1.-El Conocimiento de la Historia para Justificar su Repetición
Probablemente una de las frases más citadas del siglo pasado sea aquella de Jorge Santayana de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla. En la misma línea, hasta hace unos meses este artículo hubiera tratado sobre los peligros de la ignorancia histórica de la administración Bush y como estaba obligando a la sociedad internacional a repetir una historia que no había olvidado precisamente porque no quería repetirla. Pocos temas han sido más analizados en las últimas décadas que el colonialismo y el círculo vicioso según el cual las sociedades que lo sufren son condenadas, en primer lugar, a la imposición por la fuerza de civilizaciones ajenas y, en segundo, a un retroceso a formas de vida arcaicas que tienen como única virtud la de ser diferentes a las del invasor. Un caso claro sería Irán, liberado de un Shah corrupto, laico y prooccidental, por la teocracia represiva y antioccidental de Jomeini. De modo que la conclusión era clara: Bush repite la historia porque no la conoce.
Últimamente comprobamos que la lectura no es tan fácil. Para empezar, ya no estamos seguros de si organismos internacionales como Naciones Unidas, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional son las herramientas de emancipación nacional que llevan más de medio siglo prometiendo ser o instrumentos de dominación blanda. La guerra de Irak ha hecho estallar definitivamente la nube rosa a través de la que occidente se miraba y que, indefectiblemente, y especialmente tras el final de la guerra fría, le hacía aparecer como el liberador; volviendo a un escenario similar al que creíamos haber concluido con la primera guerra mundial. Hasta entonces las guerras no eran algo a evitar, sino simplemente a legitimar. De manera similar, se ha hablado mucho más de las razones para ir a la guerra de Irak que de cómo podría haberse evitado.
¿Cómo explicar este cambio de tendencia? Decir que los atentados en Nueva York y Washington cambiaron la forma de pensar de los estadounidenses sería un análisis simplista, especialmente teniendo en cuenta que los atentados de Madrid cambiaron la forma de pensar de los españoles en la dirección opuesta. Lo que sí es indudable es que los ataques del once de septiembre dieron un impulso a los sectores más conservadores de la sociedad estadounidense, aquellos que, pasados los momentos de duelo, pudieron decir que «ya lo habían avisado». ¿Pero qué es lo que habían avisado?
Habían avisado de tantas cosas que es difícil saber si acabaron acertando en algo. Hablaron, por ejemplo, de la pérdida de valores de una republica americana cuya situación, curiosamente, compararon con el asedio sufrido por el imperio romano durante las invasiones bárbaras. Un caso típico es el de Pat Buchanan, quien pese a titular uno de sus libros Una República, no un Imperio, no se cansó de criticar la inmigración ilegal estableciendo paralelismos entre la debilitación del imperio romano y la república americana debido a la asimilación de nuevas gentes venidas del norte en el caso de aquel y del sur en el de ésta. Muchos aficionados a la historia ficción mencionaron como la caída del imperio romano había sido propiciada por la entrada de los bárbaros en los ejércitos imperiales y de como la entrada de hispanos en el ejército de EE.UU. debilitaría la posición de éste con respecto a su mayor enemigo potencial. Sorprendentemente, los Buchanan, O’Reilly o Limbaugh pasaron por alto el paralelismo más evidente: un día el cargo de emperador se hace hereditario y deja de acceder al mismo la persona mejor preparada. El meritocrático sueño americano se ha salvado de momento con Obama y McCain, pero no conviene olvidar que tras la reelección del hijo de presidente y nieto de senador George W. Bush, se habló seriamente de la posibilidad de que le reemplazara su hermano Jeb como candidato del partido republicano, enfrentándose en una hipotética carrera electoral a la esposa de presidente Hillary Clinton.
Otro paralelismo que se establecía era el de la presunta debilidad moral de las nuevas generaciones. Esas generaciones a las que en Estados Unidos se llamó naive (ingenuas) y a las que en España un líder político (Rajoy) se refirió como las del «buen rollito.» Tras la tensión generacional–o excusada en la tensión generacional–hay un ataque frontal contra el ecologismo, el pacifismo y la tolerancia cultural, patrimonios que no son propios de ninguna generación en particular sino de la humanidad en general. ¿Cómo de importantes son estos valores? Tanto que son la ruptura con la historia de la que hablaba Santayana. Un nuevo comienzo en el que los grandes novelistas ya no hablan de las glorias de los generales o dónde los grandes científicos de la época no son aquellos que contribuyen a construir el cañón o la catapulta más potente. Es decir, el siglo de Einstein y no el de Oppenheimer; el de Catch-22 y no el de Guerra y Paz.
En los últimos meses nos estamos haciendo las preguntas equivocadas. La pregunta no es si los sectores más salvajemente retrógrados de nuestras sociedades tienen razón, porque la tienen, sino más bien, ¿qué ha sido de aquel mundo en el que ya no la tendrían y qué entre todos creíamos estar construyendo; un mundo que supondría una ruptura con esa historia que no queríamos repetir y cuyo tema principal ha sido la lucha por el poder de pueblos, naciones y civilizaciones?
Ese ha sido el mayor y más sorprendente triunfo de los neoconservadores americanos. Mucho más allá de la guerra de Irak, a la que habría que llamar preguerra en vista de su posguerra; más allá incluso de la posguerra que ha convertido una región de la importancia de Oriente Medio en el río revuelto que todo pescador grande y monopolista desearía. Su victoria va mucho más allá, llegando incluso al debate intelectual y convirtiendo la rica y diversa sociedad internacional que se intentaba crear en una monotemática y digna de cualquier película (disculpen el eufemismo) del gobernador de California. Ya no hablamos de pobreza y un mejor reparto de los recursos naturales; ya no hay manifestaciones en nuestras ciudades en las reuniones del G-8 o en Davos (¿quién instigaba aquellos altercados que las deslegitimaban y que se presentaban como la regla cuando sólo eran la excepción?); y el antiguo foro de Porto Alegre, por encima de cifras de asistencia, vive instalado en la periferia del pensamiento, convertido en folclórico cuando hace unos años aspiraba a crear cultura. El folclore necesita ser bonito para existir, mientras que la cultura es simplemente necesaria. Ya no necesitamos un mundo mejor: nos basta con pensar que sería bonito. Curiosamente, una cultura y su folclore suelen representar valores opuestos; basta mirar a las tradiciones regionales que son el folclore de nuestra cultura global y tecnológica para comprender que no tiene nada de contradictorio que una cultura cada vez más injusta tolere y promueva un folclore cada vez más utópico.
Se puede sentir nostalgia de lo que uno no ha vivido y yo la siento del artículo que hubiera escrito hace unos años. La preguerra recién terminada, en él me hubiera quejado de que el mundo había caído en manos de unos perfectos inútiles y que la desestabilización de la región y la creación del perfecto caldo de cultivo para Bin Laden y sus secuaces era algo que cualquiera podía prever. Ahora hemos averiguado que hay muchos «cualquiera» trabajando en el Pentágono y que, por lo tanto, ellos también lo sabían. Y no sólo lo sabían, sino que probablemente lo buscaron y que la situación que tenemos hoy en día, lejos de ser fruto de la ignorancia, la improvisación y el desprecio a toda idea de ilustración y civilización; lejos de ser la obra de esa América profunda que tantas veces hemos oído que ha hecho ganar dos elecciones a W. Bush; esa América que se sobrevuela y que une las dos costas y focos de civilización estadounidenses, es más bien fruto de una América estratosférica, una clase poderosísima que parece dispuesta a desestabilizar regiones enteras en aras, no seamos desconfiados, de la seguridad; o, seámoslo, de una explotación de recursos naturales de otros países con menores regulaciones medioambientales y con gobiernos fácilmente corruptibles. Para aquellos que digan que los costes de las guerras son más altos que los beneficios a obtener con dichos recursos naturales, recordar que los beneficios, o gran parte de los mismos, se reparten entre unos pocos, mientras que las guerras las pagan todos los contribuyentes.
Así que bienvenidos al mundo en el que se habla de bloques, civilizaciones, ejes, alianzas y de regiones que son barrios o patios y en el que éste lenguaje no parece un insulto a la inteligencia. En un mundo de miserias, penas, enfermedades, neuras, depresiones y miedos y en el que la vida de cada individuo es infinitamente más rica que la vida política de cualquier estado, nuestros héroes del Pentágono y vecindarios adyacentes de Washington DC han logrado que etiquetas como oriente, árabes, musulmanes, palestinos, terroristas e islamistas tengan vigencia y se utilicen indistintamente. Un mundo regido por un macabro guión titulado repetición de la historia.
Sería fácil decir que los neoconservadores han usurpado este poder de convencernos de que la historia está para repetirse. Llegaron al poder de forma inmerecida y probablemente lo conservaron con ciertas triquiñuelas electrónicas, pero decir que han destrozado la idea de aquel mundo sería obviar que aquel mundo no debía de gozar de muy buena salud si les permitió que se acercaran al poder y que, una vez en él, lo hayan utilizado con tanta efectividad. La aspiración a un mundo más justo también es, desde luego, una repetición de la historia, pero también lo es que el ser humano piensa, siente y vive para evitar que la historia se repita.
2: La Utilización de la Ideología como Instrumento de Dominación Imperial
Se suele decir que el poder corrompe. ¿Cuántos casos conocemos de personas que acaban convertidos en todo lo contrario a lo que defendían en sus idealistas comienzos? Algo similar sucede con los estados: los morales observadores de ayer se convierten en dominadores de hoy camino al imperio de mañana. Una y otra vez comprobamos como los imperios políticos, habitualmente definidos como firmes instrumentos de dominación, están cimentados en algo tan etéreo como la ideología. Tanto en el caso del país que se convierte en potencia como en el de la persona que pasa a mirar la pirámide social desde arriba, es difícil saber si estamos ante un caso de corrupción de ideales o simplemente de haber apreciado en los mismos la más útil de las herramientas.
La historia está llena de ejemplos de liberadores que de forma casi inmediata se convirten en opresores. Mientras Estados Unidos ayudaba a Cuba a liberarse del yugo del imperio español, ya le estaba tomando las medidas para colocarle el propio. Algo similar le sucedió a Córcega, territorio francés desde que Francia intercedió en favor de los corsos en su insurrección contra la república de Génova. Lo que se presentó como una liberación acabó siendo una cesión, de Génova a Francia en 1768. Así que los nacidos en 1769, entre ellos un tal Napoleón Bonaparte, ya fueron ciudadanos franceses. O como aquellos indígenas de las tierras que hoy conocemos como Méjico, quienes vieron en la llegada de los españoles la oportunidad de independizarse del imperio Azteca, contribuyendo con cientos de miles de hombres a la victoria de Hernán Cortés y los suyos. Tan bravo esfuerzo les valió que su emperador dejara de llamarse Moctezuma y pasara a llamarse Carlos.
La transición de moral observador a dominador se puede explicar, en primer lugar, por la costumbre de seres humanos y pueblos de considerar a todo enemigo de sus enemigos su amigo. Llega un momento en el que la palabra libertad pierde su significado y se limita a significar libertad del dominador del momento, siendo el odio por éste tan fuerte que supera incluso el amor a la propia libertad. A falta de poderse quitar el collar bueno será un cambio; a veces en contra de toda racionalidad pues puede que se esté quitando el de un imperio agotado y decadente para ponerse el de un poder al alza. Éste, por supuesto, se habrá presentado como el idealista observador, un seductor que habla de libertad e ideas, mientras que el otro se asemeja al aburrido marido que sólo habla de impuestos, poder y nombramientos de ministros. Y así es como el país pujante que hasta el momento se encontraba en la periferia del poder y sin verdadero poder decisorio acaba convirtiendo su debilidad en su mayor fortaleza. La periferia es hegemonía cuando se trata de juzgar: puede ser presentada como independencia y neutralidad; o como adhesión a unos valores e ideales que nada tienen que ver con los imperialistas del poder de turno.
Todos los imperios han pasado por esta fase inicial. Defensores de la moral y la legalidad han tenido en la ideología, la civilización y el raciocinio la más potente de las armas frente a sus enemigos. Unos enemigos que quizás tengan un grado de civilización similar en algunas esferas de su sociedad, pero que, llevados por las ansias de expansión, se habrán dejado influir por sus sectores más militaristas. Las armas, que tantas guerras ganan para los imperios, nunca ganan ni la primera ni la última. La primera la han ganado con las ideas y la última la perderán víctimas de las ideas del imperio que viene.
Una vez llegado al poder el que antes ensalzaba la libertad ahora hará todo lo posible por suprimirla. El cristianismo, por ejemplo, fue un firme defensor de la educación laica y de mantener la religión en una esfera estrictamente personal mientras la religión oficial del imperio romano fue el paganismo. Por las noticias que nos llegan en los últimos diecisiete siglos parecen haber variado ligeramente su posición. Así que parece que lo difícil no es defender la libertad, sino defenderla cuando se tiene el poder de decir quien es libre y de qué.
El imperio actual—cada imperio tiene sus códigos de dominación y no es éste el lugar para estudiar los del norteamericano—también nació con grandes dosis de la imprescindible legitimidad moral. Sin necesidad de tener una historia virginal, al fin y al cabo estamos ante una nación que ya había vivido episodios como la esclavitud o la política intervencionista del Gran Garrote de Theodore Roosevelt, Estados Unidos se presentó en el gran escenario de la Primera Guerra Mundial con el aura de idealista observador que, como el Hans Canstorp de la Montaña Mágica de Thomas Mann, duda todo lo humanamente posible antes de involucrarse en la locura del gran mundo que hasta ese momento miraba desde la distancia. Si el héroe de Mann tardó siete, hasta tres años le costó al idealista Woodrow Wilson (de nuevo la aparición del idealismo en los albores del imperio) convencer a sus conciudadanos de que Estados Unidos no podía quedarse al margen de la contienda. Un idealismo que no se limitó a la guerra y se hizo también patente en el tratado de Versalles que puso fin a la misma, al que Wilson llegó con aquellos ambiciosos catorce puntos de los que Clemenceau, el primer ministro francés, comentó: «Dios nos dio los diez mandamientos y no los cumplimos. Ahora Wilson nos da los catorce puntos…¡ya veremos!» La desilusionada Europa le decía al idealista recién llegado que una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace.
Menos de un siglo más tarde los papeles se han invertido. ¿Es eso mucho tiempo en la esperanza de vida de un imperio? Teniendo en cuenta lo que han durado otros imperios parece más bien poco. La sabiduría popular ha creado equivalencias entre lo que vive un perro y una persona, así que probemos de hacer lo mismo para obtener la edad de un imperio. Si un ser humano vive una media ochenta años, entonces un imperio vivirá los quinientos sesenta que resultan de multiplicar ochenta por el parámetro perruno-humano-imperial (PHI=7). En vista de lo que han vivido los imperios anteriores no parece del todo desencaminado, aunque todo este juego de números no tiene otro propósito que señalar que, en términos imperiales, Estados Unidos no es más que un adolescente. Parece sorprendente que el país que hace sólo catorce años PHI acudía a limpiar los cadáveres físicos y políticos del jardín de la vieja Europa y que ha hecho del antibelicismo un arte, sea el mismo al que ahora acusamos de inventarse guerras.
Como con un amor que se termina, una de las primeras preguntas que nos hacemos una vez recuperada una cierta capacidad de análisis es: ¿cómo no nos dimos cuenta antes de que se estaba terminando? Sospechábamos que nos era infiel con nuestro mejor amigo, lo cual resultó en que dejáramos a nuestro amigo pero no a ella, y en la cama nos llamaba Henrik, lo cual atribuimos a su gran afición al cine sueco. ¿Suena exagerado? Comparenlo con una autoridad moral que ha cambiado gobiernos democráticos, apoyado a dictaduras y que ha sido el único país de la historia que ha utilizado bombas nucleares en contra de poblaciones civiles. El trauma creado por el nazismo evitó que nos preguntáramos seriamente por aquella curiosa ecuación según la cual las doscientas mil muertes (y cientos de miles de afectados por la radiación) de Hiroshima y Nagasaki ayudaron, en la lógica de los aliados, a evitar muertes. ¿Cómo rebatir entonces los razonamientos de Bush sobre la guerra preventiva si la lógica occidental ha dado por bueno que en un sólo día murieran doscientas mil personas para evitar muertes! Algo estaba fallando en el mejor representante de nuestra civilización y, en consecuencia, algo ha seguido fallando en nuestra civilización.
Les confesaré que aún me queda una última venda imperial que hace que me muestre reticente a hablar en pasado de la legitimidad moral americana. Esa venda es su gran capacidad de autocrítica. Muchos han dicho que Michael Moore, Joseph Stiglitz, Susan Sontag o Edward Said, atacan los valores americanos cuando los simbolizan mucho mejor que Bush y los millones de campesinos con camioneta, rifle y motosierra que, según nos cuentan, le han elegido dos veces. Estados Unidos es el país de la segregación, la esclavitud y el Ku Klux Klan; pero también la sociedad en el que el arresto de una mujer negra, que una mañana de 1955 renunció a ceder su asiento a un pasajero blanco en un autobús, inició un ciclo de boicoteos y manifestaciones que desembocarían en el movimiento de los derechos civiles; sin duda uno de los hitos de la historia de la humanidad, no sólo por su importancia en la sociedad américana sino por la influencia que acabaría teniendo en los más diversos temas—desde la emancipación de la mujer al final del apartheid sudáfricano—, y mostrando el camino a seguir a otras sociedades, las europeas incluídas, en lo que a integración racial se refiere.
Así que la pregunta no es si la sociedad estadounidense ha tenido alguna vez legitimidad moral, sino si le quedan energías para salir del socavón en el que les ha metido la administración Bush. O en el que se habían metido y del que la administración Bush es sólo su ejemplo más claro. De la respuesta depende el futuro de la hegemonía américana, así que algo de decencia y moralidad deben de quedarnos a los seres humanos si, además de una cantidad ingente de armas, necesitamos una dosis de verdad para ser convencidos.
Foto: Toma de Posesión de Benhamin Harrison, 4 de Marzo 1889, The Library of Congress, American Memory, http://memory.loc.gov/ammem/browse/index.html
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