a la acción, sólo a ponernos bajo el cielo y a dejar que el cielo nos proteja, que el cielo nos mire. Es una música de arriba, una ante la que hay que cerrar los ojos. Un poco de oscuridad es siempre la puerta de la luz, la puerta del cielo.
«Riiiiiiiinnnggg…,» era el timbre de su alma, de la mía.
«Diga…»
«Hola cariño, ¿cómo estás?»
«Bien, muy bien.»
«¿Qué tal el día?»
«Bonito, muy bonito.»
«¿Qué has hecho hoy?»
«Mirar tus ojos verdes.»
«¿Te encuentras bien?»
«Tan bien como se pueda encontrar uno en este mundo.»
«Te noto raro.»
«Porque soy feliz.»
«Harry, ¿qué te pasa?»
«Que soy feliz.»
«¿Qué te has tomado?»
«Tu cuerpo.»
«¿Estás solo?»
«Sí, porque tú eres parte de mí.»
«Tú padre me ha llamado para decirme que habéis discutido.»
«Sí, mamá, es cierto, pero estoy bien, de verdad, pero ahora no puedo hablar, tengo un concierto esta tarde…»
«Será un examen.»
«¿Les llaman así a los conciertos en los que no te aplauden?»
«Supongo que sí cariño.»
«Pues tengo un examen.»
«Buena suerte.»
«Gracias mamá.»
De repente estaba en una obra en el Gran Teatro de la Habana. Se abrió el telón y tras él apareció un rótulo que me indicaba que la obra se titulaba Derecho Internacional y la primera escena «Ley del mar.» Y entre las olas, asomándose tras un pico de agua, había un lancha motora. Quizás pudiera salvarme de morir ahogado. Un toque de saxofón fue todo lo que hizo falta para que Pascual, que era quien tripulaba la motora, se diera cuenta de que era su amigo Harry quien remaba sobre aquellos trozos de madera unidos por cuerdas.
«¿Vas de regreso a tu país?» gritó Pascual.
«Sí.»
«No llegarás…Hoy la mar está brava.»
«La mar siempre está brava. Es una de las pocas cosas en este mundo que nunca es cobarde.»
«Quédate…»
«Debo volver.»
«¿Por qué? ¿Acaso no eres feliz entre nosotros?»
«Sí, soy muy feliz, pero tengo obligaciones que cumplir.»
«¿Cuáles?»
«Triunfar.»
«¿Es eso una obligación?»
«Sí.»
«¿Y quién te obliga?»
«Gente que me quiere. Y triunfar es mi única manera de demostrar que yo también les quiero a ellos.»
«Pero nunca llegarás. Tu balsa es mala y el mar también.»
«Al menos lo intentaré.»
Entonces, a lo lejos, vi un avión que sobrevolaba el mar a baja altura. Pascual lo vio también y me dijo:
«Ellos te salvarán, sólo debes seguir una milla más. No te pueden rescatar en aguas cubanas, pero una milla más y ya estarás en aguas internacionales. Una milla más…»
«¿No me puedes llevar tú hasta allá?»
«Alguien podría verme y lo perdería todo. Mi casa, mi taberna, mi licencia de pesca, puede que incluso mi vida. Debo irme Harry, mucha suerte. Una milla más y estarás a salvo. Nadie te puede ayudar, estas solo Harry y esta es tu milla.»
Una milla. Comencé a remar con todas mis fuerzas, debía conseguirlo, debía esforzarme por amor a todos los que habían confiado en mí. Una milla. Desde el avión debieron verme; aún sin acercarse a mí, corrían peligro de ser derribados, comenzaron a hacer piruetas en el aire. Me saludaban, me bienvenían a mi país, el que un día dejé en avión y al que ahora volvía en balsa. Y mientras tanto yo remaba, remaba de espaldas al horizonte, sin querer mirar al futuro, rezando porque el mar no me robara mis sueños. Una milla más tarde, el hidroavión amerizó. En su interior vi aparecer una cara sonriente:
«Bienvenido a los Estados Unidos. ¿Eres cubano?»
«No, americano.»
«¿Y por qué vienes remando? ¿Por qué no cogiste un avión?»
«El siguiente avión era mañana y yo tengo prisa.»
«¿Prisa?»
«Sí, tengo un examen esta tarde.»
«Entonces no hay tiempo que perder. René…;» dijo mi sonriente amigo dirigiéndose al piloto; «a toda marcha, que nuestro amigo tiene que llegar a un examen.»
«A toda marcha.» confirmó René.
Y a toda marcha llegué, pues tan solo unos minutos más tarde ya me encontraba en el segundo capítulo, algo acerca de fronteras y embajadas, el cual me llevó exactamente cuarenta minutos, y el tercero y el cuarto…Cuatro horas más tarde ya estaba listo para el examen. Me levanté del pupitre y me dirigí al baño, viendo en el espejo el reflejo de un barbudo cuyo aspecto era totalmente inadmisible en un examen.
Con total diligencia, y mientras la plancha se calentaba, me afeité y duché. Diez minutos más tarde, me encontraba sacándole las arrugas a una camisa blanca, sobre la cual, poco después, anudaría una discreta y apropiada corbata azul oscuro. Me puse un traje del mismo color el cual, afortunadamente, había tenido el buen juicio de llevar a la tintorería tras la última vez que me lo puse. Meses había hibernado en mi armario, sin una arruga, perfecto, esperando al momento en el que lo necesitara, y ahora estaba preparado para nuestra gran misión. Me miré al espejo y vi la mirada del tigre; no, no había dolor, ni dolor ni nada más importante en este mundo que aquel examen, aquel del que dependía mi vida, mi futuro…¡Mi hombría! Y, como no, mi expulsión de Jorgeciudad. Todo. Para animarme decidí poner un poco de música, si bien, un momento antes de hacerlo, cambié de opinión, diciéndome que la música podría devolverme a Cuba. Pero fui valiente y mientras pensaba «no hay enemigo invencible» puse al duque. Y efectivamente no lo había, pues un instante más tarde me daba cuenta de que estaba salvado, de que era otra vez yo y, como tantas veces en otros tiempos, sólo me importaba el examen. Ni siquiera Ellington quien, por cierto, desde fuera de Cuba me parecía lento y aburrido.
Con paso de ganador, mirando al horizonte y no al suelo como había sido mi costumbre en los últimos meses, planeando ese futuro que tantas veces había intentado soñar, me dirigí a la parada del autobús, el cual me llevaría desde Dupont a Jorgeciudad. Una vez en él, continué repasando las notas de clase, sin dejar que las estúpidas conversaciones de los demás pasajeros me entretuvieran. Tenía una misión y no estaba dispuesto a fracasar. Era mi última oportunidad, no habría más; sólo una buena nota y una disculpa con el profesor me podían salvar de la expulsión. Nervioso repasé el capítulo acerca de las embajadas, tan nervioso que la montaña de apuntes comenzó a desmoronarse y, cual lava de volcán, a extenderse por el sucio suelo del autobús.
Todos se reían, si bien a la vez que me ayudaban a recogerlos. Ya tenía casi todas las hojas, cuando una bonita voz me dijo:
—Toma, no te vayas a olvidar de éstas.
Levanté la mirada y frente a mí encontré a una bonita muchacha, cuyos rizos caían sobre una de las más francas sonrisas que jamás haya visto. Sus ojos eran marrones y su nariz como una fresa sobre un pastel de nata. De nata, como mi última frase. Pero es que de nata son las palabras que nos salen cuando nos referimos a la gente de la que nos enamoramos. Y de nata deben ser, por mucho que la mayoría de las veces suenen a pastel.
—¿Tienes examen?—me dijo ella.
—¿Cómo lo sabes?—contesté sorprendido.
Con una mirada a mis apuntes, a la cual acompañó de una sonrisa, me demostró lo tonta que había sido mi pregunta.
—Sí…—dije con timidez.
—¿Difícil?
—Un poco…
—Bueno…—dijo ella mientras miraba a través de la ventana—Esta es mi parada. Buena suerte en el examen.
—Gracias.
A través de la ventana lateral le vi pisar la calle y a través de la trasera le vi alejarse de mí. Que bonita era, tanto que no podía imaginarme el resto de mi vida sin ella. «¿Cómo sobrevivir?» me pregunté. «¿Como acostumbrarse a la oscuridad una vez hemos visto tanta luz?» Me senté de nuevo en mi asiento y me dije que iba a necesitar de Cuba para sobrevivir a aquello. Al menos por unos minutos, hasta llegar a la universidad. Cerré los ojos e intenté imaginarme con el saxofón, en la taberna de Pascual, tocando en frente de mi recién conocida princesa. Pero en la taberna no había nadie, la taberna estaba apagada.
«Pascual,» grité «¿Por qué está todo vacío esta noche?»
«Porque se ha ido la luz en la isla.»
«Pero hasta ahora siempre había habido luz.»
«Ya no, ahora la luz está fuera.»
Al oír aquellas palabras me faltó tiempo para apretar el botón de solicitar parada. A toda prisa bajé y comencé a correr en dirección adonde había visto a mi princesa por última vez. Corrí, empujé, tenía que ir más deprisa, tenía que encontrarla. Al pasar junto a una papelera tiré los apuntes y los libros…»debo correr, debo encontrarla…»
Por fin llegué, aquella era la parada en la que la muchacha se había bajado. Busqué por todo, bares, restaurantes, tiendas de libros…con mi vista escruté todas las ventanas y terrazas de los edificios. No estaba. Había apagado la luz de Cuba. Triste me senté en un banco y me puse a llorar como un chiquillo. La había perdido; ¡como había podido ser tan tonto!
Cerré los ojos. Un momento más tarde una mano me tocaba en el hombro. Era ella. Cogí el saxofón, empecé a tocar, y la luz volvió a la taberna de Pascual, la luz volvió a Cuba. Por un instante, mezclado entre una nota y una sonrisa, me acordé del examen, y la indiferencia que este recuerdo me produjo me dijo que yo tenía razón, porque yo, si bien es cierto que quizás malviviendo, al menos viviría. Junto a ella, en Cuba.
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