Si creía, estimado lector, que nunca iba a oír las palabras Bush y ciencia en la misma frase, (especialmente si ésta a la vez no contenía destrucción o cualquiera de sus sinónimos), ese más-difícil-todavía del circo de las palabras está a punto de ocurrir. Ahí va: los efectos de la administración Bush nos obligan y son la oportunidad perfecta para crear una nueva ciencia. Y he dicho ciencia: nada de conceptos pequeños como disciplina o escuela de pensamiento. O nombres prestados del tipo estudios de «Ciencias para…» o «Estudios de…»; o uno de esos neos, paras o pans de los que el mundo está lleno.
Por la importancia de su misión, bien merece que en la génesis de nuestra ciencia hagamos un esfuerzo en terminológía y encontremos un nombre rotundo: la Postbushonía. ¡Postbushonía! Bueno, no será será perfecto, pero si los comienzos lo fueran entonces ya no serían comienzos, sino comienzo y final, lo cual nos crearía una nueva gama de problemas que, francamente, no me atrevería a intentar resolver en este artículo. El nombre de Postbusnonía suena lo suficientemente enfermizo, algo así como una pulmonía postBush. Las ciencias, aunque su objeto sea enfermizo, tienen la misión de curar, avanzar, progresar…; de modo que que al final la única virtud de mi nombre no es tal, sino más bien otro defecto, ya que refleja mucho la enfermedad y poco la curación.
La nueva ciencia, para empezar, tendrá dos facetas diferenciadas: reconstrucción y viejas vergüenzas al descubierto; arreglar lo estropeado en estos ocho años y entrar por fin en esos temas que de no ser por la involuntaria colaboración de la administración Bush hubiéramos podido seguir ignorando durante unas cuantas décadas más.
Comencemos por la primera función, sin duda la más aparente, pero no necesariamente, como veremos más adelante, la más extensa. La reconstrucción será la del humanismo europeo, incluyendo los progresos aportados al mismo por la república americana desde su creación a finales del siglo XVIII. Paso primero: construcción por destrucción, adición por sustracción; es decir, hacer desaparecer, a ser posible con pompa y circunstancia, insultos a la inteligencia y decencia colectiva como Guantánamo, las torturas legales (que esta contradicción en términos se haya convertido en aceptada ya debiera mostrarnos lo equivocado de nuestro camino); la subcontratación de torturas a países con menos escrúpulos legales (como si con prácticas de este tipo a EE.UU. demostrara tener muchos), o esos interrogatorios creativos, tales como la privación de sueño del interrogado, cuya denominación, como aquella contabilidad creativa de Enron que llevo a la ruina a miles de pequeños accionistas, utiliza las palabras para esconder la realidad. Exactamente la función contraria a la que, por definición, debieran tener las palabras. ¿Definición de quién? ¡De todos aquellos que al lavarse las manos no lo hacen con una cuchilla a la que han decidido llamar jabón y que no se afeitan con una pastilla perfumada de formas romas a la que han llamado cuchilla! Las palabras se pueden usar para desinformar, pero sólo sirven para informar. Así que dejemos de llamar a las torturas interrogatorios creativos…
Resultado del análisis preliminar: la reconstrucción del mundo anterior a Bush va a ser una ingente obra de esa misma ingeniería política de la que los neocons y Bush decían huir y que terminaron practicando con la pasión del converso.
El segundo elemento de la Postbushonía, tal vez el más importante, es la gran cantidad de vergüenzas que la administración Bush ha dejado al descubierto. El gobierno de W. Bush ha sido a la sociedad internacional lo que el huracán Katrina fue a la administración Bush: las infraestructuras eran insuficientes antes del huracán y lo eran antes de Bush; él no creó las vergüenzas de la sociedad internacional, simplemente las ha dejado al descubierto, y será culpa de todos si dejamos que una rama de olivo del estilo de Obama o la simple desaparición de W. vuelvan a taparlas. Así que, lo que son las cosas, Bush es un Socrates a su pesar, un apuntador de verdades. Como Socrates, Bush ha puesto las bases para que sus interlocutores encuentren la verdad. De hecho ha ido más lejos y con su incompetencia las ha puesto también para que no sigamos perdiéndola.
La verdad es que sólo con juegos de palabras podremos juzgar de forma positiva a esta catástrofe natural; esta plaga bíblica que sospecho que el antiguo testamento hubiera tenido el buen gusto de hacer durar siete años y que la democracia, siempre generosa, ha hecho durar uno más. No es sólo el tiempo perdido: teniendo en cuenta el que cada uno de nosotros pierde en concursos, culebrones y eventos deportivos varios, éste parece ser lo de menos. Los seres humanos a los que se ha dejado de alimentar; el progreso en todos los continentes que se ha dejado de llevar a cabo; con ser todo ésto importante, las abstracciones del bien no realizado palidecen al ser comparadas con la desestabilización quirúrgica de regiones enteras y de todo lo que es digno en nuestro ordenamiento jurídico internacional. El bien no hecho entra dentro del negociado de la torpeza, pero desgraciadamente Bush ha sido mucho más y mucho menos que un mal presidente.
Su presidencia, en combinación con el proceso de laicidad vivido por la práctica totalidad de las democracias en las últimas décadas, ha hecho que las guerras ya no sean cuitas divinas, sino simples empresas mercantiles. Este es una avance nada despreciable. No está claro que sea más fácil luchar contra la economía que contra Dios (o cuando Dios era la excusa para la economía/poder), pero facilita el proceso de comprensión de las guerras, aunque sea de comprensión de porqué no somos capaces de evitar las guerras. Si los grandes comerciantes de la guerra pudieran hablar con una sola voz (teniendo en cuenta la atrocidad de la empresa parece difícil que estos intereses no sean controlados por una reducida oligarquía comercial guerrera; si bien, a su vez, teniendo en cuenta la persistencia de la humanidad en la actividad guerrera, parece difícil que ésta no se deba a una intención guerrera colectiva); como iba diciendo, si los belicistas pudieran hablar por una sola voz, seguramente se sentirían más seguros defendiendo la causa de Dios que la del dinero. En nuestra sociedad, Dios simboliza lo inexplicable y pasional (si bien viene a cubrir algo tan poco inexplicable como que necesitemos un escape ocasional de nuestro mundo de razones, algo así como una borrachera ideológica ocasional), de modo que cuando nos preguntamos porqué ha comenzado una guerra o disputa, siempre sera más fácil justificarla con palabras a las que el desgaste de la historia haya convertido en meras abstracciones, tales como Dios, nación, historia, o libertad. Por eso es tan importante que sigamos hablando de seguridad y economía, ya que al hacerlo entramos en el concepto de lo analizable. ¿Realmente vivimos en un mundo más seguro? ¿Se beneficia económicamente la comunidad humana de las guerras? Ya podemos imaginarnos los perjuicios de perder una guerra, ¿pero resulta rentable ganarla? Al fin y al cabo el 100% de la guerra es subvención estatal, ¿y los beneficios? ¡Y los hay que se quejan de que el cine sea subvencionado! Es curioso comprobar como algunos de los mayores críticos de las subvenciones culturales participan luego con tanto fervor de la más subvencionada de las representaciones artísticas…
La vida será más triste para algunos al descubrir que no hay dioses o naciones por los que morir (o tal vez sería más correcto decir por los que puedan morir otros: como tantas veces el concepto cristiano del martirio ajeno), pero el asco que sentiremos al interpretar la guerra como un asunto perfectamente humano y comprensible durará sólo hasta que nos pongamos a resolver la ecuación guerrera. Tal vez el gran logro del siglo XXI, el de la relatividad moral tantas veces criticada, sea convertir la guerra en algo pequeño y resoluble como todo lo humano.
Al resolver la ecuación descubriremos dos cosas: primero, que la guerra es muy rentable para unos pocos, pero para la comunidad es el más ruinoso de los negocios. Peor aún: se corresponde exactamente con la definición de negocio ruinoso. Y, segundo, que aunque fuera negocio debe, como el capitalismo, atenerse a unas reglas. En un simulador de una sociedad sin reglas, ésta siempre acabará en dictadura; un capitalismo salvaje y sin reglas acaba necesariamente en monopolio, peces comiéndose a otros, los peces cada vez más pequeños y el hegemón cada vez más grande, hasta que sólo queda un rey o dictador atemorizando al resto. Una dictadura no es más que un mercado libre sin reglas. Quien primero acceda a los recursos de la sociedad, primero podrá instrumentalizarlos y someter al resto.
¿Libertad? ¿Capitalismo? Afortunadamente nuestras sociedad están llenas de regulaciones. Regulamos, por ejemplo, que el ansia de provecho no justifique la ausencia de servicios sociales; lo hacemos por planificación a largo plazo: del mismo modo que desde el punto de vista de la sociedad no hay peor inversión que la guerra (definición de destrucción de recursos) no hay mejor inversión que la educación (creación de oportunidades, no necesariamente monetarias, para el individuo). Si la guerra fuera provechosa, sería un negocio indigno, ¡pero es que ni siquiera es negocio! Y encima está penosamente organizado. Si realmente la industria guerrera tuviera que competir en el libre mercado, para empezar, los efectos nocivos de dicha industria justificarían impuestos e indemnizaciones millonarias. Así que desdramaticemos la guerra; el drama que ha supuesto para la humanidad la administración Bush debiera permitirnos ese grado de sano cinismo: la Postbushonía nos ayudará a que ninguna disciplina se quede fuera del frío análisis. No hablemos de luchar contra las guerras por humanidad o decencia, sino que hagámoslo como se lucha contra el tabaco. ¿Ha habido publicidad engañosa? ¿Se ha hecho atractiva para los menores con dibujos animados y películas de John Wayne o Bruce Willis? ¡Abogados a trabajar! Las guerras ya no tienen que desaparecer, sino que ser resueltas. A falta se santos, buenos serán matemáticos.
Hace ocho años, imbuídos de nuestra grandilocuencia civilizacional, hubiera sido imposible resolver o ni siquiera crear la ecuación de la guerra; justificábamos nuestra inactividad argumentando que las herramientas (tales como el derecho internacional o las organizaciones internacionales) ya habían sido creadas y que era sólo cuestión de lograr un mejor funcionamiento. Necesitamos una nueva salud internacional y no son ejércitos los que nos la traeran, sino abogados, juristas, filósofos, matemáticos, economistas: realmente cualquiera que no vaya disfrazado de soldado. Resolver la ecuación de la guerra con leyes, teorías e impuestos…; todas esas imperfectas herramientas humanas que harán que cinco minutos después de crearlas ya las estemos criticando desde nuestras burguesas existencias, pero que al menos impedirán que sintamos ganas de vomitar al preguntarnos ¿qué tal es la sociedad en la que nos ha tocado vivir? Así que tal vez estemos más cerca del final de las guerras de lo que lo hemos estado en nuestra accidentada historia como especie. Bush ha logrado lo que ni cien partidos verdes lograrían: la victoria del pacifismo. Ahora queda lo más difícil para toda ideología, que es recolectar el premio. Y hacerlo antes de que los que la han apoyado (la causa) lo hagan suyo (el premio).
Este es, señor presidente W., su legado. Que gran logro: ya ve que he conseguido otorgarle un papel brillante en la historia. ¿Habrá entonces causa o tema que se me resista? Gracias, gracias, realmente los aplausos son merecidos…Así que creo que éste es, señor presidente, un buen momento para irse, no espere los meses que aún le quedan, simplemente deje las llaves sobre el pupitre del despacho oval, y ovalesé a donde nunca más volvamos a saber de usted. Sólo así le dejaremos tranquilo y podrá evitar que le sometamos a los númerosos juicios internacionales que, como representante de su equipo, se ha ganado a pulso…
Bueno, de esto y otras cosas por el estilo, se ocupara la ciencia de la Postbushonía, la ciencia de ese Sócrates a su pesar…
Foto: http://www.spanisharts.com (J.L. David, La Muerte de Sócrates,1787)
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