Tenía razón el gran Edgar Allan Poe cuando decía aquello de que la coincidencia es una fuerza poderosa y que hacemos mal en subestimarla. En la vida de nuestro protagonista, a quien sus amigos llamaban Benito y los papeles apellidaban como Lee, ocurrieron una serie de eventos que, si bien no desconozco que serían calificados de increíbles por la gran mayoría—por esa que sólo cree en lo que ve o lo que toca—no extrañarían un ápice al genio americano, quien hubiera visto en la historia que me dispongo a narrar tan solo una confirmación más de que fuerzas invisibles controlan nuestras vidas.
Y es que la razón no sólo es un instrumento inservible a la hora de solventar quimeras imposibles como el universo o la procedencia del hombre, sino también, y casi en igual medida, cuando lo que queremos explicar es este mundo y las fuerzas que moldean la existencia física, esa que, día tras día, y para no reconocer la cruda realidad, la que nos dice que no tenemos control sobre nada, nos queremos convencer de que dependen de cosas tales como el trabajo, la bondad, o la justicia. Vivimos en un mar, estimado lector, pero el mar no somos nosotros, por no ser, ni siquiera somos una ola; tenemos velas, pero las velas no somos nosotros, por no poder, ni siquiera somos capaces de dirigirlas; temblamos con los vientos, pero los vientos no somos nosotros, por no soplar, ni siquiera somos una brisa. ¿Somos un barco? Quizás, pero un cuyo viejo fuselaje, gastado y oxidado tras lo años, nos vemos obligados a dejar en este mundo; amarrado en este puerto llamado vida que sólo nos parece puerto en la muerte, pues siempre se comportó como un mar. Un mar de olas imposibles e invisibles: como la coincidencia.
Cada mañana, a las siete en punto, Benito Lee desayunaba en Atac, una cafetería adosada a la tienda de libros Aispel, en Washington D.C. Cada tarde, alrededor de las ocho, minuto arriba o abajo dependiendo de lo concurrido que estuviera el metro, al salir de su trabajo en el Banco Mundial, organización digna y inútil donde las haya (lo inútil suele tener una cierta dignidad, lo cual no significa que todo lo que tenga dignidad sea inútil), Benito se pasaba por Aispel y compraba algún estúpido e insípido (lo insípido suele ser estúpido, lo cual no implica, por desgracia, que lo estúpido sea siempre insípido) tratado de economía, cuyo precio, siguiendo instrucciones explícitas de Adam Smith en May You Give the Right Price en el capítulo titulado The Boston Law, variaba en consonancia a lo cerca que el economista en cuestión estuviera de Boston (sede de Harvard y MIT.) Menos aquella tarde.
Aquella tarde, recién quitada la corbata y el traje, y luciendo aquel impresentable abrigo negro y amarillo; que tan cómodo le hacía sentir y que además, siempre en su opinión, le daba un aspecto tan original; nuestro amigo Benito se había acercado a Aispel, para cumplir con el ritual de comprar el dichoso tratado de economía. Ya estaba dispuesto a comprar aquel Teoría Política Económica para Seres Racionales y Económicos (el cual en un principio le había creado ciertas dudas, pues pese a estar escrito en California y no venir de Stanford, tenía el increíble precio de 35$, pero que en la contraportada tenía un montón de palabras que Benito no había oído en su vida, así que finalmente decidió que «sería un error de dimensiones históricas no comprarlo») cuando, ya de camino al mostrador, de repente, sin previo aviso (como tantas veces sucede en esta vida de sufrimientos) vio a la camarera que con tanta amabilidad y celo profesional le servía su desayuno en Atac por las mañanas.
“¿Qué hará en la tienda de libros?» se preguntó extrañado. Y con razón, pues, en tres años que llevaba frecuentando aquel lugar, era la primer vez «que la veía en territorio comanche», (Benito se rió de su ocurrencia). Entonces vio que la camarera se dirigía a la caja registradora, donde un simpático dependiente “afroamericano, en palabra compuesta, negro, en una sencilla (que ocurrente estaba aquella mañana)”, le dijo entre sonrisas que había supuesto bien y que, efectivamente, tenía cambio de cien dolares.
Entonces la camarera, visiblemente satisfecha con su destacable adquisición de un billete de cincuenta dolares y cinco de diez, volvió a territorio Sioux (Benito sonrió de nuevo) y, al verle, y reconociéndole como a su fiel cliente de la mañana, le saludo con un efusivo:
—Good Evening.
Otra cosa extraña: en tres años era la primera vez que Benito la oía decir «Good Evening.»
Y tan efusivo fue el saludo, que derribó un pequeño tomo de una de las bien surtidas estanterías; si bien ella no se dio cuenta y, tan contenta, continuó caminando en dirección al restaurante. Mientras tanto, Benito se acercó a deshacer el entuerto y poner el libro en su sitio, «no vaya a ser que alguien se tropiece, se descalabre, le ponga un juicio a la camarera y la condenen a veinte años de cárcel sin posibilidad de perdón.» Y es que Benito, comprensiblemente, no estaba dispuesto a pasar dos décadas sin aquellas dulces manos sirviéndole su desayuno. No, de eso nada.
Mientras se acercaba, y fruto de esa natural curiosidad que tan lejos le había llevado en la vida, se fijó en el título de aquel libro, el cual, solitario, seguía yaciendo sobre la roja moqueta de Aispel. «Poe de Bolsillo,» leyó.
«¿Poe? ¿El director de cine?» se preguntó haciendo gala de su total ignorancia literaria; lógica, por otra parte, si tenemos en cuenta que Benito había cursado la carrera de Económicas en una de las universidades más importantes del país. Fue sólo al acercarse y leer en la contraportada que el New York Times decía que «aquel clásico era más entretenido que la mayoría de best-sellers modernos,» cuando se enteró de que Poe no era un director de cine, sino un escritor, lo cual le extrañó sobremanera, pues él juraría haber oído más de una vez lo de «película de Edgar Allan Poe.»
Como ya hemos mencionado y pese a haberse educado en una institución de élite, Benito era un joven curioso, razón por la cual decidió echarle una ojeada a «aquel tal Poe.» Y así fue como se olvidó de aquel ridículamente caro libro de economía de la costa Oeste, que «por-no-ser-no-era-ni-siquiera-de-Stanford,» y comenzó a echarle una ojeada al libraco del presunto director de cine. Y cual sería su sorpresa al darse cuenta de que aquel libro estaba lleno de cosas interesantes, tales como aquella maravillosa introducción en la que el editor describía algunas inconfesables intimidades de «aquel tal Poe.»
«Irresponsable borracho, plagiador, de personalidad obsesiva…» comenzó Benito a leer con gran interés, “¿su mujer se murió de la ruptura de una cuerda vocal…? Eso sólo le puede pasar a un mentecato.» Sí, aquella era una muy interesante biografía, una que le hacía sentir un placer especial, pues ridiculizaba a aquellos artistas a los que tanto odiaba, a aquellos cuya supervivencia Benito, como buen economista, explicaba diciendo: «la sociedad les paga por pensar, porque son unos vagos, y no saben hacer otra cosa…Son una carga necesaria; algo así como una obra benéfica, una caridad…»
Tanto le interesó aquella relación de las intimidades del escritor americano que, en lo que representaba una clara afrenta a sus principios más arraigados, se decidió a comprar, por primera vez desde que en su primer año de carrera le obligaron a leer extractos de «¡un libro de Hardy y dos de Dickens para aquella maldita clase de literatura!”; una novela que no fuera de Grisham “¡ese gran ídolo!”. «Poe, Poe…, cuantas deliciosas sonrisas a costa de los malditos intelectuales me esperan esta noche!»
En profundo estado de excitación, Benito corrió hacia su casa. No tenía hambre: un café y un plato precongelado le bastarían. Sí, ciertamente aquel plato de pollo y arroz era realmente intragable, «pero que puñetas, la comida es para alimentarse, no para, tal y como afirman todos esos libertinos europeos del sur, disfrutar de ella…., vagos todos! Ya es que también esos son una carga necesaria…que si no…» Benito terminó de cenar, ahora el hambre ya no le despertaría en mitad de la noche, y, con un placer que nunca creyó que un libro pudiera proporcionar, empezó a volar con la vista entre las letras de aquella jugosa introducción. Era el momento de la cronología.
1826: 14 de Febrero. Poe entra en la Universidad de Virginia, Charlottesville. Diciembre 15, el semestre termina y Benito Allan (el padrastro de Poe) le saca de la universidad.
Al leer estas frases, un especial placer le recorrió por todo el cuerpo. «Así que el tal Poe ni siquiera había terminado una carrera…¡Qué una carrera, ni siquiera un año!»
Aquello le reafirmó en su teoría de que nadie debiera poder publicar antes de terminar un doctorado. Él, por cierto, había terminado dos: uno en Económicas y otro en Estudios Financieros Sociológicos Empresario-Mercantiles. Valga decir que era del segundo del que estaba más orgulloso. Fijarse bien.
Pero la diversión no acababa ahí; no ni mucho menos, todo lo contrario, pues la vida de aquel pobre desgraciado, «del tal Poe,» no acababa más que de comenzar. «Y una vida que comienza mal, no puede sino acabar peor:»
«Pese a que Poe ingresó en la Army en 1831 (algo que Benito respetaba: “el ejercito de los Estados Unidos ayuda a mantener la paz en el mundo, ergo la estabilidad económica”) en 1831, y tras una decente carrera militar, Poe vuelve a las andadas. Deja West Point, “¿y para qué? Para escribir poemas…¡Ja!»
Aquello no pudo sino sonrojar a Benito, a quien le habían bastado menos de veinte y cinco años de la vida «del tal Poe,» para darse cuenta de que aquel pobre desgraciado no estaba bien de la cabeza. Pero poco le duró la alegría, pues no de alegría, sino de euforia, debía ser calificado su siguiente estado. Una euforia provocada por la indignación (para algunos el poder indignarse es la mayor de sus alegrías) de que Poe: «..se hubiera casado con una chica, ¡que una chica una niña!, una niña de catorce años…¡Que horror!»
Y a partir de aquel momento, tal y como no extrañará a ningún lector mínimamente familiarizado con la biografía de E.A.P., para Benito Benito todo fueron risas, sonrisas y brindis, los cuales Poe se debió ir, uno a uno, bebiendo de un trago, pues un 3 de Octubre de 1849, le encontraron en Baltimore “rather the worse for wear…”, es decir, hecho una piltrafa humana.
«Vaya humillación…»
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, Poe fallecía.
Con lágrimas en los ojos, y no precisamente de tristeza, Benito cerró el libro y se preparó para irse a la cama. Con una alegría que no sentía desde su ascenso, medio año atrás, a la categoría de Economista asociado, se lavó los dientes, bebió un enorme vaso de agua «no me vaya a deshidratar durante la noche» y se metió en la cama dispuesto a, dulcemente, conciliar el sueño. Cerró los ojos y pensó en Judy, la bonita rubia de buena familia con la que se casaría en verano; y con la que había estado saliendo desde que, ambos por aquel entonces en su primer año de carrera, coincidiera con ella en la universidad de Jorgeciudad. Ni siquiera así, Benito logró conciliar el sueño…¡y es que aquel había sido, ciertamente, un día lleno de emociones! Aquella maravillosa biografía, lejos de adormilarle tal y como hacían los libros de su amada Economía («¡deberé replantearme eso de que el objeto de los libros sea adormilar, reduciendo así el insomnio y los gastos de la población en medicinas…!») le había desvelado totalmente. No, no iba a poder dormir. ¿Qué hacer? Benito estaba desesperado.
Entonces, vio sobre la mesita de noche el libro «del tal Poe,» aquel que tanto placer le había producido con su introducción, y tomó una decisión que, si bien no extrañará al lector en vista de los hechos, una horas antes le hubiera parecido imposible. Iba a leer «a» Poe. Antes, Benito había leído «de»; «de» Emerson, «de» Jefferson, incluso «de» Hemingway; pero nunca «a;» ¿para qué, si veinte páginas de ‘de’ nos explican lo que no averiguaríamos leyendo veinte volumenes de ‘a’?» Pues sí, pese a haber estudiado en universidades de élite, Benito iba a leer directamente a un autor. Sin cortes, sin comentarios de por medio por parte de algún excelente académico, cuya loable intención sería mejorar el original: cara a cara con el escritor:
Página 1: William Wilson…
Página 3: The Man of the Crowd…
Y así fueron pasando las páginas, primero con una sonrisa, «la cantidad de tonterías que podía imaginar aquel hombre», después con interés, y finalmente con un incontrolable terror. The House of the Usher…, The Murders of Rue Morgue… y, por último, los poemas. ¿Cuánto tiempo hacía que no leía un poema? Exactamente seis años. Lo recordaba perfectamente, había sido en el libro de introducción a la economía del gran Samuelson:
Debo estar diciendo esto con un suspiro
Que en alguna parte envejece y hace envejecer,
Dos caminos divergieron en un bosque y yo,
Yo tomé el menos caminado,
Y eso ha representado toda la diferencia.
(El Camino no Tomado—Robert Frost)
Aquel siempre había sido su poema favorito: «¡son muy pocos los que toman un camino diferente y el economista no tiene porque preocuparse excesivamente de ellos, sino de la gran mayoría que toma el camino principal!»
Hace muchos, muchos años
en un reino junto al mar,
vivía una doncella, a quien tal tal vez conozcáis,
cuyo nombre era Annabel Lee…
y vivía esta doncella sin otro pensamiento
que amarme y ser amada por mí.
Y aquel a quien sus amigos llamaban Benito y los papeles apellidaban Lee, siguió leyendo y leyendo…
Y cuan dulce y cuan sonoro,
— din dan, din dan —,
es el coro,
— din dan, din dan —,
de la campana de oro,
que en su lengua musical
celebrando está el misterio de la noche nupcial…
Y con las campanas llegó la mañana…cinco campanas, seis campanas…Las seis y media: hora de prepararse para ir a trabajar. El sol iluminaba ahora un mundo en el que, por un día, Benito caminaría, no con su habitual seguridad, sino con el cansancio propio de quien no ha dormido ni siquiera un minuto. Claro que en aquel momento, su imaginación activa tras todas aquellas historias, se sentía más despierto que nunca. Su mente era ahora un motor acelerado. La ducha no emanaba agua, sino rayos carmín que parecían querer cortar sus secos ojos; y la máquina de afeitar, con sus brillantes hojas, era un amenazante instrumento del más allá, que buscaba una yugular con la que seccionar su vida. Cuando a duras penas logró hacerse el nudo de la corbata, evitando tras una dura pugna que ésta le estrangulara, salió de su apartamento en dirección a Atac donde, como ya hemos dicho, acostumbraba a desayunarse.
—Good Morning—dijo la amable voz de la camarera, la misma que, de manera inconsciente, con su efusivo Good Evening y su codo fuera de control, había comenzado todo aquello.
—Tan buenos como un mundo con tanta luz pueda ser…—contestó Benito.
—Usted lo ha dicho—dijo ella con la sonrisa de quien, si bien es consciente de que el cliente acaba de decir un soberana estupidez, no quiere quedarse sin su propina.—¿Lo mismo de siempre?
—No, nada de fruta. Quiero cabeza de cabrito.
—Me temo que no tenemos cabeza de cabrito. Will a turkey sandwich do? De verdad que el bocadillo de Pavo es excelente…
—Bueno será.
—¿Café?
—¡Sangre de cordero!
—Como no, ahora mismo le traigo la carta de vinos.
Cinco minutos más tarde, nuestro amigo degustaba su bocadillo de Pavo, al cual acompañó de un asqueroso vino de Virginia, que la camarera consideraba, desde su modesto entender, que era lo que más se acercaba a la demandada sangre de cordero. Mientras tanto, y siguiendo con su costumbre de leer mientras desayunaba, Benito abrió un libro, que, tal y como podrá suponer el lector, aquella mañana no era trataba de economía. Y es que de camino a Atac, Benito había pasado por Aispel: «es el momento de pasar a palabras mayores…la recopilación de ayer era demasiado simple, lo básico, lo que cualquier niño de instituto habrá leído…»
Había comprando otro pequeño libro, también de Poe, el cual constaba de escritos acerca de los más diversos temas. Y pasando páginas, más bien devorándolas, llegó a:
Sobre la Intuición
Que la imaginación no ha sido injustamente considerada como suprema entre las facultades mentales, es debido a la intensa conciencia, por parte del hombre imaginativo, de que la facultad en cuestión lleva a su alma a menudo a vislumbrar cosas eternas y sobrenaturales—hasta el borde mismo de los grandes secretos.
Aquel pasaje le impresionó como nada que hubiera leído anteriormente. Imaginación. ¿Qué era aquella palabra? De repente Benito sintió que había descubierto la verdad, una verdad oculta hasta aquel momento, oculta en su mente, en aquella mente que tan bien discurría para otras cosas. Imaginación. Sí, aquella iba a ser su arma, el arma con la que conseguiría cosas con las que otros no osaban ni siquiera a soñar. Así que Benito comenzó a mirar a su alrededor en busca de algo con lo que probar su recién adquirida capacidad. Intuición, imaginación…todo aquello, unido a la fortaleza adquirida tras años de estricta disciplina mental, le harían invencible. Entonces buscó señales, indicios, algo que el despistado asesino hubiera olvidado en el lugar de los hechos. Hasta que se dio cuenta de que aquello no era el excitante París del siglo XIX, sino el burocrático Washington D.C. del siglo XX, y, con resignación, pensó que hubiera sido bonito vivir en otro tiempo.
Y ya se estaba imaginando entre la niebla londinense en los tiempos de Jack el Destripador, o volando entre las callejuelas de París en busca de primates asesinos, cuando un gesto de la camarera le hizo volver a la realidad. Había sido un guiño, si bien Benito no sabría decir si consciente o inconsciente. No; tenía que haber sido consciente, pues tras tres años de verla diariamente se habría dado cuenta de si tenía algún tic. Benito siguió observando, mientras con el mayor de los disimulos escrutaba cada uno de los movimientos faciales de la sesentona camarera. Otra vez. Sí, lo había visto claramente, no había duda, el guiño de nuevo.
La mente de Benito comenzó a analizar, a girar, a subir y bajar, a rodar, otra vez era un motor, el motor del más potente de los deportivos, giraba y giraba, intuición, análisis, imaginación, no aceptar las limitaciones de nuestra mente…hay que llegar a una conclusión, lógica, percepción…hay que encontrar esa conclusión…Y llegó. Sólo cabían dos posibilidades. Y eran las siguientes.
La primera, la más probable, es que la camarera fuera una asesina. ¿En serie? No, en serie no, pues de ser así Benito se hubiera dado cuenta mucho antes de aquel tic nervioso. La camarera acababa de asesinar, tal vez a su marido, a quien seguramente tendría metido en el ataúd que guardaba en el garaje de su casa, y desde entonces, y de manera inconsciente, habría desarrollado aquel tic nervioso, el mismo que le acababa de delatar en frente de Benito, quien, alegre, se felicitaba de estar cerca de resolver un misterio que nadie llegaba siquiera a adivinar y que, de no ser por él y su supermente, hubiera permanecido sin resolver por años, quizás por décadas, hasta que alguien encontrara el esqueleto del pobre marido, aquel al que todos sus compañeros de oficina habrían dado por desaparecido años atrás, con sus secas manos pegadas a la tapa del ataúd, arañado por dentro, pues no sería de extrañar que el marido de la camarera sufriera de catalepsia y que la mujer en realidad no le hubiera matado, sino tan solo encerrado durante uno de sus frecuentes ataques. Y por eso ahora la perversa camarera, la misma que mañana tras mañana le servía el plato de fruta con su cínica sonrisa, sufría de aquel tic nervioso sólo perceptible para alguien de la inteligencia de Benito.
Claro que aquella no era la única posibilidad. Había otra, la cual, en vista de que en los tres años que Benito había conocido a la camarera ésta nunca había intentado envenenarle, no podía ser descartada. La camarera podía no ser la culpable. Todo lo contrario, quizás era la inocente víctima del tirano de su marido, quien probablemente le pegara cada noche, amenazándola con encerrarle en un ataúd en uno de los frecuentes ataques de catalepsia que sufría la camarera (seguro que la catalepsia tenía algo que ver en todo aquello) si ella osaba a abandonarle y escaparse con el aviador italiano. Y quizás los maltratos del marido habían aumentado en frecuencia e intensidad en los últimos días, razón por la cual la camarera, con su casi imperceptible guiño, le estaba pidiendo ayuda a Benito. Sólo había una cosa que no encajaba en toda aquella hipótesis y era el porque la camarera pedía auxilio de una manera tan débil, la cual sólo podía ser percibida por una mente tan potente como la de Benito. No, ni siquiera la de Benito, sino «la del nuevo Benito.» También ante esta eventualidad surgían dos explicaciones.
La primera, que la camarera llevaba meses pidiendo auxilio pero que él, como era normal pues todavía no se había convertido en «el nuevo Benito,» no se había dado cuenta hasta que la casualidad, la coincidencia «como diría Edgar,» quiso que aquel libro mágico despertara su hasta entonces dormida imaginación, la cual, unida a su increíble inteligencia, le había permitido apercibirse de la desesperación de la camarera. ¿La segunda? La segunda era tan increíble que daba escalofríos sólo planteársela. Estaba llamado para una misión; la camarera le había elegido como su salvador, ya que tras tres años de relación cordial había descubierto su intelecto superior y decidido, con la excusa de pedir cambio de cien dolares, derribar el libro de Poe, para que éste despertara su imaginación y al día siguiente su amigo y salvador Benito Lee se decidiera a seguirla.
Benito miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Entre pensamientos e imaginaciones se le habían ido dos horas y ya llegaba una hora tarde al trabajo. Si bien, tal y como suele suceder en aquellos que nunca han ni siquiera tropezado, nuestro amigo, tomándose a la ligera aquel escándalo de llegar una hora tarde al trabajo sin haber avisado con dos semanas de antelación, decidió no sólo tropezar sino caer del todo, caer de verdad. Decidió que aquel día no iría a trabajar. Porque, por primera vez en su vida, sentía que su existencia tenía un sentido, que era un alma dirigida en pos de una gran misión, y que, o bien la resolución de un crimen, o bien una vida humana, dependían del éxito de la misma. Además, ¿y si el marido estaba todavía vivo? ¿Y si, en su catalepsia, podía todavía respirar gracias al despiste de su esposa, quien en una increíble torpeza habría dejado el ataúd abierto? Aquel día, Benito dejaría de ser simplemente útil y, en el conjunto de la creación, se convertiría en significativo. Porque aquel día iba a salvar la vida de una persona. Fuera la del marido o la de la camarera, no podía dar la espalda a todo aquello. Esperaría. Con el disimulo y destreza dignos de un Phillip Marlowe, un Sam Spader, o un Sherlock Holmes cualquiera, Benito se dirigió a la camarera.
—Señorita—dijo él con tono de total normalidad, cómo si no supiera que aquella sesentona tenía un marido que, o bien era cataléptico, o bien era un tirano—Un poco más de café.
—¿Quiere usted café?—dijo ella, haciéndole notar a Benito que aquella mañana no había tomado su habitual AM MUG (1.50$ por todo el café que uno quiera) sino aquel maravilloso vino de Virginia, que él, en un extraño estado de excitación, había calificado como sangre de cordero.
—Sí, café, por favor—dijo continuando con su tono calmado y educado, como cada día, para que la camarera, en caso de ser la asesina, no se diera cuenta de que Benito sospechaba algo.
Instantes más tarde, la camarera estaba junto a él con una taza y una jarra de café en la mano.
—Gracias—dijo él una vez estuvo servido.
—De nada.
—Señorita—dijo él con disimulo, como si aquello fuera lo más normal que uno pudiera preguntar—estará usted cansada…¿no?
—Sí, claro—contestó ella en un tono que no denotaba la menor extrañeza—Muy cansada.
—Claro, lleva usted ya muchas horas trabajando hoy.
—Muchas…—afirmó ella.
—Desde las..
—Seis.
—¡Desde las seis! ¡Santo Dios, pero si son casi las once!
—Las once ya…¡cómo pasa el tiempo!—dijo ella, para continuar, con una seductora voz—Menos mal que sólo me quedan dos horas para terminar…Además de que tengo la tarde libre.
—¡La tarde libre! Vaya suerte…
—¿Y usted? ¿No va hoy a trabajar?
—¡No! ¡No voy a trabajar!—gritó Benito y, dándose cuenta de lo extraño de su reacción, continuó con más calma—No, hoy no voy a trabajar, he decidido cogerme el día libre. Ventajas de ser un reputado economista.
—Desde luego. ¿Y qué va a hacer usted durante el resto del día?
—La verdad, todavía no lo he decidido. De momento disfrutar de no tener ninguna obligación. ¿Y usted?
—Descansar, descansar en mi casa de campo.
—¿En su casa de campo?—dijo Benito con sorpresa, dándose en cuenta en seguida de que aquella pregunta había sido ridícula, pues no rompía ninguna regla de la lógica el que una camarera de un restaurante, ni siquiera de uno que estuviera adosado a una tienda de libros, viviera en el campo. Y dando una muestra espectacular de su erudición, añadió:
—Cicerón decía que el campo relaja los nervios—y que relajado se quedó Benito después de soltar aquello.
—¡Ah! ¡Qué bien! Pues tenía razón. A mí me basta con sentarme en la terraza de mi casa para relajarme de los nervios de la semana.
—Se sentara usted junto a su marido…—dijo Benito, llegando con exquisito tacto al punto que había estado esperando abordar desde el principio de la conversación.
—No estoy casada.
«¡Es la asesina! Pobre diablo cataléptico…» pensó en seguida Benito. Había mentido, el anillo la había delatado, ya no cabía duda de que encubría algo.
—Lo estuve…—dijo ella al ver como, tras su afirmación anterior, Benito se había quedado mirando fijamente al voluminoso anillo que llevaba en el dedo—…pero mi marido murió.
«Maldita sea, ya es demasiado tarde.»
—¿Murió?
—Sí, en la guerra. De eso hace ya muchos años, cuarenta ya. Mi John era un buen hombre, por eso nunca me quité el anillo.
«Miente, miente…,» era todo lo que pasaba en aquel momento por la cabeza de Benito, quien, haciendo un esfuerzo por que ella no lo notara, continuó tranquilamente con la conversación.
—¿Y no se casó usted más?
—Sí, una vez más. Pero prefiero no hablar de ese matrimonio…Lo único que importa es que ya se acabó el sufrimiento…
«Es la víctima, me lo está diciendo con los ojos…» pensaba el acelerado motor que Benito tenía por mente, «ella sufre, sufre noche a noche, cuando el asqueroso marido le amenaza, entre golpes, con encerrarla en el ataúd durante uno de los frecuentes ataques de catalepsia que la pobre camarera sufre. Pero sabe que el sufrimiento ha terminado: en mí ve al salvador que le aliviará sus penas. Yo te salvaré…»
—…ahora—continuaba ella—vivo feliz en mi pequeña casa de campo en Virginia.
—En Virginia…—dijo Benito con el tono de quien espera más información.
—En Virginia, más concretamente en Lastday Hills, número 28.
—Lastday Hills número 28.
—28.—repitió ella para, con una mirada que Benito interpretó como de desesperación y que el narrador calificaría más bien como de seducción, continuar:—Si algún día pasa por allí…Aunque, claro, un hombre tan ocupado como usted.
—Claro muy ocupado. Pero nunca se sabe, quizás un día de éstos mi trabajo me lleve hasta Virginia y, una vez allá, ¿por qué no ir a Laspray Hills.?..
—Lastday.
—Lastday—se había equivocado adrede para ver si la camarera estaba verdaderamente interesada en que fuera—Lastday Hills…para hacer una visita a mi buena amiga…amiga…
—Nancy.
—A mi amiga Nancy.—le extendió la mano—Yo soy Benito.
—Pues a ver si es verdad que me visita…siempre y cuando, claro está, que su trabajo le lleve hasta Virginia…no me gustaría que tuviera usted que desviarse por mí…
—En todo caso, sería un placer.
—¡Nancy!—se oyó tronar la voz del intendente—¿Es qué no ves que aquel cliente está esperando su cuenta? ¡Vale ya de tanta charla!
Nancy miró fijamente a Benito y, con voz de gata en celo, dijo:
—Bueno, mucho gusto. Y ya sabe donde tiene una casa cuando su trabajo le lleve hasta Virginia.
—No lo olvidaré—dijo Benito, quien ya estaba decidido a ir aquella misma tarde a resolver el misterio.
Y, efectivamente, dos horas más tarde, a la una, y no sin antes despedirse con una picarona sonrisa de su «cliente favorito,» Nancy salió del restaurante dispuesta a disfrutar, como cada Miércoles, de su tarde libre. Benito la miró, también sonriente, y se dijo que esperaría media hora «para no levantar sospechas.» Presentía que, de momento, era mejor que nadie la relacionara con Nancy, pues no sabía si quizás, en caso de que la pobre Nancy fuera la víctima, y traicionado por los nervios, se vería obligado a darle a su marido una lección. ¿Y si tenía que matarle? ¿Y si el marido se reía en su cara y le amenazaba diciéndole «intenta denunciarme y verás»? Además, no había que descartar que Nancy lo hubiera intentado ya en infinidad de ocasiones, pero que el jefe de policía, que a buen seguro sería un ex-compañero de clase del marido de Nancy, se negara a escucharla por falta de pruebas. En tal caso lo mataría (al marido). Sin dudar un momento: la justicia debe siempre estar por encima de la ley. Lo mataría y entonces él y Nancy lo pondrían en el ataúd (que en casa de aquellos dos pájaros había un ataud era algo de lo que no cabía la menor duda) y Benito se llevaría el ataúd a casa. Y nadie sospecharía de él, pues nadie le relacionaría con Nancy más allá, claro está, «de ser un cliente de Atac.» Por eso debía esperar, no fuera que al salir tras de Nancy, o poco tiempo después de ella, alguno de los fastidiosos testigos, que no pueden faltar camuflados en cada rincón con sus miradas de rata y sombreros de hongo, le fuera a identificar, «como aquel hombre que me llamó la atención, porque salió detrás de la señorita…» Era necesario esperar. Y mejor que media, una hora entera.
Finalmente fueron dos. A las tres, y ya sintiéndose libre de todo riesgo, Benito decidió encaminarse a Lastday Hills. ¿Cómo iría? En su excitación se había olvidado de que no tenía coche. ¿Alquilar uno? No, sólo un idiota alquilaría un coche antes de cometer un crimen, dejando constancia de que «aquel día, aquel mismo en el que, por primera vez en tres años, no había ido a trabajar,» tuvo necesidad de un medio de locomoción. Así que nada de alquileres. Cogería un taxi, el cual le llevaría al pueblo más cercano (que tras mirar un mapa descubrió que era Viena, Virginia) y de allí iría caminando, lo cual no era ningún problema, porque tan solo dos kilómetros escasos separaban Viena de Lastday Hills.
Así que a las cinco, en una fría tarde de Febrero, el justiciero Benito comenzaba a recorrer el camino entre Viena y Lastday Hills. Empezaba a anochecer, ya caía un negro velo sobre las casitas de madera que, solitarias, dominaban en un campo blanco por la nieve. En una de ellas una camioneta vieja y oxidada; en otra un tractor que, triste, esperaba a que le volvieran a necesitar: esperaba al deshielo, al campesino, a la cosecha…Una canasta de baloncesto le miraba desde una casa vecina, se balanceaba con el viento…cric, cric…cric…cric…decía su estructura de metal, la misma por la que no habría pasado ninguna pelota desde los meses de verano. Una casa pequeña con luces, con un camino bien delimitado que llevaba hacia ella, y que atestiguaba que los que la moraban iban a trabajar cada día a la ciudad. En aquel pequeño utilitario verde. Veintisiete, Lastday Hills. Ya se había hecho de noche. Ahora era todo oscuro. «Veintiocho, es curioso,» pensó Benito, «como mi edad.» Número ventiocho, seguir el camino, decía un viejo letrero.
Benito enfiló aquel sendero que penetraba entre los árboles. El viento soplaba, hacía frío, y no veía el momento de llegar a la casa de Nancy. Ya no le importaba si era víctima o asesina; en la cabeza de Benito ya no había lugar para otra cosa que el ansia de calentarse junto a una chimenea.
¿Qué había pasado? ¿Qué estaba haciendo allá? De no ser por el frío y por los dos kilómetros que le separaban del pueblo más cercano, quizás hubiera vuelto atrás. Pero ya no, hacía demasiado frío, ahora había que seguir, además ya casi había llegado…seguir pese al miedo, sí miedo, porque miedo da todo aquello que no entendemos, aquellas situaciones en las que las circunstancias parecen elegirnos a nosotros y no nosotros a las circunstancias. ¿Qué maldita secuencia le había llevado hasta aquel Lastday Hills número 28? ¿Qué hacía un economista, uno que siempre había sido buen estudiante y buen hijo; uno que algún día sería un buen marido, de Judy; uno cuyo único pecado había sido desayunar diariamente en una tienda de libros, por mucho que aquella tienda de libros estuviera adosada a un restaurante; que hacía en medio de un campo blanco que ahora era negro, helado, solitario, oscuro…qué hacía? No lo sabía y ahora tenía miedo. Porque ahora pensaba, porque ahora se sentía débil y exhausto tras una noche en vela. Miedo. ¿Y si le mataban? Nancy o el marido, no importaba…¿Y si ya nunca más era un buen hijo; y si ya nunca más era un buen economista; y si ya nunca más desayunaba en un restaurante con tienda de libros? ¿Y si ya nunca más se convertía en un buen marido? ¿En un buen padre…? Había que volver atrás, debía escapar…pero hacía demasiado frío. Ya había llegado demasiado lejos. Miró hacia adelante y vio un coche, el coche de Nancy…En la casa las luces estaban encendidas. La sonrisa de Nancy volvió a su mente; «será un placer,» le decía.
Entonces Benito comenzó a reír, y se rió como hacía tiempo que no lo hacía; ¿qué clase de locura era aquella que le había impedido darse cuenta de la realidad? Nancy, la fea, vieja y sesentona Nancy de cada día, aquella que pese a su edad se seguía tiñendo el pelo de rubio, como una Marilyn cualquiera, la misma que había perdido a su John en la guerra, esa que había tenido un marido fruto de un matrimonio que «por suerte» ya acabó, le había invitado a su casa, a él, a Benito, un atractivo e inteligente joven de veintiocho años, cuya carne era como quizás la de Nancy fuera en su día: dura y joven. Como ya nunca más sería. Benito se rió de sí mismo.
«Y yo que imaginaba misterios…Es curioso como la literatura puede dominar nuestra mente…¡Hasta llegué a creer que Nancy había tirado a propósito el libro de Poe! ¡Y todo lo que quiere es hacerme el amor! Simple, aburrido y maravilloso mundo…» se dijo finalmente, con ese alivió propio de los que son conscientes de que acaban de perder una emoción, pero, a cambio, ganado una vida.
No, no había porque ponerse nervioso; Nancy era una mujer agradable y, por mucho que sus intenciones fueran diferentes, seguro que disfrutaría de una tarde de entretenida conversación. Además, ¿quién le decía que aquello no era todo lo que ella quería? En este mundo hay mucha soledad y quizás esta sería la primera tarde libre en mucho tiempo que Nancy no pasara sola. Para comunicarse, para escaparse de sí misma por unas horas…no, no había porque dudarlo: le había invitado a pasar una tarde conversando al lado de una buena estufa y una taza de té caliente. No había ni marido, ni crimen, ni había tirado el libro a propósito, No, tampoco había pensado en irse a la cama con él (algo que a Benito, sólo de imaginarlo, le provocó nauseas.) Lo único que había habido es una increíble sucesión de casualidades y su mente, siempre activa, unida a su normalmente aletargada imaginación, había sido la presa perfecta para el demonio de la literatura; aquel que, como él ya sabía y ahora comprendía, había vuelto locos a tantos. Bueno, por lo menos, pese a todo, había hecho una amiga, una que en condiciones normales nunca hubiera pasado de ser la sonrisa-interesada-en-busca-de-propina de las mañanas. Y eso le alegraba, pues le hacía darse cuenta de que tras la gente, tras todos esos que creemos que nos sonríen porque esperan aprovecharse de nosotros, con los que nos relacionamos porque no nos queda más remedio y que a su vez se relacionan con nosotros porque tampoco ellos pueden elegir, hay personas, gente sola que, como Nancy, buscan a alguien con quien hablar, alguien que vaya a su casa, a esa casa que está tan lejos de la ciudad y que nadie visita, a tomar una taza de té. De té caliente. Bendito Poe, que le había ayudado a descubrir todo aquello.
Llegó a la casa. En su interior, entre la oscuridad, sólo se veían unas extrañas luces que se movían, que cambiaban, que se apagaban de repente y se volvían a encender. Aquello alarmó momentáneamente a Benito, como también lo hicieron las muchas voces que, como truenos entre el silencio del campo, retronaban en sus oídos. Era el televisor. Aliviado, se rió de su estupidez, echándole de nuevo la culpa a Poe y maravillándose, una vez más, de lo que la literatura puede hacer en el cerebro humano. Unas cuantas páginas le habían convertido en un ser asustadizo y fácilmente perturbable. Sonrió. Sin darse cuenta se había convertido, por un segundo, en un Usher, por un segundo todo le había dado miedo. Claro que, por suerte, aquello era sólo pasajero y tras diez buenas horas de sueño volvería a ser el mismo Benito de siempre. Y mañana compraría un libro de MIT. Llamó a Nancy. Nadie contestó, así que probó de nuevo.
—Nancy, soy yo, Benito, su cliente de las mañanas…
Ahora sí que oyó la voz de Nancy, quien, con voz afónica, que Benito atribuyó a que debía de haberla despertado, le contestó alegre:
—¡Benito! ¡Cómo me alegro de que haya venido usted! ¡Que alegría!—la voz dejó de oírse por un momento—Pero pase, pase, se debe usted estar muriendo de frío. La puerta del garaje está abierta, yo bajo ahora mismo. Espere que le encienda la luz…
En la planta baja se encendió una luz. Alegre, pues por fin iba a escapar del frío, Benito se acercó a la puerta, que, tal y como le había dicho Nancy, no estaba cerrada con llave. Mientras la abría, oyó la voz de Nancy, acompañada de unos pasos que bajaban, y golpeando una escalera que, por el ruido, debía ser de madera.
—Que bien, que bien, como me alegro, como me alegro…—decía la voz de Nancy—Mire que yo ya tenía un presentimiento…Nada más irme del restaurante, cuando me ha sonreído, me he dicho «seguro que este joven tan simpático no miente cuando dice que te va a hacer una visita Nancy…» ¡Y ya ve que no me equivocaba! Tengo té y galletas.»
Benito entró en el garaje. Había muy poca luz y, en un principio, no pudo distinguir ninguno de los objetos que lo abarrotaban. Se abrió otra puerta, la de la escalera, iluminando de repente la estancia. Benito vio aparecer la figura de Nancy:
—Hola…—dijo antes de quedarse repentinamente callado.
Estaba desnuda, totalmente desnuda, asquerosamente desnuda. Sus pechos, secos desde hace años, décadas, caían de manera horrorosa sobre su arrugada barriga. Era lo más horrible que había visto en su vida. No pudo soportarlo y enseguida apartó la vista, yendo ésta a chocar con los demás objetos de la habitación: una lavadora, una nevera vieja, un cortador de césped…
Mientras tanto, ella le decía:
—¿Por qué no me miras? ¿Es qué crees que puedes elegir? Lo quieras o no tus manos van a tocar mi cuerpo y las mías el tuyo…
Sonó un fuerte golpe; era la puerta del garaje, la cual Nancy, apretando un botón que estaba junto a la escalera, acababa de cerrar. Benito miró hacia atrás, a la puerta cerrada, y sin comprender todo aquello, asustado, volvió a mirarla a ella. Sólo por un instante, porque de nuevo no pudo soportarlo y ahora volvía a mirar a su alrededor: un viejo horno, una bicicleta oxidada, un oso de peluche que en otro tiempo debió ser negro pero que ahora, envejecido por el polvo, había crecido canas…
—¿Es qué crees que el que se cayera ayer el libro fue una casualidad? ¿Qué mis guiños lo fueron? Sabía que no tenía más que excitar tu imaginación y que caerías en mis manos, tal y como tantos han caído antes que tú. Sois todos iguales, toda vuestra vida sin utilizar la imaginación y al final no sabéis defenderos de ella. Un libro…una noche ha bastado…
Una estantería (llena de libros de misterio), un viejo equipo de música, un sillón de orejas roto…
—¿Creías que había un misterio? Te lo pude ver en la cara esta mañana, nada más entrar en el restaurante.
Vajilla, tenedores, cuchillos, un cuadro, una lámpara sin bombilla…¡un ataúd!
Impresionado ante aquel hallazgo, Benito averiguó algo que nunca hubiera podido imaginar: que era propenso a tener ataques de catalepsia. Mal momento para darse cuenta…
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