El Reflejo Noruego (o el primer romance de supermercado de la historia de Noruega).

Una ruidosa ovación siguió a las últimas palabras del último soliloquio. La audiencia premiaba así el buen trabajo realizado por la compañía y, muy especialmente, por el actor principal John Barnes. Éste, como cada noche, escuchaba los aplausos como en un sueño, como si formaran parte del papel, de la obra. Intentaba imaginarse que eran sinceros, que aquellos que aplaudían no lo hacían por rutina o por cortesía hacia el autor, sino que le estaban reconociendo sinceramente su esfuerzo de más de tres horas. Todos decían que es el trabajo que demuestra la verdadera calidad de un actor, algo así como el examen final. Es el sueño, la prueba, el poder decir, años más tarde, se haya o no conseguido el éxito, que se ha sido el personaje más importante de la historia del teatro. Que se ha sido Hamlet. Como cada noche, John miraba ahora a la bandera que, con el retrato de Shakespeare pintado, ondeaba en el techo del hermoso teatro neoyorquino Amapole. Sólo en aquel momento se daba cuenta de que la representación había terminado y se acordaba de que Hamlet es algo más que las palabras de su autor y de que, por desgracia, Shakespeare es algo más que Shakespeare.

Al entrar en su camerino comenzó a desvestirse. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la intención de comprobar si alguien había llamado en las últimas tres horas y media. Muchos lo habían hecho, pero no ella. Había llamado, como cada día, su ex-profesor de literatura, quien con la propiedad que tan habitual era en él, le recordó que Shakespeare «es una religión, una forma de vida, deja que fluya por tus venas muchacho…» En aquel momento John pensó en cuanto le hubiera gustado representar aquel papel antes de estar formando parte de una experiencia religiosa. En otro tiempo hubieran hablado las palabras, las cuales hubieran tenido exactamente su significado y no los cientos que cuatro siglos les han dado. Hizo un esfuerzo por sonreír y se dijo que al menos su profesor seguía acordándose de él y deseándole suerte antes de cada representación. No importaba que fueran más de cien ya, que ahí seguía el viejo Johnson.

Mientras se quitaba el pesado cinturón, le vinieron a la memoria otros tiempos, los de sus inicios en aquel mundo que, con el tiempo, tanto crecería en su interior, tanto que un día, que no recordaba, se había convertido en más grande que su propia vida, un día le había pegado una patada a ésta y se había adueñado de todo su ser. Era en el campus de St. Margaret y por aquel entonces John era un estudiante de Bellas Artes que comenzaba a sentir una fuerte atracción hacia la escena. Y, como no podía ser de otra forma, Shakespeare fue su primer amor, un Shakespeare que, por aquel entonces, no era para John más que eso: Shakespeare.

Johnson ayudó a un grupo de estudiantes a conseguir los medios financieros suficientes para montar una pequeña compañía que representaría Hamlet cada domingo por la tarde. Johnson fue el director de la obra, dándose pronto cuenta de que John era el más adecuado para representar el papel principal. Fue un gran éxito. Dos meses más tarde ya estaban haciendo tours por campus cercanos y poco tardarían los cazatalentos en descubrir a «aquel chico rubio y delgado que con tanta pasión representaba el papel.»

Decían que gritaba demasiado. Su voz era portentosa y atractiva, pero aquellos grititos se repetían con demasiada frecuencia. Algunas veces eran como joyas, las más de ellas como puñales. Abusaba de ellos y abusaba de la docilidad de su voz a la hora de entonar. Pero tenía talento y mucho. Con el tiempo aprendería a no gritar y a pronunciar con acento inglés y con el tiempo aprendería a dejar el desenfado en el camerino y a mostrarle a aquel mágico papel su debido respeto. Era sólo un niño, pero con el tiempo los niños crecen.

Al oír el segundo mensaje, John se acordó de lo mucho que le había costado crecer, de como durante años intentó crecer y de como, durante años, tuvo que esperar a que el tiempo le creciese. El segundo mensaje se refería a aquel que tanto se había empeñado en recordarle que era demasiado joven, de que no debieran permitir a nadie de menos de treinta y cinco años representar Hamlet. Su amigo Eliah, editor de la Revista Mensual de Shakespeare, le informaba con voz de pesar que James Jamison, colaborador habitual de su revista y durante más de medio siglo el crítico teatral más respetado y temido de la ciudad, acababa de fallecer aquella tarde a los sesenta años de edad.

«Jamison…Jamison…,» John se recordó diciendo veinticinco años atras, «está usted equivocado con respecto a Hamlet…es más joven…es menos romántico…más espontáneo…»

—Y más viejo—le dijo Jamison—Mucho más viejo. Mira muchacho, lo que estás haciendo es un tour de force, la prueba que demuestra que un actor es un actor. ¿Era Bogart un actor? No se sabe. ¿Por qué? Porque nunca le vimos representar Hamlet. Nunca. Es la diferencia entre aspirante y campeón; entre primera y segunda división…En América todavía no os habéis dado cuenta de esto, por eso en América tenéis el espejismo de que para hacer películas necesitáis actores. ¡Para hacer Hamlet se necesita un actor! Lo demás no son actores. Y tú te estás acercando a serlo, pero todavía no lo eres, porque eres demasiado joven. Algún día, si me escuchas, llegarás a serlo, algún día…Pero para eso tendrás que ser paciente y dejar toda esa impulsividad de adolescente fuera de la escena, hasta entonces tu representación tiene que respirar comprensión y emanar humildad. Viéndote, parece que te crees que el genio de Stratford escribió el papel para ti. ¡Pues no, no fue así! Mira por donde el gran Shakespeare no escribió Hamlet mientras se decía, con voz de consuelo, que nunca vería la representación definitiva de su personaje, pues todavía quedaban más de cuatrocientos años para que naciera quien le diera vida…

A partir de aquel día, John dejó de querer crecer y comenzó a esperar que el tiempo le creciera. Y le creció, desde luego que sí, y un día se vio convertido, tal y como le recordaba el tercer mensaje, en el más importante Hamlet de la última década. Comenzaron a compararle con Jacobi, Gielgud, Ginnes, Olivier y Burton. El tercer mensaje era de una profesora de inglés de una universidad que a John le pareció entender que era la de Iowa. Aquella señorita, cuyo nombre era Andrews, le dijo que quería hacerle una entrevista, pues estaba preparando un libro «acerca de Hamlets y las diversas maneras en que los diferentes actores conciben los soliloquios.»

—Sí, señor Barnes…—oía John la voz de la señorita Andrews diciéndole, grabada en su contestador, a través del hilo telefónico—mi proyecto es algo ambicioso, ya lo sé, pero con su colaboración, así como la de algunos eminentes Hamlets más…vaya, al oírme parece que estuviera hablando como Stratchey y sus eminentes Victorianos…—la señorita Andrews dejó oír una insegura sonrisa tras aquella ocurrencia, una sonrisa que, por cierto, le pareció a John muy bonita—…perdón, perdón…bueno, pues a lo que iba, que gracias a la concesión de una beca me puedo tomar un año para escribir este libro…si le digo esto es para que vea que en caso de concederme la entrevista que le pido no va usted a estar perdiendo el tiempo, pues el mío es un proyecto serio…pues eso…que me gustaría, si a usted no le importa, hacerle una entrevista…

El minuto que John había programado en su contestador como límite de duración de los mensajes cortó a la señorita Andrews. Razón por la cual, también ella era la responsable del cuarto mensaje. No había dejado su número de teléfono.

—Perdone usted señor Barnes…tan sólo le quería dejar mi número de teléfono…yo le llamaría más veces…pero comprenderá que no es mi intención molestarle…así que le dejo mi teléfono y esperaré un par de días su llamada…pero no dude que si no me llama le volveré a llamar yo. Esto, por cierto, no es una amenaza, sino sólo una manera de decirle que es usted el mejor Hamlet del siglo, y que sin usted mi libro vale tanto como Hamlet sin el «ser o no ser…» Muchas gracias por su atención y espero impaciente su llamada…Buenas noches.

Es curioso que aquella señorita hubiera dicho aquello del ser o no ser. John muchas veces hubiera deseado poder eliminar de la obra aquel maldito soliloquio. Distraía demasiado a la audiencia, pues todos esos idiotas que iban a ver una obra de Shakespeare para demostrar su gran cultura, esperaban como en trance a aquel momento, en el que jubilosos estallarían en un místico éxtasis. Un éxtasis que no les impedía mirarse los unos a los otros en señal de aprobación «ante aquellas sabias palabras.» O, en caso de que aquellos idiotas fueran, además de idiotas, «eruditos,» se mirarían tal vez con desaprobación en sus miradas, descontentos quizás porque sentían que aquel soliloquio ganaba en caso de ser pronunciado externamente, es decir, mirando al público. John no podía soportar ver al público durante «el ser o no ser;» tanto era el asco que sentía por aquellos pedantes, quienes, por desgracia, parecían ser los únicos que podían permitirse los precios del teatro Amapole. Él había dicho muchas veces que procedía de esta forma, la cual de todas formas es la más común, pues sentía que Hamlet estaba inmerso en pensamientos y “el efecto dramático era mayor si su mirada no se dirigía al público.” Pero el asco era la verdadera razón. En cualquiera de los otros soliloquios no le importaba mirar, pero no en éste. No podía soportar la cara de orgasmo con la que miraban aquellos hipopótamos vestidos de pingüinos, ellos, y aquellas pasas vestidas y pintadas de Dios sabe qué. Si por lo menos los hipopotamescos pingüinos y las pasescas pinturas se quisieran por las noches con aquel chispeante fulgor con que le miraban recitar…Pero no, seguro que ya ni se quieren y sus ojos están más apagados que los de la calavera. Claro que una cosa es reconocer que no se quiere a una esposa y otra muy diferente, y mucho más grave, reconocer que se ha perdido el amor por Shakespare. No, eso nunca. Que curioso que la costumbre y la repetición, esa que había atrofiado su amor por sus esposas, hubiera sin embargo aumentado su amor por el gran bardo.

–Cuando le oigo parece que vuelvo a aquella primera vez…Todos hemos cambiado, pero no las palabras, ni mi amor por ellas…–decía uno de los pingüinos moviendo graciosamente las alitas.

–Que cierto…–asentía su inseparable pasa, cuyo amor por el teatro era por lo menos justificado ya que en ningún lugar dormía como allí.

Aunque pensándolo bien, quizás fuera cierto eso de que el tiempo no había alterado su relación con “el sublime ser o no ser.” No se pierde lo que nunca se ha tenido, no envejece lo que nunca ha sido joven. Puede que en su juventud ellos amaran a las pasas, por entonces tiernos y tersos melocotones, y ellas a los hipopótamos, que entonces eran pavos reales con preciosas colas de colores, pero lo que es seguro es que nunca aprendieron a amar a la literatura, que nunca se preocuparon de mirar a los autores, no como a banderas (que odiosa se le hacía a John aquella imagen de la bandera del teatro) sino como a hombres. No, nunca habían aprendido a comprender, respetar, admirar, sino tan solo a venerar. Y la diferencia es que mientras lo que se comprende, se respeta o se admira son el talento, las ideas y el genio, lo que se venera son los ídolos, esos trozos de madera (o de tela pintada) en frente de los que uno se arrodilla a rezar. Y que asco le daba a John aquel Dios llamado Shakespeare.

Aquella cara, ese universal dibujo que acompaña a cada mención de su obra, le producía auténticas arcadas. Lo había visto en cada edición de la obra, en cada esquina de Stratford cuando años atrás visitó ésta ciudad, en cada biblioteca, en cada cristal trasero de los coches…Aquella cara, con el arreglado bigotito y los ojos de besugo; aquella cara que tan poco tenía que ver con lo que decían sus palabras, esas palabras que, al contrario que las imágenes, son una de las pocas cosas de las que uno no se cansa. Es cierto que el teatro vive en las representaciones, pero si sobrevive es gracias a los textos, lo escrito es lo que le da eternidad. Uno se cansa de las pelucas, de los focos, de los trajes de época, pero nunca de la tinta, porque la tinta, negra y sucia tinta, es el único medio en el que la imaginación intemporal se mueve a sus anchas, sobreviviendo a esas revoluciones, guerras, civilizaciones e imperios que ella misma construyó o provocó. Las imágenes cansan, las palabras no, y por mucho que sea cierto que una imagen vale más que mil palabras, también lo es que mil palabras, si son buenas, sobrevivirán cuando la imagen ya no sea ni siquiera un recuerdo. Y las pocas imágenes que sobrevivían, como aquella grabada en la bandera, se hacían, debido a la veneración de la que eran objeto, en auténticamente insoportables. Los pelos y bigotes de Einstein, no así sus escritos, hubieran sido el objeto de su asco de haber sido John un físico y no un actor, y los ojos de Picasso, o aún peor los ridículos pelos faciales de Dalí, de haber sido pintor. Pero era actor clásico, y por eso eran los ojos de besugo, ese casi invisible bigotillo, y esa cara de distinción los que le asqueaban.

«No hay más mensajes,» oyó decir a la mecánica voz de su contestador.

La suerte estaba echada, ella no había llamado. Ya era definitivo, la boda se celebraría al día siguiente. No podía creerlo, no, no podía ser, tenía que haber un error…Pero no, el único error es que ella no se había dado cuenta de su error y al día siguiente se iba a casar con aquel relamido director de cine noruego. Con aquel que siempre miraba con sonrisa de prepotencia, una sonrisa por la que no se le podía culpar pues escondía admirablemente su total mediocridad. ¡Con ese! Ese que decía que el teatro, “especialmente el de ese inglés, a quien nunca he leído, ¡Dios me libre! ¡Que Dios nos libre de la prehistoria! “Claro que yo, gracias a Dios, soy ateo…” y que un día le dijo a John que “nunca le podría en sus películas ya que no era lo suficientemente sofisticado, que la máquina del tiempo le había pillado entre sus ruedas y que había tenido la desgracia de elegir el medio de comunicación del pasado y no el del presente, el cine, con sus ilimitadas posibilidades visuales… ”

—No, no puede ser…–se decía John en el camerino—Elisa debiera haberse dado cuenta ya de que ese tío es un cretino…un cretino…con su intolerancia…apesta a mediocridad…por mucho que a primer olfato a lo que apeste sea a perfume caro…Y a éxito, también apesta a éxito. ¡Pero si sus películas no tienen ni pies ni cabeza…! O, Elisa, Elisa, ¡cómo puedes hacerme esto! Yo que te quiero, yo que te daría la vida por una palabra…dime que me quieres y moriré por ti…»

Pero John era algo más que un amante desesperado. No, el problema era mucho más complejo. Y es que Elisa, metida entre las ropas, quizás en alguna carta, quien sabe si enroscada en uno de sus cilíndricos tacones, se había llevado su alma. Sí, así como suena: su alma. En un principio John no se dio cuenta y creyó que aquel vacío era consecuencia del desamor. Pulmones, costillas, corazón, sí, sobre todo corazón, ya no eran parte de un organismo, sino que gravitaban libremente en el interior de su piel. Había perdido la gravedad. Podía tragarse tranquilamente una cuchara, que momentos más tarde esta saldría otra vez por la garganta. Como digo, esto no le preocupo en un principio: ¡todo el que ha estado enamorado ha utilizado alguna vez su corazón de corbata! Pero el tiempo pasó y John continuó igual. El amor se le perdía, las imágenes de mujeres que la razón le indicaba que eran maravillosas salían, como las cucharas, un momento después de haber comenzado su paseo sideral. Lo dicho, que Elisa se había llevado su alma. Se lo había intentado decir; “mira Elisa, que te has llevado mi alma y que como no vuelvas nunca seré capaz de encontrarla. No, no basta que me devuelvas las cartas que te escribí, ni las representaciones que te dediqué, porque mi alma podría estar en cualquier lugar, entre tu pelo, tal vez en las raíces, en tu boca, quizás en tu dulce lengua de caramelo. Tengo que tenerte otra vez, pues no va ser ésta busqueda fácil y va a requerir tiempo y paciencia, mucha paciencia…y mucho amor, porque mira que si se esconde y no quiere salir, pues a mimos la tendremos que sacar.”

Se lo quiso decir, pero nunca se atrevió. Pobre John que nunca se atrevió a pedir que le devolvieran su alma.

Un ruido interrumpió sus pensamientos. En frente suyo estaba William John Williams, el director de la obra, quien le miraba con una mezcla de sorpresa y preocupación.

—¿Qué te pasa John? ¿Estás bien?

—Sí, Will, gracias…Perfectamente.

—No, no lo estás. Anda, dime que te pasa.

John le miró en silencio por unos segundos. Es curioso que hasta aquel día no se hubiera dado cuenta de lo mucho que el bigote de Will se parecía al de Shakespeare. Estaba harto, no lo soportaría ni un día más, se había acabado. No quería oír ni un maldito soliloquio más. Ni uno. Ya le bastaba con tener que oír el suyo.

—Se ha acabado amigo mío. Lo dejo, sí lo dejo, no soporto a Shakespeare ni un día más. Llevo treinta años representando sus obras. He sido casi de todo, desde Hamlet a Benedick, pasando por Romeo…En los últimos veinte años he representado Hamlet más de seiscientas veces…¡Y estoy harto! ¡Harto! Harto de todos vosotros, todos esos que cagáis Shakespeare…¡Harto!

—Pero John…

—No, no me vengas con Johnes…¡He dicho harto! Ni el mismísimo Shakespeare lo hubiera soportado. Toda esa maldita teoría, todo ese sufrimiento por si al experto de moda le parece que tengo que internalizar o…¡a la mierda! ¡ni un día más! Cuando me hice actor creí que me disponía a vivir una vida de pasiones, de experiencias…¿Y que soy? Un maldito oficinista…Yo creía que representando a Shakespeare me convertiría en uno de sus personajes, que viviría sus pasiones, que tendría sus ansias de vivir…Y todo lo que he visto es el más siniestro grupo de académicos, críticos y directores de escena que uno se pueda imaginar…Vamos, que ni Fellini…Lo siento Will, ya sé que tú me aprecias y que crees de verdad que soy un buen Hamlet y que tú estás enamorado de Shakespeare, que es tu vida, que si no te has casado ha sido para no serle infiel…—John estaba cada vez más excitado—Pero la verdad es que no te soporto. ¡No! ¡No puedo más! Se ha acabado. ¡Me voy a Noruega!

—¡A Noruega?

—Sí, a Noruega.

—¿Y qué se te ha perdido a ti en Noruega?

—A mí nada. A mi Elisa es a la que se le ha perdido algo. ¡El juicio, maldita sea, eso es lo que se le ha perdido! Y yo se lo voy a devolver. ¡Y a la mierda con Shakespeare!

—No mezcles a Shakespeare en todo esto. Además, no creo que sea de buen gusto blasfemar contra quien lleva dándote de comer toda tu vida adulta.

—¡Contra vosotros es contra los que blasfemo! ¡Vosotros sois Shakespeare! El pobre dejó de serlo cuando se murió. Y él era William, «Willy,» «el escritor de obras de teatro ese que vive aquí al lado…»

—¿Y qué tiene todo esto que ver con tu problema?

—¿Aún me lo preguntas?—dijo exaltado John.

—Pues…es que yo no veo la relación…la verdad, no veo que culpa tiene Shakespeare…

—Toda. Toda. ¡Toda!

—Como no me lo expliques, la verdad…

—Mientras yo estaba por aquí dando vueltas en leotardos Elisa se enamoraba de un noruego con ascots de colores y gafas de sol. Y yo, mientras tanto, con lo del ser o no ser…¡Ya me gustaría ver al noruego en leotardos! Parecería un salmón. ¡Me voy! ¡A Noruega! Quizás no sea tarde todavía…

—John, no hagas locuras.

—¿Irse a Noruega una locura? Miles se van cada día.

—Pero esos miles no tienen una representación al día siguiente.

—Ya te he dicho que me retiro…Ya no hay más representaciones. ¡Ni leotardos! Ya me he cansado de representar personajes; a partir de ahora voy a ser uno. Siempre he querido ser un personaje, o incluso un personajillo, pero claro, nunca he podido serlo porque siempre he tenido que preocuparme de hacer en vez de ser y para eso uno tiene que morirse por fuera, para que así las energías se queden dentro y salgan sólo cuando se está en escena. ¡Pues estoy harto de ser sólo apasionado en escena! ¡Harto! A partir de ahora voy a serlo fuera, por mucho que eso signifique ser irrespetuoso, irrespetable, charlatán, disoluto, borracho, vicioso…Bueno, tampoco nos pasemos, que al fin y al cabo soy como soy y me ha llevado demasiado tiempo convertirme en lo que soy como para olvidarme ahora…no, no totalmente, pero sí un poquito, lo justo para poder ser yo a la vez que olvidarme de mí mismo. Sí, ese es el secreto de ser, olvidarse de uno mismo, olvidarse de que se está viviendo y vivir, olvidarse de planear las cosas y simplemente hacerlas, no regodearse en lo que uno es, en lo que uno hace, ni intentar buscar razones, simplemente navegar, como si la vida fuera un mar, y ni siquiera mover demasiado las velas, sino sólo cuando nos acercamos a las rocas. Sí, sólo entonces…No, ni siquiera entonces. A chocar y después de chocar a arreglar el barco y volver a navegar, porque si bien es cierto que no es agradable chocar, menos agradables son las precauciones que tenemos que tomar para no hacerlo. ¡Chocar! ¡Chocar! Eso es lo que quiero, Will, pues eso significará que estoy navegando…navegando…como navegan los conquistadores, los bucaneros, los corsarios…¡Navegar! ¿Qué navegar significa no estar en condiciones de en tierra «representar el papel del que navega»? Pues no lo representaré. No me importa. Todo con tal de navegar. Sentir las olas, y hacerlo en silencio, notar como me acarician el pelo, como su sal se mezcla con mi sudor, con mis lágrimas…en silencio…sin tener que gritar desde tierra…»oh noto las olas, son bravas y llevan mi barco a golpes, pues está brava la mar..» No, no quiero hablar más, no quiero ser un Romeo de palabra nunca más.

—Definitivamente has perdido el juicio.

—Bien, entonces ya somos dos. Que felices seremos mi damisela y yo, los dos sin juicio…Sin juicio y enamorados. Adiós, me voy a Noruega.

—Voy a llamar al médico…—dijo dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta—Tú no estás bien John.

—Pero Will…Will…¿no ves que estoy bromeando?–dijo John con una sonrisa bondadosa— ¿Cómo voy a dejarte en la estacada? ¿A ti, con quién tantos buenos momentos he pasado? ¡A Shakespeare! Anda, ven y dame un abrazo.

—Ya me habías asustado.

Will se aceró a John y le abrazó cariñosamente, momento que John aprovechó para agarrarle fuertemente con sus brazos de atleta y meterle en el gran armario donde guardaba su vestuario. Sin más tardar giró la llave. De nada sirvieron los gritos con los que Will pedía clemencia, a los cuales John contestó con un simple:

—Es una pena que el Amapole sea un teatro tan antiguo y con paredes como ya no se hacen. ¡Gruesas como las de un palacio! Tú mismo lo has dicho muchas veces, mi querido Will. Así que dudo que nadie te oiga, pero no te precupes, que con el aire que entra por los agujeritos del armario tendrás para sobrevivir…En seguida que vaya a tomar el avión para Oslo avisaré al cuidador del teatro de que el señor director está encerrado en el armario. Dejo la llave puesta en la cerradura, así que no te preocupes.

—John, no hagas tonterías por favor, piensa en la obra, ¿qué será de nuestros contratos?

—Coge a alguien que no sepa todavía quien es en realidad ese monstruo de Shakespeare, uno que todavía no haya aprendido todavía a venerar.

John cogió una pequeña maleta y metió en ella sólo lo imprescindible. Pasaría un momento por su casa y le rogaría a su simpático vecino que le cuidase al gato por unos días. Quizás unos meses. Sólo al acordarse de Miskas se dio John cuenta de lo bajo que había caído. ¡Un gato! Y es que la soledad es bohemia mientras uno no se acompañe de un gato. ¡O de uno de esos perritos que parecen ratas!

«Aunque la verdad es que un gato es mejor…»se decía, ya en el taxi de camino a su casa, «a un gato al menos no hay que sacarlo a pasear. Porque un perro de esos…No hay nada más ridículo que una persona sola paseando a uno de esos monstruitos, “mirad, este es el único que me aguanta”; ¡y porque es perro y feo! Ay Miskas, Miskas, la verdad es que has sido un pasivo y poco molesto compañero, pero creo que es momento de que, muy a mi pesar, (que no del tuyo que a ti al fin y al cabo te da todo igual) nos separemos por una pequeña temporada.»

—John, sácame de aquí–recordaba que habían sido los últimos gritos de William John Williams—¡Desalmado, más que desalmado!

Desalmado. Es cierto, era un desalmado. Dentro de su total desesperación, una brisa de esperanza pasó por ese sideral vacío que el resto de los humanos llena con el alma. No tenía nada. Por no tener, no tenía ni miedo. Podía matar sin remordimientos, ser traicionado y no guardar rencor. Era libre. Pero era una libertad vacía, pues nada la amenazaba. Y no hay peor esclavitud que la libertad eterna y garantizada.

–Puedo querer, pero sin amar…Lo dicho, que me voy en el primer avión.

Al llegar a su casa se encontró con una sorpresa. En la puerta del apartamento, una joven con voluminosas gafas le esperaba. Tenía una grabadora y un block de notas en la mano y parecía extremadamente nerviosa.

—¡Oh, señor Barnes! Perdón que le moleste, pero es que no podía esperar..cuando no me devolvió la llamada fui al teatro, pero el guarda no me dejó entrar…así que pensé en venir a esperarle en su apartamento. ¿Qué como sabía donde vive usted? Ah, por cierto, soy la señorita Andrews…

—Eso ya lo suponía.

—Pues, como le iba diciendo, supongo que le extrañará que me haya enterado de su dirección, pero es que en la universidad todos le admiran mucho, y uno de mis colegas, no me pida usted como, consiguió su dirección…

John miraba a la nerviosa señorita Andrews con una sonrisa y por simple cortesía, en vista de lo contenta que estaba ella por haber conseguido su dirección, no le dijo que con haber llamado a información y pedir por John Barnes hubiera sido suficiente. O en las páginas amarillas. Además, John no la quería interrumpir pues le agradaba escuchar a aquella muchachita nerviosa cuyos ojos vivarachos bailaban con alocado ritmo tras sus lentes. Un ritmo, pensó John, demasiado loco, demasiado, claro está, para estudiar Shakespeare.

«Quizás todavía no haya empezado a estudiarlo y puede que de momento sólo lo lea…»

Y la muchacha seguía hablando.

—…así que me dije que no había nada que temer…además de que muchos me han dicho que es usted todo un caballero y que nunca me faltaría al respeto…por mucho que no quisiera concederme la entrevista…así que ya ve que el riesgo que he tomado no es tanto…pues en el peor de los casos lo único que puede pasar es que, con toda educación, me diga usted que no, pero supongo que una educada negativa por su parte es mejor que…

—Señorita, siento interrumpirle, y más para decirle que por desgracia no puedo atenderla. Ha venido usted en un mal momento, pues de forma inesperada me encuentro teniendo que abandonar la ciudad…

—Pero eso no puede ser. Mañana hay función.

—He de hacer hincapié en lo de «inesperada.»

—¿Pero quién representará su papel mañana?

—Frankly, dear, I don’t give a damn.

—Lo que el viento se llevó.

—¿Cómo?

—Digo que eso lo decía Clark Gable en lo que el viento se llevó.

—Me parece que ve usted demasiadas películas. Esto es la vida, señorita, y esta misma noche salgo hacia Oslo.

—¿Oslo? ¿Y qué va usted a hacer allá?

—No creo que sea asunto suyo…—y mirando el reloj—Mire señorita, tengo que irme, a decir verdad, la única razón por la que he venido aquí es para pedirle a mi vecino que me cuide al gato.

—Vaya, como en Desayuno con Diamantes.

—¿Qué?

—No, perdone, decía que parece…bah… es una tontería déjelo.

—Bueno…pues, como le iba diciendo, esa es la única razón por la que en estos momentos no estoy en un avión destino a Oslo.

—¿Ha visto usted alguna vez algo más seductor que los hombros de Audrey Hepburn?

—Pues…

—Si yo fuera hombre me enamoraría de una mujer así…Frágil, con estilo, sofisticada, femenina…Vaya, ni que fuera Renard hablándole de Rick a Ilsa…

–Señorita, ¿es usted parte de una secta o algo así? Lo digo por su forma de hablar, como en clave…

–Me estaba refiriendo a…

–Sí, a Casablanca, no se preocupe que ya me he dado cuenta…Debiera probar a vivir diez minutos usted solita, sin buscar ningún parecido con nada…

La señorita Andrews se sonrojó.

–No me ha contestado a mi pregunta…

–¿Qué pregunta?

–La de los hombros de…–la fiera expresión de John, quien miraba al cielo, como intentando encontrar que horrible pecado habría cometido para que se le castigase de forma tan cruel, hizo comprender a la señora Andrews que en esta vida de misterios nos vemos obligados a aceptar que algunas preguntas jamás tendrán contestación.

–Perdón…–dijo ella.

–No se preocupe…me encantaría poder atenderla, pero de verdad que debo irme. A las doce sale un avión a Londres desde donde espero no tener problemas para hacer una conexión a Oslo. Mire usted que son ya casi las once y…

La señorita Andrews pareció de repente darse cuenta de la apresurada situación en la que se encontraba su admirado actor.

–¡No! ¿Pero en qué estaría yo pensando? Perdone, veo que he venido en mal momento. No le molestaré más. Adiós.

—Gracias por su comprensión señorita—dijo John con una sonrisa, la cual la señorita Andrews ya no vio pues ya se dirigía a toda prisa escaleras abajo—Por favor, llame a mi agente y concierte una cita…

—Claro…—John la oyó decir, en un susurro, su voz mezclada con los golpes de sus pasos bajando la escalera.

John miró por un segundo al vacío pasillo y se dijo que era momento de preparar a Miskas. Entró en su apartamento y comenzó, con el mayor de los cariños, a llamar a su díscolo felino quien, como solía ser habitual, mostraba su gran independencia no haciéndole el menor caso a aquel hombre que habitaba en su mismo hogar.

Finalmente encontró a Miskas hecho un ovillo y en estado catatónico dentro del armario sobre sus jerseys. Aquel era uno de sus lugares favoritos. John comenzó entonces a recitar palabras de cariño, que sabía que eran del agrado de Miskas, no por lo que significaban, sino porque John era consciente de que nada le gustaba más que ver a su amo humillarse ante él. Con esas palabras John demostraba no hacerse vagas ilusiones acerca del verdadero estado de la situación familiar, demostraba aceptar el status quo, un status quo en el que Miskas cedía el dominio aparente a cambio de que no se dudase de su dominio real.

Entre caricias y palabras amorosas la pareja de enamorados llegó hasta el lugar donde John, en lo que significaba algo así como un golpe de estado, creía que Miskas iba a pasar las siguientes dos semanas. Tocó el timbre, a la vez que, ya repitiéndose, seguía diciendo cosas bonitas.

—¿Quién es?—dijo la voz de Emil Sinclair, su vecino.

—Soy John.

La puerta se abrió.

—Hola John. ¡Hola Miskas!

«Miauuu…,» dijo Miskas en lo que significaba su primera, si bien no poco firme, intervención en la crisis diplomática que se aproximaba.

—Emil, tengo que pedirte un favor. Tengo que irme de viaje, algo inesperado ha surgido, y no sé que hacer con Miskas, así que quería pedirte…

«Miauuu…,» repitió Miskas. Y es que no había porque cambiar el mensaje pues aquello era lo que quería decir.

—¿Quieres que te guarde a Miskas? Claro, como no…Ya sabes que somos la mar de amigos…Eh que sí Miskas, ¿eh qué somos amigos?—Emil comenzó a utilizar ese idioma que utiliza la gente para hablar con los gatos y que los franceses utilizan para hablar entre sí.—¿Eh que sí?

«Miauuu…»

No haciendo caso de las claras advertencias de Miskas, quien como gato pacífico que era quería agotar todos los medios dialécticos antes de pasar a la acción, John y Emil se dispusieron a efectuar el cambio de guardia. John, consciente de que estaba pecando, intentaba aliviar su culpa con palabras bonitas, diciéndole a Miskas que no le echara de menos (como si alguna vez le hubiera echado de menos), que muy pronto volvería (como si le importara), y que con Emil iba a estar muy bien (como si en realidad se fuera a quedar con Emil). Y claro, pasó lo inevitable. Le habían obligado a actuar, si bien, como deferencia a la bonita y delicada cara de Emil, le clavó las uñas en el cuello.

—Maldito gato…

«Arrrrrrr…» la situación demandaba cambiar el mensaje.

—Miskas, no seas malo…¿Qué voy a hacer contigo?—y mirando a Emil—Sólo está un poco nervioso…ya verás como se le pasa…

–Yo no me quedo con esta fiera.

«Miau…»—dijo Miskas en señal de aprobación ante aquella gran verdad.

—Vaya, perdona Emil…no sé que le puede haber pasado…nunca lo había hecho antes…¿qué voy a hacer? Supongo que tendré que llevármelo conmigo…Vaya facha que voy a tener en Oslo, sin leotardos pero con un gato…bueno Emil, perdona, no veas cuanto lo siento…

—Nada, nada, no te preocupes…—dijo intentando, con poco éxito, ocultar su mal humor—Venga, buen viaje…

—Adiós Emil y perdona.

—Nada…—oyó John la voz de Emil a través de la puerta ya cerrada.

Otra vez se encontró mirando al frío y solitario pasillo. Extendió imaginariamente su vista hacia el techo e intentó hacerse una idea del aspecto del escenario, de aquel escenario que por desgracia era el de su vida. Era un escenario en el mejor de los casos ridículo y en el peor grotesco. Además, al contrario que en otros tiempos, ya no le quedaban fuerzas para reírse de la función. Como todo gran enamorado, John no quería que su vida pareciera una comedia.

Valle-Inclán decía que hay tres tipos de relaciones entre el autor y sus personajes. Cuando el autor mira a sus personajes como a inferiores, poniéndose por encima de sus personajes, tiene una comedia. Cuando se identifica con sus penalidades, mirándolos de igual a igual, un drama. Mientras que cuando los mirá desde abajo, asombrado, admirado y sobrepasado por los problemas de sus personajes, por su fortaleza, esa que el autor ni el mil vidas se considera jamás de tener, tiene una tragedia. Bien, no hace falta decir en cual de estas tres categorías quería imaginarse John y en cual de ellas no quería hacerlo bajo ningún motivo. No obstante, con un gato en la mano, en un pasillo solitario, un momento más tarde de que el gato acabara de arañar a su única alternativa para librarse de él, y con el prospecto de irse a vengar su herido honor (al menos esto sonaba a tragedia) y recuperar a su querida Elisa de las manos (o más bien de las garras) de un director de cine noruego…en Oslo…y encima sin alma…

—Sonríe Miskas, que alguien se debe estar riendo a carcajadas allá arriba…

John bajó a toda prisa las escaleras. Quedaba exactamente media hora para el avión a Londres. En la puerta de entrada a su edificio, sentada en un escalón, se encontró con la sorpresa, más bien desagradable vistas las prisas, de la señorita Andrews.

—Así que era verdad la historia del gato. Creí que me lo decía sólo para librarse de mí…por eso he esperado…de no haber bajado usted, hubiera comprendido que no quería concederme la entrevista.

—Pues ya ve que no.

—Es una gato bonito.—dijo acariciando la peluda cabeza de Miskas.

«Miauuu…,» dijo éste en señal de aprobación.

—¿A dónde lo lleva?

—A Oslo. Conmigo. El muy desgraciado no quiere quedarse con mi vecino.

—¿Quiere que se lo guarde yo?—decía la señorita Andrews mientras John gritaba: «¡taxi!—Para mí no sería ningún problema…es más sería un honor…incluso le podría incluír en mi libro…mientras usted no esté yo le recitaré Hamlet y veré como reacciona…Sí, seguro que será de lo más interesante…Tanto que creo que voy a suprimir el capítulo acerca de Richard Burton y, si los resultados son los que espero, lo sustituiré por el del gato de Barnes…

–Buena idea…

–Era sólo una broma.

–Pues no estoy para bromas, señorita…ya es suficiente problema irme a Oslo con mi gato como para que venga usted ahora a hacer bromas…

–Era lo del capítulo del gato que iba en broma…Lo de guardarle el gato iba en serio.

–¿Qué capítulo? Mire señorita, ¿por qué no me deja en paz? Además, no creo que Miskas quiera quedarse con usted. Es muy maleducado. No vea el arañazo que le ha hecho a mi pobre vecino en el cuello.

—Intentémoslo.

—Está bien.

Aquella muchacha era demasiado fina y simpática como para repetir la salvaje acción que, si bien merecida, le habían obligado a realizar minutos atrás. Sí, aquella joven le gustaba y, hasta el momento, había tenido la delicadeza de no hablarle en francés. Desde luego, la violencia estaba en aquel momento fuera de lugar. Miskas soltó un cordial y educado:

«Arrrrrr…»

—No, no quiere. Gracias de todas maneras señorita–dijo John y mientras introducía sus varoniles hechuras en el taxi—Bueno, ahora debo irme. Por favor señorita, no dude en llamar al director de la compañía y preguntarle por mí…por cierto, ya que menciono al director…

—Le acompaño hasta el aeropuerto—dijo ella con decisión—Allí podemos intentar otra vez lo de darme a Miskas. A lo mejor funciona.

—La verdad, no creo…y me sabría mal hacerle perder el tiempo…

—Si algo tengo es tiempo, no se preocupe por mí. Además, de camino, en el taxi, le puedo hacer unas cuantas preguntas acerca de los soliloquios. Así podré ponerme a trabajar mientras espero a que usted regrese.

—Pero…No es que a mí me importe que me acompañe usted al aeropuerto, pero es que en estos momentos no me encuentro como para hablar de soliloquios. Y me sabría mal no prestarle a su entrevista toda la atención que se merece…

—Entonces no se hable más. Si no le molesta le acompaño.

—Si se empeña…—y en tono más decidido—venga, pues entre, que no tengo tiempo que perder.

—Al aeropuerto.

—Al aeropuerto…—repitió el taxista con un marcado acento pakistaní—al aeropuerto…Como están hoy los señores…de viaje ¿eh?

—Sí, sí, de viaje…Y con prisas.—dijo John.

«Miauuu…»

—Bueno, no perdamos más tiempo—dijo la señorita Andrews mientras sacaba un cuaderno de notas del bolsillo—¿a qué edad se enamoró usted de Shakespeare?

—El amor, el amor…—dijo el taxista—ya les veía yo a ustedes cara de enamorados…

—A los dieciocho, en mi primer año de universidad.

—Enhorabuena, también yo llevar many many años con mi esposa. Ahora está en Pakistán…de hecho hace sólo diez días que la dejé, porque, ¿sabe usted? Yo acabo de llegar aquí a los Estados Unidos…Muy bonito, dinero bueno.

«Miauuu…»

—Sí, sí, claro…¡Pero! ¿Adónde va usted?—dijo John exaltado—Por aquí no se va al aeropuerto…Para ir al aeropuerto tendría que haber cogido la autopista.

—¡Oh! Vaya un error tonto. Ya ve, lo que le decía, acabo de llegar y todavía no me conozco muy bien las calles. Y yo que creía que era por aquí…pues nada…espere un momento que le preguntaré al señor de la gasolinera a ver si sabe como ir.

—Maldita sea no voy a llegar.

«Miauuu…»

—¡Maldito gato callate de una vez!—gritó John.—Mire le propongo una cosa. Ya sé que lo que le voy a decir es ilegal—y mirando a la foto de la licencia del taxi—pero de todas formas también lo es su permiso…El de la foto no es usted.

—No, nada de ilegal mi permiso. Lo que pasa es que me hice la foto en un tiempo de mucho stress y por eso tenía el pelo blanco, pero ahora ya todo ha pasado y yo recuperar color natural…mirar amigo…mirar barba y turbante…y ver como diferente color pero igual…porque yo sé…

—Callesé maldita sea. Mire, tengo mucha prisa, así que le voy a proponer un trato. Usted me deja conducir el taxi hasta el aeropuerto y yo le pago tarifa doble. Comprenda que si no nunca llegaremos…

—¡Ah, para eso no problema!—dijo mientras con brusquedad frenaba el coche.—Pero como usted, decir, ¿eh? Tarifa doble.

—Bien, bien…—dijo John ya bajando del coche.

Un instante más tarde, nuestro protagonista se encontraba pilotando una bala amarilla en dirección al aeropuerto, como no, ayudado de Miskas quien, desde el asiento del copiloto, se aseguraba de que todo estuviera en orden. Mientras tanto, el taxista pakistaní nutría a la señorita Andrews de muy interesantes observaciones acerca de Shakespeare, y no era para menos, pues tal y como aseguró momentos antes de comenzar su disertación acerca del dramaturgo inglés, «había oído hablar de él más de una vez.»

La suerte quiso que la policía, John conducía a más de cien millas por hora en una zona en la que no se podía ir a más de cincuenta y cinco, no se uniese a tan fructífera discusión. Aunque tampoco había porque preocuparse, «porque si nos paran usted les dice que se ha afeitado la barba y quitado el turbante. Además, usted el pelo medio blanco, como yo cuando lo del stress…» En resumen, que exactamente veintitrés minutos más tarde John entraba en la terminal del aeropuerto. Es decir, que llegó con el tiempo justo para despedir al avión de Londres, el cual, en aquel mismo instante, y con la puntualidad propia de todo avión que queremos que se retrase, abandonaba suelo americano.

—Gracias amigo…—tome, veintidós dolares, tarifa doble.

—Con el equipaje son dos dólares más; essss decir, cuatro.

—¡Pero si no llevo equipaje!

—¿Y el gato? El gato lo va a tener que facturar, así que técnicamente cuenta como un bulto.

«Miauuuu…,» dijo Miskas, mostrando su acuerdo con tan fino razonamiento, el cual, dicho sea de paso, no era de extrañar en alguien que acababa de hablar tanto y tan bien acerca de las normas del drama.

—Aquí van cinco. Quédese el cambio.

Miskas, a caballo de John, lideraba con sus bigotes a la tropa, a la que la señorita Andrews ilustraba, narrando grandes momentos en los que estrellas del celuloide habían estado en una situación semejante.

—Esto me recuerda a…—el nombre de Cary Grant apareció un par de veces, así como el de Woody Allen.

Claro que John no estaba para bromas y mucho menos cuando le informaron de que el vuelo a Londres acababa de salir con puntualidad británica. Sumido en la más absoluta de las desesperaciones, John comenzó a recorrer las oficinas de las compañías con vuelos a Europa. Y descubrió que, como tan sabiamente se suele decir, «Dios aprieta pero nunca ahoga,» y que el vuelo a Madrid, por fortuna, no había salido «con puntualidad torera,» sino, lo que no debe ser confundido por mucho que suene de forma parecida, con puntualidad “Ibérica.” Vamos, que llevaba ya una hora y media de retraso.

—En diez minutos salimos señor.—le dijo una simpática azafata de Iberia con preciosa sonrisa—Si no tiene usted equipaje puede subir.

Aquello le sonó a John a gloria. Por un segundo respiró satisfecho, hasta que se acordó de que llevaba a Miskas; el mismo Miskas cuyos ojos irradiaban ahora el más enternecedor de los candores. ¿Qué iba a hacer con él? Era el momento, había que decidirse; así que, aprovechando que Miskas, sin en realidad saber Miskas muy bien porque, se había encontrado en los brazos de la señorita Andrews, John decidió tentar a la suerte y, sigilosamente, desaparecer de la vista de su querido felino. Tras avisar a la señorita Andrews de tan drástico plan, se dipuso a ponerlo en práctica, si bien poco tardaría en ser abortado. Momentos más tarde, gritos y rugidos, lloros y susurros, obligaron a John a volver sobre sus pasos. No había funcionado; tal y como atestiguaba el revuelto pelo de la señorita azafata, la misma cuyo monumental peinado había sido durante los últimos dos días la envidia de todo el sector femenino del aeropuerto.

—Lo siento señor Barnes—decía la señorita Andrews—Pero nada más desaparecer usted Miskas ha saltado de mis brazos…Me parece que tendremos que descartar la posibilidad de dejarle aquí.

Tanto fue el odio con el que John miró a Miskas, que incluso éste, por naturaleza insensible a estas cosas, se apercibió del mismo y se avergonzó del sufrimiento que estaba creando a aquel que durante años le había dado de comer, que durante años se había comprado cómodos jerseys, aquel que un día lejano, un frío día de invierno de 1985, le había recibido entre quejas e insultos dedicados a «aquella maldita actriz que se viene a vivir aquí, se trae el gato, y después no se lo lleva.» Era por aquel entonces Miskas sólo un pequeño Miskas, pequeño, si bien ya era consciente de su noble procedencia, de que había nacido para un destino insigne, como lo confirmaba el que un par de meses antes, y contando Miskas sólo con semanas de vida, las portadas de todas las revistas sensacionalistas americanas pusieran su foto en la portada. Todos decían que era un guapo Miskas y estaban enternecidos al pensar que nunca antes, ni una sola vez, el gran actor Spencerfly le había regalado un gato a una de sus compañeras de reparto.

“Boda segura…,” decían. Aquel titular era el primer recuerdo de Miskas.

Miskas, nombre con el que le bautizó el propio Spencerfly en honor a un perro que tuvo en su infancia y que, por desgracia, había fallecido cuando un tren le pasó por encima. Boston-Philadelphia, aquella era la línea, la cual Miskas, que había oído a Spencerfly relatar aquella historia a la señorita Mildred en innumerables ocasiones, recordó siempre como sinónimo de amor, pues no por nada su homónimo canino se encontraba en aquellos momentos cruzando la vía siguiendo el rastro de una bonita perra caniche de rizos blancos que, según todos los relatos de la época, caían con la mayor de las gracias sobre unos enormes ojos llenos de melancolía. Spencerfly, de nombre Finegan, nunca contó el porque su padre había bautizado a aquel bonito pequinés como Miskas, un nombre que tiene tanto de corriente en un gato como de extraño en un perro, incluso en un pequinés. Probablemente ni siquiera el mismo Spencerfly (pronunciado Espenserflai) jamás conoció la verdadera procedencia del nombre Miskas, lo cual no es de extrañar pues Spencerfly (escrito Spencerfly) nunca supo hacer la O con un canuto ni la I, no la i, con un chupachupe, (que se escribe de manera diferente a la que se pronuncia …chupachup pues, si Miskas no se equivocaba, es nombre comercial y Miskas no usaba nombres comerciales a no ser que le pagaran por ello). Pues eso, que Spencefly fue siempre un idiota, y Mildred una histérica, si bien muy guapa, y el pobre John pagó caro su error de no tomar las precauciones adecuadas (nunca dejes entrar en tu casa a una mujer con gato) y se encontró, de repente, con un pequeño que le miraba con ojos angelicales y del que había que hacerse responsable. Miskas. Y cuanto le había querido, con cuanto cuidado le había puesto la leche cada mañana, ni unas queja, ni un reproche, igual que si hubiese sido su propio gato y no el de un Spencerfly desconocido. No, no podía seguir comportándose como un Miskas irresponsable, pero tampoco podía permitir que se fuera sin él, porque sabía que se iba a ir lejos, muy lejos, a buscar a esa mujer a la que tanto quería y que Miskas había visto un par de veces por casa. Era muy guapa, mucho más que Mildred, y Miskas entendía como después de querer a alguien así era imposible querer a una Mildred cualquiera, a una Mildred de ojos apagados y maquillaje brillante, sí, Miskas de no ser Miskas y ser hombre, de ser John, nunca hubiera querido a alguien cuyo maquillaje emanara más luz que su mirada. Por eso Miskas nunca hubiera querido a Mildred; por eso, de hecho, Miskas nunca la había querido. John tenía luz en los ojos, igual que aquella mujer a la que iba a buscar, pero el pobre John tenía oscuridad en la vida, ¿por qué? Ni siquiera Miskas sabría decirlo, no, ni siquiera Miskas, aquel que con tanta atención le miraba día tras día, aquel que con la mayor de las pasividades, sin dejar que ningún ratón (en caso de que lo hubiera habido) o araña (esas sí que las había visto) le distrajeran, le examinaba, le escrutaba, y no, no había luz en esa vida y lo peor es que no había tampoco oscuridad, porque había una lámpara artificial que daba una luz muy fea, una lámpara a la que John llamaba con un nombre inglés y a la que recitaba constantemente. ¡Que fea era aquella luz de nombre inglés! ¡Que fea la vida de aquel que tantos cariños le daba; de aquel que tenía tanta luz en los ojos, que ahora iba a buscar a una mujer con mucha luz en los ojos, acompañado de otra mujer de mucha luz en los ojos, acompañado de un Miskas de mucha luz en los ojos! Sí, que bonita era la vida de John ahora, en un aeropuerto, diciendo que no importaba que que el avión de Londres se hubiera ido, que cogería otro, porque nada importaba, ni siquiera que la lámpara inglesa se hubiera quedado en casa, que la lampara inglesa no hiciera el viaje, porque este no era un viaje para lamparas inglesas, sino para ojos con luz, como los de John, como los de la mujer que iba con John, como los de la mujer a la que John iba a buscar, a través de Londres, de Madrid, maldita sea de Estocolmo, ¿qué importa mientras haya luz en los ojos? Miskas era un Miskas con suerte, porque en el mundo hay mucha gente con lámparas, pero pocos con luz en los ojos como John, pocos, muy pocos, por mucho que el pobre John nunca lo supiera, por mucho que el pobre John se estuviera ahora diciendo que era un desgraciado, que un asqueroso gato le impedía buscar a su chica de ojos con luz. Cuanto le gustaba ahora John, cuanto más que cuando, siendo Miskas sólo un pequeño Miskas y yendo en las manos de la luminosa y oscura Mildred, le conoció. Entonces John no tenía luz, porque Mildred se la robaba toda con su maquillaje, sin darle nada a cambio, porque Mildred no era una de esas flores que da oxígeno a los que respiran alrededor suyo, sino todo lo contrario, una flor inversa, una flor que roba porque sabe que sus ojos son cavernas, que sus ojos se apagaron mucho tiempo atrás, quizás antes de brillar por primera vez. Aunque tampoco tiene nada de extraño, porque hay muy poca gente a la que le brillen los ojos, que le brillen como ahora le brillan a John.

—Señor Barnes—dijo la señorita Andrews—va a tener usted dos pasajeros más en su viaje.

—¿Cómo?

—Nunca he estado en Europa y ya va siendo hora…Miskas y yo venimos. Mientras usted haga lo que tenga que hacer yo cuidaré de Miskas.

—¿Qué? No, no, eso no puede ser…¿cómo van a venir ustedes? Digo, usted y el gato…y Miskas…no…eso no puede ser…yo voy a hacer algo muy importante…y sería ridículo que me presentara con un gato…y…y una escritora de un libro de…de..soliloquios…nadie me tomaría en serio…no, no, ustedes..digo…usted y el…pero maldito Miskas porque no te quieres quedar, no ves que yo me tengo que ir…me tengo que ir…pero…

—No se hable más, Miskas y yo venimos. No sé lo que va usted a hacer, ni tampoco se lo voy a preguntar. Usted lo hace y yo cuido a Miskas.

«Miauuu…»

–Dos billetes más…–dijo John resignándose a su suerte.

Comenzaba la odisea. Ulises John, con gato y escritora de libros de soliloquios incluídos, partió destino a Madrid. Y de Madrid a París, y de París a Praga y de Praga a…En total veinte horas de vuelo, en las que John no pronunció más de una decena de palabras. ¿Qué tendran los aviones que callan a los enamorados? Parece como si al subir a un avión no sólo se separaran físicamente de las limitaciones terrenales, sino también espiritualmente, como si nada de lo que se deja allá abajo importara, ni profesión, ni conveniencias, nada…Sólo el amor. Y John se pasó veinte horas pensando en Elisa y en aquella boda que se iba a celebrar, odiando durante veinte horas a ese maldito director de cine noruego que decía Secspijj en vez de Shakespeare y que de no haber sido, como decía Buñuel, «gracias a Dios ateo,» hubiera rezado seis veces al día por la salud del profeta Godard.

«Pero él y no yo, el pobre actor clásico, al que las ruedas del tiempo le han atrapado, será el que se va a casar con Elisa…él y no yo…si un milagro no lo remedia…pero tampoco yo creo en Dios…así que los milagros no existen en esta historia…¿será posible que por una vez el verdadero amor gane? No, el amor sólo gana en los libros de romances baratos, en los que se venden en los supermercados. ¿Y si los libros de romances baratos tienen más de cierto que esos que se escriben para que cojan polvo en las bibliotecas? Quizás sí, quizás la vida sea un romance barato y yo llegue a Oslo, ¿pero cómo va a triunfar un romance barato en Oslo?…Si aún fuera París…En Oslo lo único que puede pasar es que se case con él y treinta años más tarde nos encontremos en un Spa tomando las aguas y me diga que es a mí a quien siempre quiso, pero que las conveniencias…Y entonces los dos nos vamos a una montaña y nos suicidamos juntos para sellar el amor eterno que los hombres separaron por un rato. En Oslo se casa con él. Pues vaya papelón que estoy a punto de hacer. Tanto Shakespeare y al final lo único que deseo es que la vida sea un romance barato, que ella me mire, que yo la mire ella, que el director de cine me encuadre…¡zas!…soliloquio de supermercado al canto…ella le pega con el guante y el se va con su cámara a filmar espárragos…ella se acerca a mí, le invito a perderse entre mis brazos, ella me aprieta fuerte, y nos besamos por el resto de la obra, de la vida, de la eternidad, para siempre, ella yo, yo y ella, y el noruego, si quiere, que tenga los derechos para el cine del romance barato en el que yo me llevo lo que es mío, mío, para siempre…Pero la vida, por desgracia, no es un romance barato, sino una broma pesada, así que llegaré, ella me mirara con una mezcla de frialdad y sorpresa, y él dirá que se alegra de tener un actor clásico en su boda, y yo me sentiré ridículo por haber volado veinte horas para pasarme cinco horas comiendo canapés, porque ya ni orgullo me quedará que comer, ni orgullo ni corazón, ni tampoco vida…Y con lo francófono que es este noruego seguro que los canapés son más pequeños que los guisantes que llevan encima…así que encima me quedaré con hambre…¡Dios mío que estoy haciendo! Tengo que volver, va ser un desastre, un ridículo espantoso, ¡y además en frente de Miskas! Ahora sí que ya me perderá el respeto de manera definitiva…Me quitará la cama y me hará dormir sobre la tierra perfumada de dos dólares la bolsa…Elisa…¿Dónde está nuestro romance barato? ¿Ese que empieza cuando terminan las películas? ¿Ese del que ni siquiera se habla pues se da por supuesto? ‘Claro, ¿no es acaso obvio que después del primer beso pasaron treinta años de felicidad absoluta?’ Sí, yo quiero pasar contigo una de esas vidas, uno de esos amores obvios de los que ni siquiera hace falta hablar porque la película ya ha terminado y la gente ya se ha ido del cine, ese en el que las peleas nunca empiezan, nadie las ha escrito en el guión, porque nadie es tan estúpido como para escribir un guión con palabras que nadie escuchará, pues ya se han ido todos del cine, ya han puesto la palabra «fin» en la pantalla y los dos protagonistas ya se han prometido amor eterno. Y todos los espectadores se han ido contentos…¿y por qué van a separar los protagonistas lo que el cine ha unido? Sí, ese es el amor que yo quiero vivir contigo…aunque sea en un película del noruego…ese noruego que dice sespijj y que has elegido sobre mí, que al fin y al cabo no soy más que un pobre actor clásico, con leotardos y todo…y gato…un gato que me va a perder el respeto cuando vea el ridículo que voy a hacer…cuando sea ese pedante quien al final se case contigo.»

Y así veinte horas.

Eran la una de la tarde cuando Ulises John, Telemaco Miskas, y Soliloquios Andrews llegaron a Oslo. Quedaba menos de una hora para la boda y John ya no tenía más opción que ir directamente a la iglesia. Una mirada era todo lo que le quedaba, una mirada toda su fortuna, todo su futuro. Una mirada en la que tenía que comunicar todo su amor y rescatar todo aquello de lo que ella se estuviera escondiendo. Si le quería, si simplemente se estaba escapando, esa mirada sería suficiente. Si no, si de verdad no le quería, si John había sido sólo un pasaje de su vida, uno nacido para ser recordado en los días en los que tocara limpiar los álbumes de fotos, entonces sólo habría sorpresa en los ojos de Elisa. Sorpresa y quizás incluso alegría al ver a un viejo amigo. A John sólo le quedaba una mirada. Una mirada y, como no, una escritora de libros de soliloquios y un gato ilegítimo hijo de Spencerfly y Mildred.

Desde una puerta lateral la señorita Andrews y Miskas escucharon la boda. John había entrado en la iglesia. La señorita Andrews oyó como el padre comenzó a oficiar la ceremonia y, finalmente, dijo:

–Soren Munch…¿quieres tomar a Elisa Cristina como tu legítima esposa, prometes quererla y respetarla, en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

–Sí quiero.

—Y tú Elisa Cristina, quieres tomar a Soren Munch como tu legítimo esposo querele y respetarle hasta que la muerte os separe…

El silencio se hizo en la iglesia. Por unos segundos Elisa dudó, parecía como si tuviera miedo de dar aquel paso para el que se había estado preparando durante el último año. Sí, Soren era un buen hombre, y le quería, le quería mucho, pero había algo…algo que le impedía decidirse y que aquel día estaba con ella…alguien a quien ahora sentía por primera vez en mucho tiempo…que le miraba…quizás desde el otro lado del océano…que le miraba…

–Amor mío, ¿estás bien?–le preguntó el director de cine.

—Sí…sí amor mío–le dijo en un susurro y ya más fuerte–Sí quiero. Sí.

Los novios pueden besarse.

Tres asistentes (dos personas y un gato) fueron los únicos que no tuvieron en valor de ver aquel beso. Cerraron los ojos. John se puso las manos frente a la cara, donde las mantuvo hasta que los gritos de «¡viva los novios!” se hicieron tan insoportables que las necesitó para taparse los oídos. Ella no le había visto, nunca se dio cuenta de que había estado allá. John la miró con cariño, mientras se decía que había vivido en una ilusión, la de amar a aquella maravillosa mujer para demostrarse que en realidad podía amar, que no era un frío e insensible actor clásico al que las palabras le importaban tanto como indiferente le dejaba la gente. Había sido un espejismo y no se había dado cuenta hasta verla una vez más, con sus ojos de sol y mar, verdes y brillantes, con su pelo de noche, con sus facciones de arena, moviéndose en sonrisas como dunas a las que arrastra el viento. Debiera haberla amado, pero John no sabía amar. No se puede perder lo que nunca se ha tenido y John se daba ahora cuenta de que el decirse que había perdido su alma era su forma de consolarse de no haberla tenido. Quiso engañarse, quiso engañarla, y ahora tenía su castigo.

Era el final. Estaba cansado y de repente, al ver a su alrededor la iglesia vacía (todos se habían ido siguiendo a los novios) sintió el cansancio acumulado en un día de viaje. En un gesto que le convenció aún más de su bajeza personal, sintió una repentina tranquilidad y un reparador alivio al recordar los febriles y enamorados pensamientos de la noche anterior. Quiso sonreír y sonrió; quiso que la sonrisa significase algo más que un gesto facial, pero eso ya era mucho pedir. Le habían anestesiado, la vida lo había hecho, mucho tiempo atrás, y no importaba que por muchos años se hubiera querido engañar con aquello que llamaban amor, porque al final la medicina deja de surgir efecto y nos quedamos anestesiados, sin nada, vacíos, diciéndonos que el hecho de que no duela no significa que esté curado, porque ya ni siquiera hay nada que curar, ya ni siquiera hay herida, porque los engaños no hieren, los engaños no son nada. Nada. Vacío. Vida. Miskas. Una señorita que escribía libros de soliloquios. Aquello era todo lo que le quedaba.

—¿Está usted bien señor Barnes?—dijo la señorita Andrews.

«Miauuu…»

—Sí, sí…

—Ella es muy bonita–dijo la señorita Andrews.

—Sí.

–No le vio…

—No.

—Ya sé que no es asunto mío…

—Si ha venido hasta aquí lo es…

—¿Por qué no le dijo nada?

—Porque nada más verla me he dado cuenta de que no la quería. No, no la quiero…no soy capaz de querer…—calló, pensativo, por un instante—perdone, prefiero no seguir hablando. Pero esa es la verdad. Hubiera preferido estar llorando de celos y creer que me acaban de robar la vida, pero no es así, es peor, me acabo de dar cuenta de que no hay nada, de que el mundo es vacío, de que la vida lo es, de que el amor es un engaño, una caja de fuegos artificiales, que suben, que explotan en la más preciosa de las luces…y que chamuscados bajan…y ya no queda nada, salvo cenizas. Eso es la vida…¿y por algo tan insignificante vale la pena preocuparse? ¿por algo tan insignificante coger aviones, actuar en obras de teatros, asistir a bodas en las que creemos que va nuestra felicidad? ¡Felicidad! Vaya palabra…

To die, to sleep—comenzó a recitar la señorita Andrews—

No more, and by a sleep to say we end

The heart-ache and the thousand natural shocks

—Señorita Andrews, disculpe, pero no estoy en estos momentos para soliloquios…

—¿Cuándo entonces? ¿En el teatro? ¿Con el café? ¿En una biblioteca? ¿Cuándo entonces si no en una iglesia después de que le hayan roto el corazón? ¿Cuándo? Durante treina años ha vivido usted de recitarlo…pero claro, entonces era diferente porque le pagaban por ello, pero ahora, ahora no, porque esto no es el teatro sino la vida. Claro, ahora no le pagan por recitar…

—¡Señorita Andrews me insulta usted!

—¡Sí, y merecidamente! ¡Recite, maldita sea! Tanto venerarle y cuando de verdad importa le da la espalda…¿Esta es la literatura de la que tanto hablan? Si tanto la quieren porque la apartan de los únicos momentos verdaderos de sus vidas. ¿Para que se escribe entonces? ¿Para que leemos? ¡Para que se pone usted esos malditos leotardos, maldita sea! ¿Para qué? ¿Sólo para llenar la barriga? ¿Sólo para complacer a los que pagan? Si es así es usted una puta…usted y todos los que son como usted, todos los que saben vivir leyendo libros, pero no leer viviéndolos. Usted no ha vivido ni un segundo de literatura, ni un segundo de verdad…es usted una puta y, con su bajeza, convierte a Shakespeare en su chulo…usted y todos los que son como usted…

La señorita Andrews estalló en un inconsolable llanto. Sus gafas eran ahora como dos peceras, en cuyo interior se movían dos tristes peces negros. Lloraba como una niña, que era en realidad lo que era. Veintitantos años de películas, libros, teatro…, no había visto ninguna, no había leído nunca, no había actuado ni una linea. Todo lo había vivido. Como ahora estaba viviendo aquel estúpido libro de los soliloquios, por el cual se había ido al otro lado del mundo. Por un capítulo. Por dos contando a Miskas. Ese era el arte en el que en algunos momentos de idealismo John había querido creer, aquel que servía, como decía Faulkner, «para levantar los corazones de los hombres.» Pero John había visto tantos corazones enterrados en almas tenebrosas que ya había perdido la fe en todo aquello, y la había perdido de tal manera que ni siquiera se había dado cuenta de que una bonita, dulce, e inocente niña, una que nunca había aprendido a odiar, una que probablemente nunca aprendería, le había seguido hasta Oslo con su gato en brazos. ¿Qué hacía aquella pobre criatura en aquella iglesia llorando por él? Miskas le miraba con vergüenza, vaya fraude que era aquel John…¿Qué hacía aquella niña apuntándole a un hombre malo aquello que John se sabía de memoria? Aquella lampara inglesa a la que ahora, por primera vez, veía dar luz.

—That flesh is heir to; ‘tis a consummation

Devoutly to be wish’d. To die, to sleep—

To sleep, perchance to dream—ay, there’s the rub,

For in that sleep of death what dreams may come

John paró de recitar.

Estaba en el aire, su alma estaba en el aire. Mezclada con el olor a incienso. La había tenido y ella se la había llevado, pero se la había devuelto con su duda, con su recuerdo, con ese instante en el que Elisa con su pensamiento creyó recorrer el mundo entero cuando en realidad no recorría sino unos metros. El dinero se guarda, un coche se conserva, pero el amor no, el amor se vive. Será ceniza, pero que ceniza tan bonita es esa de la melancolía que tiene nuestra cara sin estar en nuestro jardín y que ceniza tan bonita esa que en nuestro jardín, al ser iluminada por una nueva luz, brilla por un momento con la luz pasada, espejo que lleva una vida entera desarrollar y que no refleja una luz sino la acumulación de todas las que en él se han reflejado. ¿Qué es el alma sino un laberinto de cristales?

—¿Cómo se llama usted señorita Andrews? Me temo que he sido tan maleducado de no preguntárselo en todas las horas que lleva siendo mi ángel.

—Adivine…

—Pues…¿Julieta? Oh Julieta…

—No, no es Julieta. Pero anda usted cerca.

—Beatriz.

—¡Beatriz! Vaya, hace tiempo que no hago esa…a ver…

A Miracle, here’s our own Hands

against our Hearts: come, I will have thee,

but by this Light I take thee for Pity.

—¿Y la entrevista cuándo? Me parece que se olvida usted que tengo un libro de soliloquios que escribir…y no porque me llame Beatriz significa que…yo…yo…no tenga que…que…que…

—Señorita Beatriz, me veo obligado a informarle de que usted va a dejar la noble práctica de escribir soliloquios y yo de actuarlos y, si está usted de acuerdo, vamos a intentar vivirlos…

La novia, sin dudarlo un momento, besó al novio.

Y Miskas fue el único testigo del primer romance de supermercado de la historia de Noruega.

Créditos Fotográficos: Composición por DFV utilizando las siguientes imágenes originales: Foto 1, Foto 2, Foto 3

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