Artículos 2008-2009: Los Dioses Laicos

   
          Ahora que nos hemos aburrido de odiar a la administración Bush y que, mitad por resignación ante lo inevitable mitad por costumbre, comenzamos a sentirnos capaces de sobrevivir a sus ocho años de gobierno (que el mundo lo haga ya es otra cosa), es un buen momento para analizar si Bush es la causa o sólo la consecuencia de un proceso mucho más complejo de polarización y mercantilización de las ideologías políticas y sociales. Decir que Bush usurpó el poder o que ha llevado a EE.UU. por el camino equivocado, como si fuera un simple pastor, sería ignorar que por encima de matices matemáticos y triquiñuelas, voto arriba voto abajo, había numerosos indicios (indicios detectables a posteiori: no represento a un gabinete de videncia), que avisaban de que alguien como W. Bush podía ganar o al menos acercarse a un puñado de votos de la presidencia. Y ésto, teniendo en cuenta las capacidades del político en cuestión, es ya de por sí preocupante. Como preocupante es que muchos de los elementos que le llevaron al poder sigan hoy presentes en nuestras sociedades.
          Comenzar diciendo que con independencia de su fuerza política, W. Bush y su administración ya no son ideológicamente relevantes: son pocos los que defienden su derecho a alterar todo los principios de la sociedad americana incluso, seamos bienintencionados, en aras de su salvación. Las leyes no dicen nada de resultados o salvaciones, sino de procesos según los cuales hay una representatividad de cada individuo para participar de la salvación, hundimiento, prosperidad o miseria de su sociedad. En occidente, al contrario que en el imperio romano, no existe la figura de un dictador que pueda ser elegido por el senado para poner orden en un tema concreto: dictador, que no tirano, era el que en un momento de dificultad tomaba el mando para imponer un criterio. Independientemente de sus intenciones, W. Bush es casi universalmente considerado como una amenaza para los valores de la sociedad occidental.
          ¿Es Europa tan diferente a Estados Unidos? Comencemos recordando aquellos tiempos en los que nos reíamos de los programas de testimonios del estilo del de Jerry Springer o del show de Cristina: que tiempos aquellos en los que sólo los americanos contaban sus miserias en televisión. Años más tarde, no sólo las contamos igual que ellos, sino que hemos añadido numerosos factores que en otro tiempo considerábamos con superioridad como exclusivos de una no del todo saludable cultura estadounidense. Desde nuestra atalaya de la dieta mediterránea, despreciábamos la dependencia del coche como medio de locomoción para desplazarse al puesto de trabajo o incluso para hacer hasta las compras más básicas en esos centros comerciales que son un calco el uno de otro. ¡Hasta ponemos pitidos en televisión cuando alguien pronuncia una palabra malsonante! No es mi intención analizar las bonanzas o miserias de un modo de vida u otro, simplemente reflejar que elementos que considerábamos ajenos se han hecho propios de una manera rápida y no siempre perceptible.
          Sigamos con la prensa, cuyo papel ha cambiado de presunta informadora imparcial (que podríamos definir como el intento subjetivo, el ser humano no puede evitar ser subjetivo, de informar de forma veraz) a ser tratado, cada vez con menos disimulo, como producto. ¿La diferencia? Como producto ya no tiene que aspirar al respeto, sino simplemente a la adhesión. Un medio de comunicación se respeta, mientras que un producto se compra. Como producto, tal y como vemos en la publicidad actual, lo importante ya no es gustar al mayor número de personas posible sino, en un mundo cada vez más competitivo, gustar al grupo de personas que te comprarán. Que ésto signifique ofender a los que no pretendían comprar tu producto es irrelevante. En otro tiempo se retiraban anuncios tras la queja de una organización representativa de una condición, sensibilidad, enfermedad o sexo, y se interpretaba la queja de una de estas organizaciones como mala publicidad que necesariamente tenía que dañar las ventas. En la actualidad estas quejas no sólo son toleradas sino en ocasiones incluso buscadas para darle notoriedad al producto y, teniendo en cuenta que definimos nuestras simpatías en relación a nuestras antipatías, los amores en relación a nuestros odios, para fomentar las adhesiones antes mencionadas criticando o ridiculizando a un grupo antagonístico o antipático al de los compradores potenciales de un producto. Por utilizar un ejemplo claro, un desodorante masculino se puede publicitar menospreciando a las mujeres. Ésto no significa que el hombre que lo compra siempre menosprecie a las mujeres, sino sólo que puede llamarle la atención o hacerle gracia verlo en el contexto de un anuncio, en cuyo caso, y siguiendo con el ejemplo, las quejas de los grupos feministas no harán sino reafirmar la simpatía del comprador potencial del producto. ¿Habrá muchos hombres que dejarán de comprarlo por las mismas razones? Efectivamente, pero cuanto más competitivo sea el mercado más se preferirá la adhesión de unos pocos a la simpatía o respeto de muchos, ya que la adhesión, a diferencia de la simple simpatía o respeto, es la que crea consumidores. Éste tipo de elementos no son totalmente novedosos, pero en los últimos tiempos se utilizan de manera más clara.
          Y los medios de comunicación, que hasta ahora no podían participar de este tipo de tendencias al haber un valor que no tenían porqué poseer pero al que no podían dejar de proclamar que aspiraban, la imparcialidad, han entrado de lleno en esta era de mercados y consumidores potenciales. A un medio de comunicación ya no le basta con saber cuanta gente simpatiza con él o lo respeta por motivo de esa imparcialidad que se clamaba que era la receta del éxito, sino cuanta lo hará hasta el punto de comprar un periódico o libro o escuchar un programa de radio. Según éstos parametros sería un error renunciar a un oyente por no ofender a otro que de escucharte poco pasará a no escucharte nunca: un error renunciar a crear lealtades por odio y amarillismo. Los códigos éticos están siendo abandonados como anacronismos que sólo deben ser respetados mientras sean compatibles con el rendimiento empresarial, limitándose a ser sustituidos por el que cada vez más consideramos el único código infranqueable: la ley.
          No estoy seguro en que un mundo en el que la moralidad sea confundida con la legalidad sea uno mucho peor que uno en el que ambos conceptos sean separados, pero en todo caso seguro que es uno menos variado y muy diferente a aquel en el que nos hemos acostumbrado a creer que vivíamos. Hace algunos años oíamos a un político balear decir que un partido político tenía que pedir perdón tras declarar un tribunal que un espionaje era «inmoral pero no delictivo». Sin entrar a valorar lo acertado de la sentencia, parece curioso que el que comete una inmoralidad no tenga que pedir perdón si ésta no es a la vez sancionada por la ley y que sea la víctima de la inmoralidad la que tiene que pedir perdón si los tribunales no sentencian que también ha sido víctima de una ilegalidad. Si la verdad moral y legal se confunden y esclavizamos a aquella con las muy necesarias cadenas de ésta, acabaremos creando una sociedad de víctimas, verdugos y jueces. De nuevo, una sociedad mucho menos rica, diversa y respetuosa con la libertad individual.
          Recordemos ahora por un momento esa América gobernada por el partido demócrata en la que comentaristas conservadores como Rush Limbaugh o Pat Buchanan fueron muy importantes en la victoria de Bush sobre un Al Gore que se llevó las bofetadas destinadas a Clinton. Limbaugh no hizo caer a Gore por sus insultos a Clinton por el tema Lewinsky, sino que simplemente detectó que decenas de millones de personas querían oír aquello. A Limbaugh nunca le importó—hablo en pasado pues, tal y como suele suceder, con la llegada al poder de los que podríamos llamar los suyos su influencia ha decrecido: siempre es más importante un comentarista a la contra que a favor, por eso, radiofónicamente, la derrota del PP marcó el fin de la era Gabilondo y el comienzo de la era Losantos—, no le importó, decía, ofender a los homosexuales, demócratas o afroamericanos, pues esos ataques le hacían ganar el favor y la fidelidad de sus oyentes. O utilizar el fantasma americano, el comunismo, del mismo modo que en España se agita el fantasma de los nacionalismos o, desde el otro lado del espectro político, del fascismo. Podríamos definir como fantasma todo aquel elemento que se utiliza repetitivamente para unir a un grupo frente a una amenaza imaginaria. En este sentido, los austeros y anticonsumistas Binladenes y talibanes (al estilo de aquellos Zidanes y Pavones de Florentino) son una nueva versión de los austeros y anticonsumistas comunistas de toda la vida.
          Si estuviéramos hablando de un desodorante o de un coche no dudaríamos de que los objetivos económicos justifican ofender a grupos de no consumidores potenciales en aras de captar consumidores potenciales, pero en el caso de la información, de la intelectualidad en general, ¿es legítimo? ¿Deberíamos renunciar a tratar la intelectualidad y la información con parámetros similares a la venta de cualquier producto? ¿Lo hacemos ya? ¿Consentiríamos que un periódico se anunciara diciendo: «compre el Parcial el periódico que le hará sentir bien leer»? Incluso en una sociedad obsesionada con la salud y con la división de esa salud en miles de categorías controlables, ningún medio de comunicación podría publicitarse diciendo, incluso si fuera cierto, «que científicos de la universidad de X State han afirmado que la exposición a cultura e información que refuerce nuestras ideas es buena para la salud.» Aún no estamos preparados para que el médico añada a la manzana al día el escuchar como hablan bien de los que ya nos caen bien y mal de los ya nos caen mal. Todavía no lo aceptamos, pero parece que vamos en camino de hacerlo. Y entonces una civilización occidental basada en la duda se convertirá definitivamente a la filosofía de la reafirmación. La tranquilidad, la fe en las propias creencias, la pertenencia a un grupo de personas elegidas para conocer la verdad; las religiones nos muestran todo ésto como algo sistemáticamente buscado por la humanidad, así que no es descabellado pensar que son consecuencia del instinto de preservación. Y sin embargo son las grandes palabras, libertad, independencia, veracidad, las que seguimos utilizando a todos los niveles intelectuales. El presidente de una compañía de coches ha de ser eficiente, sin embargo, el de un periódico, ha de ser veraz e independiente. Estamos acostumbrados a poner la intelectualidad en un nivel diferente al resto de productos del mercado. Y la experiencia americana y del mundo bajo la administración W. Bush nos dice que con razón.
          Existe la creencia que dos masas de población parciales empujando en dirección contraria tienden a equilibrarse y que inclinará de su lado la balanza aquella que cuente con mayor número de individuos. ¿Triunfo democrático? Puede que no: la suma de individuos parciales no es necesariamente la ecuación de la democracia, sino que en muchas ocasiones lo será de la pasividad. Y es que tras unos espumosos y energizantes primeros momentos en los que los seres humanos bienvenimos el haber encontrado una causa en la que creer u otra a la que odiar, llegara ese otro tan diferente en el que, cuando el hombre o grupo elegido no cumpla con la misión encomendada, aquellos le justificarán y éstos, de camino a olvidarse de la política, le insultarán. De modo que las aparentemente activistas masas pronto se dividirán entre los que se encogen de hombros diciendo «si lo ha hecho así será por algo: creemos en él» y los que simplemente dicen «yo no le vote y la política ya no me interesa: haga lo que haga no creo en él». Y ese forofismo que sin ser positivo es algo más inócuo en temas individuales o deportivos, se convierte en increíblemente destructivo cuando los temas son comunes. Homofobia, nacionalismos, antinacionalismo, sexismo, anticlericalismo: todo será utilizado para crear adhesiones por reafirmación y por odio. Y lo más curioso es que éstos líderes de opinión no harán sino darnos los productos que a través de nuestras decisiones como consumidores les hemos pedido que nos den.
          El caso de Estados Unidos nos demuestra que el forofismo desemboca en una inhibición de la ciudadanía, la semilla de un enorme árbol de impunidad. ¿Escuchas? ¿Espionaje bancario? ¿Cárceles clandestinas y un campo de concentración cuyas actividades, a diferencia de los alemanes en tiempos nazis, ni siquiera son clandestinas y por tanto no nos proporcionan la coartada del desconocimiento? Lo increíble no es que Bush no haya sido destituido, sino que ni siquiera se haya visto obligado a mentir y negar las acusaciones para continuar en el cargo. Además de los hechos, es preocupante la impunidad y tranquilidad con la que los ha perpetrado. Estamos acostumbrados a la adhesión incondicional a dioses y textos sagrados, pero los dioses son eternos y los textos están grabados en la psicología colectiva a través de la inviolabilidad de los textos y de sus múltiples interpretaciones. Pero si ya es cuestionable una adhesión incondicional a lo que no va a cambiar, ¿qué decir de la adhesión incondicional a lo humano y volátil? Creer en una religión es elegir creer en algo, mientras que hacerlo en un líder humano de modo incondicional es firmar un poder para creer en todo aquello que el líder quiera que creamos. Precisamente por eso las religiones se basan en el peso de la tradición: el hecho de que vayamos a creer ciegamente necesita de nuestro convencimiento de que aquello en lo que vamos a creer ciegamente no va a cambiar. Pero en el caso de los dioses laicos, ¿cómo esperar que no cambien si la sociedad está precisamente basada en el cambio y en la adaptación a las nuevas circunstancias del mercado?
 
 
 
Foto: Aleijadinho, Los Doce Profetas, foto de Hans Mann,
http://www.columbia.edu/itc/spanish/latinhum/public/

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