Las Nueve Menos Cuarto (un cuento sobre horas de muerte y resurrección).

 

 

Le vi de lejos. Ya me había acostumbrado a verle de lejos, a preguntarme si sería él. Tenía que serlo, se parecía demasiado. La misma sonrisa, la misma cara. Me contaron que se presentó a la fiesta de la muerte vestido de tubos, a través de los cuales los médicos intentaban devolverle un poco de esa vida de la que rebosaba sólo unas horas antes. Hasta las entrañas se había partido, ni una entera le quedaba, y su cuerpo era la caja de un vacío interno y eterno, un vacío infinito. Los médicos, con sus mangueras, seguían intentando llenar aquel mar que ahora era un desierto. Tras una brava lucha se dieron por vencidos y otra carnosa vía de tren fue la rúbrica de esa firma con letras de cicatriz con la que se declaraban autores de aquella obra macabra. Habían hecho todo lo posible.

Ahora, como siempre, no le quedaba ninguna de aquellas cicatrices. La vida se le seguía escapando a través de redondas cavidades, si bien unas muy diferentes a aquellos tubos de plástico. A través de la boca, con su voz siempre alegre, y a través de esos ojos con luz de sobra para regalar. Otra vez tenía dieciocho años y mi amigo, al menos de lejos, volvía a estar vivo. Pero todo cambiaba al acercarme. O era la boca la que se le alargaba, o los ojos los que se le rasgaban, o se le coloreaban, o crecía, o encogía. Le saludaba y si no me ignoraba me miraba con la sonrisa confundida del que no comprende o no recuerda a quien tan efusiva y afectuosamente le acaba de saludar.

—¿Nos conocemos?

—De lejos…—recuerdo que susurré una vez—Perdón.

Esta vez ni siquiera le saludé, como ya he dicho, ya me había acostumbrado a aquellos encuentros a distancia. Ya no era ni siquiera la curiosidad, sino más bien la rutina, lo que me impulsó a acercarme y descubrir como el prisma de la cercanía le iba a alterar esta vez. Le miraba con escaso interés, hasta que, de repente, me encontré siendo el sujeto y no el objeto de aquellas sonrisas de confusión. Él me saludaba, ¿de dónde conocía yo a alguien que se parecía a mi amigo?

—¿No me reconoces?—me preguntó él.

Seguía sin acordarme. De haberle conocido me hubiera acordado de él, si no por otra cosa, sí al menos por aquel prodigioso parecido con mi amigo. En la cabeza, aquella que me habían contado que había explotado contra un bordillo, la misma foresta rizada y sedosa que se descolgaba hasta las mejillas entre caricias y rebeldías. Los mismos ojos. La misma voz y la misma sonrisa.

—¿Me vas a decir que ya te has olvidado de mí? Muchacho, has crecido desde la última vez que nos vimos…¿cúanto hace de aquello?

¡Era mi amigo! No, no podía ser. Mi amigo estaba vivo otra vez. Sin dar crédito a lo que veía agarré suavemente uno de sus rizos, mientras él me decía: —No me acuerdo de nada, lo único que me queda de la muerte es la sensación de estar volviendo de algún lugar.

Entonces comenzó a preguntarme por todo lo sucedido durante su ausencia. Yo, incapaz de escucharle, seguía acariciando aquel tirabuzón.

—Oye, que no soy un perro…¿qué va a ser lo próximo, tirarme una galleta?

Mis manos reconocieron el tacto de aquel cabello. Lo había acariciado miles de veces, en mi habitación, a escondidas, para que nadie supiera lo mucho que me seguía acordando de él cada día. A veces incluso cada hora. Su padre me había dado aquel mechón, que él mismo había recogido de la sala en que habían afeitado la cabeza de mi amigo antes de aquella última y por desgracia inútil operación. Se lo conté mientras él se reía estirándose los cabellos.

—Quien sea el encargado de resucitar a las personas sabe pegarlos igual de bien que el que las crea. Estoy igualito que nuevo…

Me preguntó por su familia. Le conté que su casa había muerto con él. Ahora la oscuridad sólo era invadida por la luz de un televisor que estaba veinticuatro horas encendido y que vertía sus rayos de olvido sobre aquel viejo que seis años antes era mucho más joven que seis años más joven, cuya barba, blanca y descuidada, escondía unas mejillas que en otro tiempo había llevado siempre impecablemente afeitadas. Sus ojos verdes, que dormían raramente, que pestañeaban sólo ocasionalmente, tan enfocados como desentendidos de la pantalla. De día voces—dibujos animados, noticias, fútbol—de noche la impenetrable lluvia blanca y gris con sonido de infierno del final de emisión. Un canal cualquiera. Una botella de champán a su derecha y un helado a su izquierda. Un sorbo más, otra cucharada de aquel helado que tanto le gustaba a su hijo, de aquel champán con el que habían brindado tantos años nuevos, tantos cumpleaños…Incluso una boda, la de su hija, la hermana de mi amigo y cinco años mayor que él, quien ahora vivía y trabajaba en la ciudad y que sólo podía visitar a su padre cada dos semanas. El segundo hijo, dos años menor que su hermana, había ingresado en la escuela diplomática tras acabar la carrera de derecho y ahora defendía los intereses de nuestra nación en algún lugar lejano, si bien no tanto como aquel en el que se encontraba la mente de su padre. Menos de cuatro meses había soportado su esposa la vigilancia silenciosa de aquel enorme caserón, que ahora escupía en clave de silencio todas y cada una de las palabras y risas a las que en otro tiempo había dado eco.

“¿Qué hace el perro con mis calzoncillos?”

“¿Desde cuándo utilizas calzoncillos de perro?”

“El perro está paseando en calzoncillos por la casa…”

“¡Perro desvergonzado! En paños menores en público…”

“Come prima, tuti prima…”

“Dos meses lleva así, ¿crees que podemos hacer algo?”

“Tengo miedo, recuerda que esta fue nuestra forma de hacerle olvidar aquella canción de…”

Camarero champán, camarero champá…aaaan…

Ni siquiera el día en que se volvió a casar fue la madre de mi amigo capaz de volver a probar el champán.

—¿Se volvió a casar?—me preguntó mi amigo con una sonrisa en la que no pudo ocular cierta decepción.

—Sí—le contesté yo—Con el dueño de un concesionario de coches. No parece mal hombre, la verdad…Les he visto un par de veces y parece bastante contenta. No la culpes. La de tu padre y tu madre son dos formas diferentes de quererte y acordarse de ti. Ella quiso vivir por ti, mientras que tu padre prefirió morir…

Les visité poco antes de que se separaran. La casa era una invitación a la muerte en vida. Me abrió la puerta una calavera y me acompaño por las largas escaleras un fantasma. Sin cadenas, para no turbar el silencio. El fantasma me contó que los únicos sonidos que se oían, muy de vez en cuando, eran gritos deformes, sin palabras, gritos de hombre, seguidos de palabras cariñosas de mujer, más gritos y más palabras. Y otra vez silencio. Una puerta, sollozos, casi seguro femeninos, y que no podían ocultar, pese a esa suavidad en la que intentaban esconderse, la más absoluta de las desesperaciones, unos sollozos que servían de clausura a aquella escena que por su frecuencia ya había alcanzado la condición de ritual.

Al verme ambos intentaron sonreír, si bien sólo ella lo consiguió. Estaba muy desmejorada y el tiempo, tan perezoso hasta entonces en la tarea de arar su piel, había recogido en unos meses todas esas cosechas de juventud que durante tantos años le había perdonado. Su aspecto me impresionó más que el de su marido, pues él había cambiado tanto que, no pareciendo ya la misma persona, era muy difícil reconocer en él cambio alguno. Ella había envejecido, él “ancianeado.” Su cabello, de un apuesto gris oscuro en otro tiempo, era ahora totalmente blanco y la ya comentada barba le hubiera dado aspecto de patriarca de no ser porque su mirada, demasiado atada a este mundo en que había perdido lo que más quería, no tenía nada del desprendimiento de todo lo terrenal (que no indiferencia) que habitualmente se asocia con la imagen de un patriarca.

—Hola…¿qué tal tus padres?—me preguntó ella

—Por favor, preséntale nuestras excusas a tu madre por no haber asistido a la cena de nochevieja.

Era la primera vez que faltaban en casi veinte años.

—Como no…—dije yo—…mis padres les mandan un saludo. De hecho han estado intentando contactar con ustedes, pero el teléfono no da señal. Por eso me pidieron que me acercase para ver que tal iba todo…

—Diez días llevamos sin teléfono…—dijo ella, en su entonación el reproche que no se atrevía a hacer con las palabras.

—Fue la tormenta—dijo él—Fíjate cuando salgas, junto al camino. El pino grande se llevo todos los cables al caerse. Hemos llamado para que vinieran a repararlo, pero ya se sabe lo lentas que son estas cosas del teléfono. A saber cuando vendrán. En palacio…

Me ofrecí a ir a las oficinas de la telefónica al día siguiente, pero ambos me dijeron que no me preocupara, que ya habían denunciado la avería y que seguro que ya no tardarían mucho. Condenada a muerte, decidió quitarse la vida diez minutos antes de la ejecución; antes de que lo dijera su marido, se adelantó ella:

—Además, un poco de descanso de la gente no nos vendrá más. Y es que todos os habéis portado tan bien con nosotros…—dijo ella en tono cariñoso—Teníamos decenas de llamadas cada día interesándose por cómo iba todo y tras un par de semanas, aunque se agradece el interés, la verdad es que uno prefiere hacer todo lo posible por hablar lo menos posible de ello. No se puede evitar pensar cada segundo, pero por lo menos se evita tener que hablar.

Él le dio la razón.

Tal y como nos contó la madre de mi amigo cuando tras abandonar a su esposo vino a vivir con nosotros durante un par de semanas, lo cierto es que el árbol llevaba años en el mismo lugar, caído a una decena de metros del camino que llevaba a la casa, y que había sido su marido quien había cortado los cables del teléfono. No le dijo el porqué y tampoco ella se lo preguntó. Tenía miedo de que, de cuestionarle sus acciones, su marido cambiara la pasiva y casi difunta actitud por una combativa y violenta. Pese a que en el pasado jamás había hecho el más mínimo amago de violencia, su mujer nos contó que no se sintió segura ni un minuto en aquellos seis meses. Casi no hablaban. No se volvieron a tocar. Salvó los mencionados gritos y algún “buenos días” ocasional, su marido vivía en total silencio. Durante la primera semana ella le intentó hablar, pero todo fue inútil.

—Pobre padre mío, sólo en aquel gran caserón…—decía ahora mi amigo.

—Tú madre le dejó porque se sentía innecesaria en aquel lugar. Me contó que tu padre no aceptaba ni la más mínima ayuda. Yo la entiendo perfectamente. Si la situación ya era de por sí difícil, imagínate cuanto más si se sabe que nuestros consuelos e intentos por salir adelante no van a servir de nada. Lo que te he dicho antes…Él decidió morir por ti, mientras que tu madre decidió vivir. —Bueno, ahora todo cambiará—dijo mi amigo recuperando la alegría—No puedo hacer que el tiempo retroceda y no puedo borrar las tristezas, pero la intensidad de la alegría que les voy a dar hará que lo den todo por bueno…¡Cuando veo todo lo que mi estupidez provocó! La verdad es que no estoy muy seguro de merecer esta segunda oportunidad. Pero bueno, si Dios lo ha decidido así sus razones tendrá…¿o no amigo mío?

—Claro que sí, no lo dudes ni por un momento. No te vayas a sentir culpable por un regalo así…

 

Haciendo un esfuerzo por reencontrarse con su naturaleza risueña y alborotadora mi amigo comenzó a recordar entre grandes carcajadas a aquella vieja que, unos meses antes de morir, le pronosticó que viviría hasta los ochenta y dos años.

—Mira por donde no se equivocaba…—decía él—Al final sí que acabaré viviendo hasta los ochenta y dos. Si la pobre no esta muerta iré a contarle mi historia y a agradecerle las misas y rezos:“Dios mío, Dios mío, que se me hunde el tenderete de las profecías, ¿no habría alguna posibilidad de que lo resucitaras…?”

Seis años. Todos habíamos cambiado bastante. Él, sin embargo, como si un Dios injusto y maravilloso le hubiera premiado por su imprudencia, seguía exactamente igual que la última vez que le vi. Con su blanca sonrisa y dientes fuertes, aquellos con los que, respondiendo a las provocaciones de mi padre, quien nunca se cansaba de jugar con él, rompía las latas de Coca-Cola de un bocado. Me acuerdo de que una vez le dio un ataque de risa mientras seccionaba a aquel inocente metal rojo, el cual por una vez pareció querer defenderse y, valiéndose de uno de sus afilados bordes, casi le sacó un ojo a mi amigo. Un pequeño rasguño junto a la ceja fue la prueba de lo cerca que había estado su pequeño enemigo de ganar al menos aquella batalla. Rápidamente se limpió con una servilleta y, aún con un poco de sangre en la mejilla, decidió hacer pagar a uno de sus familiares por la temeridad de la lata. Así que un segundo más tarde, con un estruendoso grito de furia, cogía mi lata y le daba el destino que todos los miembros del mundo de las latas habían aprendido a esperar cuando se cruzaban con mi amigo. Mucha sangre tenía todavía aquella lata, tan sólo me había bebido un par de sorbos, y un momento más tarde, al ritmo de las carcajadas de mi padre, aquella sangre gaseosa manchaba el mantel que mi madre nos había dicho que tenía que durar tres días. Hacia ella se giró mi amigo, pidiendo perdón con esa cara de perro travieso con que el que hacía inútil hasta el más firme propósito de no concedérselo. Mi madre, que lo quería tanto como una madre pueda querer a alguien que no ha llevado dentro, le pegó un cariñoso cachete mientras me pedía que fuera a buscar un frasco de mercromina para curarle aquella pequeña herida.

—Sigo siendo el mismo…—dijo bravuconamente mientras seccionaba una lata de cerveza tras habérsela bebido de un trago.

—Espero que no.

—Tranquilo hombre—me dijo mirándome fijamente a los ojos y con sus manos asiéndome de los hombros—Que en eso sí que voy a cambiar. Ni el más imprudente de los hombres, o sea yo, puede tomarse con imprudencia una segunda oportunidad de vivir. Ya verás como ahora todo será diferente. Sí, ya sé lo que estás pensando, que quizás Dios me ha dado esta oportunidad para hacer una especie de experimento y probar aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Pues no es cierto, o al menos no lo será en este caso. Te lo aseguro amigo mío, no te preocupes…

La expresión de mi amigo cambió de repente. Donde había alegría, había ahora una mezcla de miedo y tristeza.

—O quizás no vaya a aprovecharla…

—¿Qué quieres decir?

—Que quizás no quiera vivir otra vez. Quizás no tengo derecho…

—¿A qué te refieres?

—A ella. ¿Murió?

Me había olvidado de decírselo. Junto a él viajaba su novia, por aquel entonces una niña de dieciséis años. No, no había muerto. De hecho, milagrosamente, sus lesiones habían sido mínimas. O al menos en el exterior, porque en el interior habían sido muchas. Pero había salido adelante y pese a que aquel acontecimiento había cambiado radicalmente su vida, lo cierto es que ella había hecho todo lo posible para sacar lo mejor de aquel cambio. Ya no era la misma chica alegre de antes del accidente, si bien había sustituido aquella alegría por una capacidad de reflexión y pensamiento que ninguno de nosotros hubiera creído posible en aquella chiquilla frívola y a menudo insoportablemente superficial de antes de la muerte de mi amigo.

—Debió encontrar consuelo en Dios, o si no en Dios al menos en el pensar en la idea de Dios…Dejó de estudiar un par de años, o quizás más, y no hace mucho empezó la carrera de teología. Sigue tan guapa como siempre, aunque ahora se arregla menos.

Mi amigo sonrió aliviado.

—No sé si hubiera sido capaz de volver a vivir con eso en la conciencia…

—No lo hiciste a propósito, fue un accidente…De todas formas, para que hablar de ello. Todos tuvimos la oportunidad de seguir viviendo. Sólo tú no la tuviste y ahora que la tienes sólo debes pensar en no desaprovecharla.

Le pregunté a quien quería visitar primero. Me contestó que a su padre, por supuesto. Era el que más parecía necesitarle y quería tardar lo menos posible en aliviarle de aquel dolor. Para los demás su vuelta sería un poco más de luz en sus vidas, pero sólo para su padre el final de la oscuridad.

Al llegar a su casa nos abrió la puerta la misma calavera. ¡Hasta la calavera había envejecido en aquel ambiente de muerte y podredumbre! Estaba más flaca, e incluso había perdido la sonrisa. Siempre reímos, reímos al nacer, mientras vivimos y al morir, es lo temporal—la piel, los músculos—lo que nos permite expresar tristeza. A juzgar por el buen humor de todos los esqueletos, con sus risueñas sonrisas y sus ojos abiertos a la noche, quizás tengan razón los que dicen que la vida es un valle de lágrimas en la alegría eterna. Sin tiempo, nuestra boca siempre ríe y nuestros ojos nunca lloran. Pues bien, seis años en aquella casa habían bastado para quitarle el buen humor a la calavera. El fantasma, blanco como la sábana de una virgen seis años atrás, parecía ahora un fantasma de comedor, su tela sucia y pegajosa como aquel mantel que mi madre había pretendido que durara tres días.

Sólo el padre de mi amigo seguía igual.

Sentado en frente de un televisor que hacía años que había dejado de funcionar, parecía como si el tiempo ya no le considerase siquiera digno del envejecimiento, como si, tras unos meses de cebarse en él, el tiempo ya no considerara digno de su esfuerzo a aquel que tan poca resistencia oponía. El tiempo se había cansado de ganar. Ya había ensayado todos los tipos posibles de victoria y su barba ya no podía ser más blanca, ni sus ojeras asemejarse más a dos oscuros cráteres lunares. Y sus huesos ya no podían reclamar más terreno al resto del cuerpo sin mandar al habitante inmaterial, al alma, a la otra vida. Alguien iba a cortarle la barba y la cabellera de vez en cuando, pues ambas tenían la misma longitud que la última vez que le vi. Sólo cambiaba un poco las formas, más recta ahora, dejando ver que quienquiera que fuera se limitaba a dar un par de tijeretazos cada semestre.

En silencio, estuvimos un rato mirándole. Los ojos y boca de mi amigo firmaron pavor en esa hoja en blanco que era su nueva vida. No sabía que hacer, que decir, y ahora me miraba esperando que yo le pudiera ayudar.

—Hola, señor, ¿cómo está usted?—dije yo.

No me escuchaba. Mirando a ese televisor en el que ya no había nada que ver, el padre de mi amigo dio un nuevo trago a la botella de champán, a la vez que metía la cuchara en una enorme fuente de helado medio derretido.

—Por lo menos alguien viene a menudo…—le dije entre susurros a mi amigo señalándole con la mirada el helado.

Él hizo un esfuerzo por sonreír y, como seis años antes su padre, también fracasó. Éste último, tal vez adivinando que por primera vez en mucho tiempo tenía audiencia, comenzó a canturrear:

—Camarero champán, camarero champáaaaan..Porque voy a brindar… Con los puños semicerrados mi amigo se tapó los ojos. Apretando la boca para no gritar, me pareció como si ese aire que no encontraba salida a través de la boca se estuviera paseando por el interior de todo su rostro haciéndole adoptar las más dolorosas expresiones. El aire le tiraba del cordón interno de los ojos, abriéndolos y cerrándolos como si de un títere se tratara. Me miró por un momento, sus pupilas ahogadas en un lago colorado, juntó los puños y escondió la nariz entre los mismos. Le vi cerrar los ojos con fuerza, como si quisiera llevarse toda la oscuridad de la habitación en un pestañeo, llevársela a su mundo, dentro de sí, tragarse aquel mundo sombrío y macabro creado por el dolor de su padre.

—Papá…

Sonó a susurro, pero tenía la textura de un grito, como si un niño, desde el fondo de su alma, tal vez incluso desde otro tiempo, se hubiera desgañitado para hacer llegar esa palabra que casi no se oía, desde un lugar muy lejano al otro lado de la barrera de la vida. Y lo había hecho a través de una boca que además de cerrada mordía el labio inferior, como si éste fuese una materialización del silencio y el morderlo fuertemente la única manera de no tener que hablar. Muy fuerte debió de gritar el niño para que pese a todo sonara a susurro.

El padre de mi amigo dejó de canturrear. Con la boca aún abierta, no pestañeaba, creo que ni siquiera respiraba. No se atrevía a moverse, a girar la cabeza, temeroso de que cualquier ruido, incluso el de su cabeza rozando el aire, le impidiera volver a oír aquella voz lejana.

Mi amigo sonrió y tras respirar hondo y secarse los ojos con los antebrazos, repitió, ahora ya un poco más alto:

—Papá, estoy aquí.

Su padre se giró. Tanto había rezado por que aquello sucediese que su rostro no expresó la más mínima sorpresa. Era justo pago, tal y como había supuesto, allá arriba le escucharían.

—Hijo mío…

Mi amigo corrió hacia él. La costumbre quiso que en un principio fuera el hijo quien hundiera su cara en el pecho de su padre. Mi amigo lloraba mientras su padre, también llorando, le acariciaba tiernamente lo rizos. El padre le besó la frente al hijo y un momento más tarde se miraron fijamente a los ojos. Entonces un orden natural, padre sirviendo de apoyo a un hijo, fue sustituido por otro que no lo era menos: el que más ha sufrido buscando apoyo en el que menos ha tenido que sufrir. Apoyando su barbilla en la coronilla de su padre, vi una corriente de seriedad atravesar la expresión de mi amigo. Miraba el pelo blanco de su padre, enmarañado y sucio, como asombrándose del inmenso poder del sufrimiento humano. Fue sólo por un instante, tras el cual la emoción le volvió a embargar y a privarle de lujos emocionales, que son todos aquellos que necesitan de tranquilidad para ejercitarse, como el asombro.

El hijo de rodillas y el padre, sentado en aquel sofá en el que tanto tiempo había esperado, escarbando con su cabeza en el pecho de su hijo. Fue la última vez que les vi juntos. Me retiré lo más silenciosamente que pude y me fui en compañía de la calavera y el fantasma hasta la parada del autobús. La primera volvió a los hombros de aquel primate del museo de ciencias naturales y la segunda a la cama de su princesa, mientras que yo, como no, volví a la universidad.

Y en la universidad precisamente fue donde me encontré a mi amigo al día siguiente.

—Ya les he visto a todos—me dijo—Mi padre se ha puesto un poco enfermo de la emoción, así que le hemos tenido que llevar al hospital. Nada grave, los médicos nos han dicho que en una semana ya podrá volver a casa. He venido a ver si encontraba a mi preciosa teóloga…¿sabes qué? Te vas a sorprender. He decidido que voy a estudiar. Sí, voy a ser diferente, ¿y porque no empezar desde el primer día? Yo también voy a estudiar teología…

Me invadió un terrible sensación de tristeza. No, no podía decírselo, mejor dejarle disfrutar un poco más. No se como había podido creerme que aquella vez sería diferente. ¡Y es que durante el primer día todo había sido tan real! Pobrecillo, tan buenas intenciones, tanta voluntad de que todo fuera distinto esta vez, para acabar dándose cuenta de que la vida sólo da una oportunidad. Habían sido mucho encuentros, muchas conversaciones, y finalmente había logrado dar un poco de realidad a lo que estaba condenado a vivir en lo límites de la irrealidad, a los límites del sueño. Un día había tardado esta vez en darme cuenta de que mi amigo, como siempre, estaba condenado a la muerte y que, si fuera posible matar a lo que ya está muerto, el ejecutor sería yo. Como tantas otras veces. Aquella extraña escena, su extraña forma de hablar, fue la que me convenció de que el destino sólo condena una vez.

—Voy a estudiar teología…Siento que estoy en una posición ventajosa de estudiar al ser supremo. Le he conocido y él me ha devuelto a la vida, así que estoy seguro de que, en el algún lugar de mi alma, tiene que estar esa sabiduría que todos buscan y que necesariamente tengo que haber experimentado. Ahora lo entiendo todo. Soy un niño de Dios. Lo fui antes de morir y lo sigo siendo ahora. La diferencia es que antes mi misión era provocar amor, con mis irresponsabilidades, con mis locuras, mientras que ahora es darlo. Tengo que crear amor y, por todo lo que me ha sucedido, mi mejor forma de contribuir a crearlo es ayudando a los hombres a encontrar el mensaje de sus vidas. Un mensaje que no me da miedo encontrar porque seguro que es uno feliz, pues quien lo ha escrito es el mismo que me ha dado la oportunidad de volver a este mundo para encontrarlo y contarlo. Es mi misión.

Estaba convencido de lo que decía. Pensé que era una pena que ese tipo de misiones no existan y que quien ha muerto ya no pueda vivir en ningún otro sitio que en la imaginación de los que viven. Y que no puedan influir nuestras vidas. Su recuerdo sí, ellos no. Pensé que es una pena que la única misión que les queda a los muertos es morirse una y otra vez en nuestras mentes.

Debo reconocer que no me alegré de ver a mis amigos previniéndole al resucitado de que no repitiera en su nueva vida las temeridades de la anterior.

—Ten cuidado con el alcohol…—le decía uno de ellos.

—No te olvides de lo que te sucedió— le decía otro—piensa en tu familia y en lo que sería de ellos si les volvieses a faltar.

Él les miraba con sorna. Sentía, si es que los muertos sienten, que le estaban tratando como a un objeto de porcelana cuyas piezas acabamos de juntar con un pegamento del que no estamos muy seguros. Le miraban como si en cualquier momento sus orejas fueran a separarse lentamente, su nariz a escaparse, despacio, como un ladrón, con disimulo, la cabeza lentamente comenzaría a gravitar hacia un costado, los brazos a estirarse y en el momento menos esperado se convertiría en una montaña de huesos nevada de tejidos. Él les intentaba explicar:

—No me miréis así, tocadme, estiradme de lo brazos, preguntadme cosas que sólo yo pueda contestar…Soy yo, el mismo que era cuando me fui…

Me miró. Buscaba a alguien que no dudara. Y efectivamente, yo no dudaba. No, yo no, porque tenía la certeza de que su suerte se iba a repetir y que, tal y como él aseguraba, era el mismo.

—El tiempo no ha vuelto atrás—me decía, encontrando su seguridad en la mía, si bien yo estaba seguro de algo muy diferente—El tiempo ha continuado. Todos habéis envejecido, sois seis años más viejos. No estamos en aquella fiesta en casa de las gemelas, no estoy a punto de tirarme a la carretera borracho. Estamos aquí, seis años más tarde, y me han dado la oportunidad de envejecer. En unos años seremos todos iguales. Cuando vosotros tengáis cincuenta yo tendré cuarenta y cuatro. El tiempo se encargará de hacernos parecidos y parecerá como si nunca me hubiera ido. Y no me voy a ir. Tengo que vivir hasta los ochenta y dos tal y como me dijo la vieja…Voy a vivir, a vivir, no soy invencible, ni indestructible, pero no lo soy menos que vosotros. Somos iguales. ¡Maravillosa y dulce incertidumbre que nos impide tomarnos la vida como un derecho y nos obliga a tomarla como regalo! Se puede ir en cualquier momento…¡pues a disfrutarla y a cuidarla!

Le interrumpí. No podía soportar oírle decir aquello. No importaba que su muerte fuera a estar exenta esta vez del dolor de la anterior, de que nunca se fuera a dar cuenta de que iba a morir, de que fuera un viaje sin aeropuerto, una muerte de e-mail. Pero quería al menos impedirle que amara la vida, por si en su destino tenía la capacidad de mirar a su origen . Era mi amigo y ya era suficiente crueldad por mi parte ser el ejecutor…no, no crueldad, porque para ser cruel hay que tener elección y yo, como él, no la tuve al aceptar aquel papel. O quizás sí la tenía, pero la otra opción era la verdaderamente cruel, por mucho que nunca más le fuera a matar. La otra opción era olvidarle.

—¿A qué hora empiezas las clases?—le pregunté.

—A las nueve, ¿qué hora es?

—Casi las nueve menos cuarto…—dije sin mirar reloj alguno. Acostumbrado como estoy a nunca llevar reloj, siempre he sido capaz de calcular la hora con bastante exactitud. Supongo que es debido a que de manera inconsciente suelo mirar todos los relojes con los que me cruzo por la calle y cuando quiero saber que hora es siempre tengo una referencia temporal cercana.

Miren por donde aquella vez me equivoqué. Estaba visto que mi amigo tenía que emplear su nueva vida en ir a clase.

—¿Estás seguro?—me preguntó.

—¿De qué?

—De la hora.

—Sí, ¿por qué?

—No has mirado el reloj.

Entonces le conté lo que les acabo de comentar.

—Pues aquel reloj dice que son casi las nueve. ¿Será que no funciona?

Miré al reloj. La aguja grande se estaba acercando al punto en que un cuarto de la esfera quedaría separado del resto.

Yo, por mi parte, estaba seguro de que no eran las nueve. De lo cual me alegraba, pues significaba que aún me quedaban unos minutos en compañía de mi amigo.

—Será que me estoy equivocando. Ese reloj suele marcar la hora bien. Imaginate un reloj de universidad que no la marcara bien…¡Imposible! Un baño puede estar estropeado, pero el reloj nunca. Nada, pues a clase se ha dicho…Yo que tan orgulloso estaba de mi poder de cálculo en lo que a la hora se refiere y ya ves..Bueno, un mal día lo tiene cualquiera. Y de todas formas la mañanas nunca han sido mi fuerte. Por la noche, en los sueños, uno nunca se encuentra relojes…

Otra mentira.

Le dije que le acompañaría a clase, añadiendo “que un poco de espiritualidad no me podía hacer mal” y añadí:

—De todas formas en el examen no va a entrar el tema que el profesor va a explicar hoy.

—¿Estás seguro?

—Y tanto. Si entrara haría ya tiempo que soy abogado. Y médico, y…

Mi amigo me miraba con extrañeza. Me callé y le dije que no se preocupara, que en el tiempo en el que no nos habíamos visto, a falta de la disciplina necesaria para desarrollar mi mente hasta el límite de sus posibilidades, me había conformado con desarrollar cada una de mis locuras.

—Vivo de manera simétrica…Pero eso ya te lo contaré otro día.

Como si fuera a haber más.

En el primer día de clase era habitual que los estudiantes de teología se reunieran en la iglesia de la universidad. Era una iglesia muy grande, que algunos llamaban catedral, y que había sido bombardeada en la última guerra. De que guerra era no me acuerdo. Estaba igual que tras el bombardeo y el único fresco que su techo exhibía era el cielo. El sol entraba por el techo y las ventanas, de las que sólo tres tenían cristales. Nunca se habló de arreglarla, pues los regentes decidieron que aquella iglesia podía servir mejor a su religión en aquel estado que con techo y ventanas. En aquel estado era un monumento a la supervivencia, si no de todo lo bueno, muchas y maravillosas obras de arte habían perecido, sí de lo importante. El altar, la biblioteca, la gran cúpula, las maravillosas esculturas ya no estaban, pero todo lo indispensable seguía allí. Como si los aviones de una nacionalidad que no me pregunten porque nunca la he sabido hubieran lanzado su bomba con regla, compás y lápiz, la destrucción había respetado aquellos mensajes. Ni faltaba una letra ni sobraba un metro de pared. El director de la facultad, un viejo cura con una de las lentes de sus gafas oscurecida pues le faltaba el ojo derecho, si bien el izquierdo hacía el trabajo de ambos, nunca he visto ojo más vivo e inquisidor que aquel, comenzó a hablar:

—Queridos estudiantes, nos reunimos un año más para dar la bienvenida a los nuevos alumnos. En esta iglesia nos reunimos un septiembre más, en esta iglesia en la que la bondad divina nos honró eliminando todo lo superfluo, dejándonos lo esencial, aquello que la orgía humana de la guerra, del poder, la codicia y la vanidad no podrán borrar. Estas inscripciones verdaderas, a prueba de escépticos, bien o malintencionados, los primeros que no saben porque no pueden, los segundos que no saben porque no quieren. Estas inscripciones en blanco y negro aquí siguen, orgullosas, con el orgullo del que, sintiéndose infinitamente superior, absolutamente indestructible, ya ni siquiera reta. Asombrosos paneles…

Los paneles eran dos. En uno de ellos había escrito muchos mensajes con una letra muy pequeña y ordenada. Quizás fueran el mismo, quizás no lo fueran, quizás fueran una forma distinta de decir la misma cosa. La verdad es que no lo sé. En el otro panel, al contrario, sólo había un mensaje. En letras de tamaño de diez personas, en trazos que debían su belleza a la más absoluta de la simplicidades, decía:

 

EN DIOS CREO

 

Mi amigo lo miraba asombrado. Lo miraba con una sonrisa, irónica sólo en parte, sabiéndose superior a aquel panel, sabiéndoselo pero no sintiéndoselo, pues comprendía que había sido receptor de un favor divino y que aquello le daba la posibilidad de comprender lo que todos aquellos sabios, los que habían logrado la gran hazaña de reducir la sabiduría humana a tres palabras esenciales, jamás comprenderían. Tampoco sus pupilos, por muy y sinceramente ansiosos que estuvieran de convertir la energía de la juventud en sabiduría. Quizás se acercaran, quizás dijeran la verdad por casualidad, aquella que sólo mi amigo, quien nunca había abierto un libro de teología, conocía.

—Les admiro—me decía—Admiro su dedicación y determinación, su resignación al fracaso. Suben en dirección a la cima pero les basta con subir…¿no es eso admirable? Pero yo soy diferente. Yo he nacido en la cima. Nacido, renacido o resucitado, llámale como quieras. Por eso ahora tengo que estudiar para aprender a bajar, para bajar y saber como contarle a la humanidad esa verdad que sólo yo conozco. Sé la verdad; sólo me falta la razón. La verdad es que EN DIOS ESTAMOS OBLIGADOS A CREER. Y yo soy la demostración de esta verdad.

Cuanto me hubiera alegrado de que todo aquello fuera cierto, cuanto de poder creer a mi amigo. Era verdad, él no me mentía, no se equivocaba al creerse profeta. Sólo que del mundo equivocado. O del mejor. En todo caso no del verdadero, porque la belleza, por mucho que nos empeñemos, no hace verdadero lo bonito, sólo lo hace más bonito. Preferible, pero no verdadero. Me hubiera gustado creerle y también estar obligado a creer en Dios, pero en aquel momento yo estaba obligado a creer en otra cosa. O al menos obligado a no creer en mi amigo y matarle una vez más.

—Cómo me gustaría que te quedaras, amigo mío…No porque me fueras a descubrir la verdad del universo, no porque vayas a iluminar mi vida, no porque me vayas a hacer especial. No quiero ser especial, me basta con, como todos los demás, sentirme especial. No cambiaría un segundo de tu compañía por una verdad. He podido vivir sin ti y podré seguir viviendo sin ti, pero cuando me hubiera gustado vivir contigo…

—Gracias—dijo en tono emocionado, para un momento más tarde volver a su habitual jovialidad—¿pero de qué estás hablando con eso de quedarme? ¡Claro que me voy a quedar! ¿Acaso me crees un mesías mandado por Dios para comunicar un mensaje? No sé si lo soy, pero en todo caso lo voy a comunicar con mi vida, no con mi muerte. Soy un hombre y quiero vivir. ¡La muerte no sirve de nada!

—En eso tienes razón, porque tu muerte no va a comunicar nada. Sólo me hará sentir pena, como la otra vez…

—No te atrevas a decirme eso…¡no voy a morir!—gritó indignado.

Le hice callar. No quería oírle hablar de verdades nacidas de la confusión de mi cerebro, ni de…La verdad es que no quería oírle hablar. Hubiera querido de haber tenido más tiempo, pero ahora, a un minuto para las nueve menos cuarto (como ya les he dicho y como habrán tenido la oportunidad de comprobar ustedes mismos no es cierto eso de que en los sueños no hay relojes) sólo quería decirle lo que nunca tuve la oportunidad de decirle. Creo que lo entendió pese a mis torpes palabras, las cuales no transcribiré pues no estoy muy seguro de que ni siquiera fueran palabras. Magia de comunicación humana que a veces comunica tanto con un silencio o un errático discurso y a veces sin embargo tan poco con el más sabio y hábil de los razonamientos, magia que no depende del mensaje sino de lo que el que lo dijo quería decir y de lo que el que lo escucha ha sabido escuchar. Magia de subjetividad. La verdad es que no recuerdo que mis palabras tuvieran más sentido que las de un niño de dos años.

Mi amigo me escuchó y asintiendo con la cabeza, sus ojos humedecidos por las lágrimas, a todo lo que le decía, o al menos pretendía decirle. Esperó a que terminara y entonces, adoptando el más serio de los tonos y la más grave de las expresiones, me dijo:

—Te he escuchado y creo que no hace falta que te diga que siento lo mismo por ti. Y lo seguiré sintiendo por mucho tiempo, porque ya te he dicho que no soy de papel, ni yo ni mi mente, así que no te preocupes que esta vez sabré cuidar de mí mismo. Soy como tú, puedo morir mañana, o dentro de cincuenta años…Como cualquiera. No, no como cualquiera, pues yo tengo la ventaja de ser consciente de la vulnerabilidad del ser humano. ¿Qué me va a matar? No será la bebida, no será el bordillo de una acera, en resumen, que no seré yo quien me mate. ¡Voy a comer judías y a beber agua! ¿Quién entonces? ¿Dios? ¿Es qué puede existir un Dios tan cruel que resucite a un hombre con el único objeto de matarlo?

Sí, amigo mío, lo hay. Uno que, por amor, porque no puede, porque no quiere olvidarte, ya te ha matado decenas de veces y te matará cientos. A ti y a otros como a ti, a los queridos, a los buenos, que a los otros se les olvida tan rápido que cuando se van ya no se les reclama ni para matarlos. Sí, sí que existe. Y ese Dios soy yo.

Eran las nueve menos cuarto. No, la clase de aquel día no podía perdérmela. Ésta entra en el examen.

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