«Eres la reina de la función, chica, sí, tú, la reina, con tus ojos del color del atardecer, con tus labios carnosos y sugerentes. Eres la reina, la reina sí. Con tu pelo rizado que cae en suaves y sedosos bucles, con tu preciosa nariz, vuelves locos a los hombres. La reina, sí. En otro tiempo fuiste la princesa y ahora eres la reina, la reina sí. Con tus piernas delgadas y perfectas, que clavan sus tacones en el suelo como columnas griegas…Eres la reina, la reina sí.»
Mirella decidió que el color rojo sería el que en mayor medida realzaría sus labios, esos labios que a tantos hombres habían premiado con sus besos. Con sumo cuidado dibujó una línea negra bajo sus párpados, la cual contrastaba deliciosamente con sus ojos castaños; y otra sobre ellos, las cejas, que, como había sido su costumbre durante los últimos treinta años, llevaba siempre depiladas. En su armario vio pasar los vestidos, decidiéndose finalmente por un juvenil, «como mi cuerpo,» y provocativo conjunto negro de pantalón y chaleco.
«Muchas niñas quedarían ridículas con estos agujeros y cadenas en el pantalón, y es que ya quisieran tener tu cuerpo, Mirella.»
Bajo el chaleco, se puso una camisa blanca de amplias mangas. Sin embargo, momentos más tarde dudaba acerca de si sería quizás la azul la más apropiada. Así que, por si acaso, decidió meter también la camisa azul en la maleta. Abrió el armario de los zapatos; decantándose, tras no pocas dudas, por esos de tacón tan alto y provocativas cintas, los cuales tan estilizadas hacían sus piernas. Por último, la chaqueta. Eligió la blanca con ribetes dorados, la cual se había comprado unos días antes en una tienda de ropa underground, como ella la llamaba.
Take me down, litle Susie take me down I know you think you are the queen of the underground… …and I won´t forget to put roses on your grave.
Y mientras tarareaba a los Rolling Stones, Mirella se decía que sólo alguien como ella sabría combinar cosas así, «porque hay que tener estilo, y tú, princesa ahora reina, siempre lo has tenido.»
Ahora la gorra. Cogió la roja, y por el espacio que queda sobre la cinta de sujeción, dejó caer un mechón de su pelo rizado, dando a su aspecto un toque irresistiblemente juvenil. «Más que juvenil: personal.» Ya estaba lista para conquistar Nueva York; pero ahora debía darse prisa: el autobús salía en menos de media hora.
Ya estaba cerrando la puerta de su casa, cuando recordó que se olvidaba de la lectura, algo indispensable, pues no por nada son más de cuatro horas las que separan Washington de Nueva York. Tras una corta búsqueda encontró su libro de Francés Conversacional.
Mientras bajaba por la escalera, se lamentó de que la pierna le estuviera doliendo tanto aquel día. Como cada día en los últimos veinticinco años, maldijo a aquel marido que, siendo ella tan solo una veinteañera, la dejó, a palos, lisiada de por vida. «Pero era la reina, una reina coja, pero la reina de todas formas. De igual modo que antes había sido una princesa: coja.»
En el metro, de camino a la parada de autobús, se sintió asaltada por las miradas de decenas de desconocidos. Se la estaban comiendo con los ojos, lo podía sentir. La comían con los ojos y un momento más tarde la escupían. Y en el suelo, escupida y masticada, era donde ella sentía encontrarse. Escupida y masticada. Y todo por no haberse decidido por la camisa azul. «Me la cambiaré en el baño del autobús…» se dijo.
Pero no era cierto aquello de que todos la masticaran, mucho menos que la escupieran, pues había uno que la estaba saboreando. Retocándose su pelo rizado, cuidadosamente colocado para ocultar la calva, a la vez que preguntándose si se debía notar que el marrón tenía su procedencia en un tinte (y decidiendo de manera firme que la próxima vez se teñiría también la perilla), Augusto la miraba con una sonrisa, mientras se decía que, quizás, ella no se fijaría en un hombre sólo en el físico, ni tampoco en el triunfo, ni en el dinero, ni en aquello tan ridículo del carisma, ni siquiera en la inteligencia, que ella se fijaría en…: en él. Así que intentó colocarse lo mejor posible su voluminosa barriga, metiéndose una vez más la estrecha camiseta blanca por dentro de sus pantalones eternamente caídos. Y se abrochó la chaqueta de chándal, mientras pensaba que era una pena que ninguna de sus americanas le quedara ya bien, pues sin duda su aspecto debía ser ridículo vestido con un pantalón de traje y una chaqueta de deporte.
«Bueno, quizás, además de todo lo demás, a ella no le importe como se vista el hombre de sus sueños…Sí, seguro que nunca ha rechazado a nadie por llevar chaqueta de chándal y camiseta. Además, así tengo un aspecto más juvenil…Claro que, a los cincuenta y cuatro años, no sé si…»
—Nadie me va a decir lo que tengo que hacer—retonó una voz—nadie va a controlarme…Lo intentaron pero no pudieron…Lo intentó mi novio, lo intento mi padre, lo intentó mi madre…pero yo siempre fui diferente, yo siempre fui libre, y sigo siendo libre, libre, libre…
—Señorita—dijo otro de los pasajeros del metro—Está prohibido escupir aquí dentro. Además de que es de pésima educación.
Pero no para Katherine, quien llevaba más de cinco años escupiendo con una frecuencia de quince segundos. Es decir, cuatro veces al minuto; doscientas cuarenta por hora…
—¿También usted me quiere dar por detrás? ¿Quiere míster? Ande, no se prive…Sólo tiene que esperar y, cuando me baje, seguirme hasta un callejón oscuro…Allí me coge y zasss…—pausó por un momento para escupir—Muchos lo han hecho antes y supongo que muchos lo harán…A mí ya no me importa…Ni siquiera gritaré…Creo que hasta he empezado a cogerle el gusto…¿Qué me queda sino eso?
—Señorita, por favor, no le hable así a mi novio—dijo Cristina—Por favor, se lo ruego.
—¿Tu novio? Pues tu novio es un guarro…como todos los hombres…mienten…gritan…pegan…es todo lo que saben hacer…
—No diga eso, señorita—dijo él.—Es usted demasiado joven y guapa para hablar así…¿cuántos años tiene?
—Creo que veintiocho…aunque ya casi no me acuerdo—escupió una vez más—¿sabes una cosa? Sí tengo veintiocho, hace ya diez años.
—¿Diez años de qué?
—Desde que me nombraron reina del baile de graduación…yo era la más bonita de mi escuela…y no le exagero…todos los niños estaban locos por mí—escupió con odio—por mí…
—No se ponga usted triste—dijo el joven, de nombre Miguel.
—No, no se ponga usted triste—repitió Cristina.
—No me pongo triste…¿por qué iba a hacerlo?—y escupió de nuevo.
Diez minutos más tarde, nuestros cinco protagonistas llegaban a Union Station, la estación central de trenes y metros de Washington, desde la cual caminarían un par de manzanas hasta la parada de autobuses.
—Nueva York, dos—dijo Miguel, una vez se encontró frente al empleado de la línea de autobuses Pedro Bread.
—Uno a Nueva York—dijo Augusto.
—Un pour Neuve York—dijo Mirella, tras secretamente haber mirado su libro de Francés Conversacional antes de decirlo.
—Nueva York…—»está prohibido escupir;» el vendedor de billetes de P.B recriminó a Katherine.
Lentamente, todos los pasajeros fueron subiendo al autobús. Cristina y Miguel se sentaron atrás del todo, tal y como siempre le había gustado a ella y, entrelazando entre caricias sus manos, esperaban serios a que el autobús comenzara su marcha. Mientras tanto, Mirella se acercaba por el pasillo, disimulando lo mejor posible su cojera, y mirando con grandes ojos, una y diez veces, cada uno de los detalles de los asientos, y es que aquella expresión le daba un irresistible aire juvenil. Era su costumbre mirar muchas veces antes de realizar cualquier acción, así que antes de abrir el portamaletas buscó insistentemente el botón que lo abriera, como si no lo hubiera visto a la primera. «Era una niña curiosa ante el gran mundo,» se decía, y que bien le hacía sentir aquello. Finalmente, se sentó en la hilera situada en frente de Cristina y Miguel, comenzando segundos más tarde su búsqueda de la posición ideal en la que leer Conversational French. Un par de vueltas (provocadas por su dificultad en encontrar la manera de apoyar la cabeza en el respaldo y, a la vez, llevar la visera de la gorra hacia atrás) y comenzó, entre susurros, a practicar las frases de francés que convencerían a todo Nueva York de que antes, mucho antes, de haber nacido en Iowa, Mirella había sido ciudadana de París. Por eso se llamaba Mirella, desde antes, mucho antes, de llamarse Judy.
No sorprenderá a nadie el que Augusto se sentara en los asientos que estaban al otro lado del pasillo de donde se encontraba Mirella, como tampoco el que ensayara cientos de posiciones en las que abrocharse su chaqueta de deporte. También se devanó los sesos en busca de la forma más atractiva de ajustarse las gafas. Finalmente decidió que «seguro que a aquella mujer no le importaba la forma en la que el hombre de sus sueños llevara la chaqueta, ni tampoco a la altura a la que le quedaran las gafas, ni siquiera el que a éstas les faltara un trozo de la patilla derecha.»
«Nunca he oído que una mujer deje de enamorarse de un hombre porque le falte un trozo de una de las patillas…¡Ni siquiera la de la derecha!,» se dijo con una sonrisa Augusto, quien aquella mañana estaba del mejor humor en el que recordaba haber estado en mucho tiempo.
Finalmente, y para completar nuestro quinteto, Katherine se sentó en la primera fila del autobús. El conductor se quedó horrorizado cuando, nada más entrar, se encontró conque el suelo del autobús, que acababa de limpiar, se encontraba lleno de saliva, razón por la cual recriminó duramente a Katherine, a lo que ésta contestó con una retahíla de frases inconexas, que convencieron al conductor que, antes de hacerla razonar, más efectivo sería darle una bolsa de plástico en la que pudiera escupir sus salivazos.
—Escupe en la bolsa, Katherine…—le dijo el amable conductor, quien, antes de nada, le había preguntado su nombre.
—No.
—Si no me veré obligado a hacerte bajar, y entonces no podrás ir a Nueva York. Por favor, Katherine…
—Bien…—dijo Katherine, inaugurando un momento más tarde el regalo del señor conductor.
—Eso está mejor, gracias.
Contento por su éxito, el conductor se dispuso a comenzar el trayecto, no sin antes decir a través del micrófono, con impecable estilo y acento británico, pues no por nada había volado una vez con British Airways:
Señoras y señores, bienvenidos a Pedro Bread. Es mi misión llevarles de manera placentera hasta Nueva York, en un trayecto cuya duración estimada es de cuatro horas y media. Viajaremos a una velocidad media de cincuenta millas la hora, cumpliendo rigurosamente las restricciones de la ley. Además de nuestro video de presentación, tendremos el placer de ofrecerles una película, la cual espero sea de su agrado. La película de hoy es «Angustiano,» la cual, a modo de avance, déjenme decirles que trata de un tema muy de actualidad en nuestra sociedad: los traumas existenciales de un homosexual que un buen día descubre que en realidad no lo es. Así que decide demandar a sus padres, quienes llevaban treinta años mintiéndole. Sus amigos no le hablan. Todos los que un día fueron importantes para él le rechazan, haciéndole así pagar un alto precio por haber cometido el pecado de la sinceridad. Intenta disimular, pero no puede esconderse de sí mismo. Gracias y espero que disfruten ustedes el viaje.
Y mientras el video informaba a más de veinte pasajeros de que P.B. es una compañía familiar, como también de que es la que mayor crecimiento ha experimentado (tanto en número como en la calidad de sus autobuses) en los Estados Unidos, el autobús comenzó a rodar. Rumbo a Nueva York. Un minuto más tarde, Mirella decidía que era el momento de poner fin a sus problemas, así que cogió la bolsa de basura en la que había metido su ropa (siempre había creído que no hay maleta de mano más cómoda que una enorme bolsa de plástico); y, no sin antes escrutar el pasillo con su expresión de niña que no se quiere perder nada, se perdió por la pequeña puerta del toilette del autobús.
—Que mujer más rara—dijo Cristina.
—Sí—confirmó Miguel—¿has visto? No paraba de moverse.
—Y esos pantalones con agujeros y cadenas. Viste como una niña atrevida…Y encima esas gafas de sol azules y la gorra roja.
—Seguro que tiene un montón de complejos; ¿has visto como se movía por el autobús, mirándolo todo muchas veces, cómo si prestara atención a cada detalle? Parecía como si hasta para respirar tuviera que pensárselo dos veces. Pobrecilla, creo que está loca…¿Has visto que llevaba un libro de francés básico?
—Era un libro de inglés-francés con las frases indispensables—le corrigió Cristina— Quizás sea francesa…
—No lo creo, parece americana.
—¿En qué lo notas?
—No lo sé, pero lo parece. Su forma de vestir parece la de una americana que se viste como cree que lo hacen las niñas francesas.
—¿Le has notado la cojera?
—Sí, pobrecita.
—Su perfume huele a canela.
—Sí, y además es muy fuerte.
Mirella salió del baño, su camisa azul radiante bajo el chaleco. Era una mujer nueva y ahora ya nadie le escupiría tras comerla con los ojos. No lo harían porque ahora había acertado con la combinación. Miró muchas veces las filas de los asientos: quería estar segura de que se sentaba en el asiento adecuado. Finalmente lo encontró, buscando de nuevo repetidas veces el botón del portaequipajes, el cual apretó con destreza, introduciendo acto seguido la bolsa de basura en el compartimento. Cerró una vez, pero no era suficiente, había que asegurarse, así que abrió de nuevo y volvió cerrar. Con la palma de la mano tocó repetidas veces el portalón. Estaba cerrado y ahora ya se podía sentar tranquila. Su equipaje estaba seguro. Miró atrás, y sonrió como lo haría una niña al ver a aquella preciosa pareja. Él, con su pelo moreno peinado hacia atrás, no guapo pero si muy atractivo; ella, una auténtica belleza, con la melena negra que siempre le hubiera gustado tener a Mirella. Mirella pensó que parecían hispanos, una impresión que momentos más tarde vio confirmada cuando les oyó hablar en español. Hablaban con acentos diferentes, seguro que no eran del mismo país, él puede que fuera iberoamericano, quizás mejicano; ella, por su forma de hablar, quizás española. «Desde luego,» se dijo, «son una pareja muy elegante, una de esas que uno ya no espera encontrar entre la gente joven.»
Al verles Mirella se acordó de lo que deseó haber sido en otro tiempo y, como si de espejos se trataran, se vio reflejados en los ojos de Miguel y Cristina. Era una vieja, vieja y fea, una de la que nadie podía tener sino lástima. Era coja y acomplejada. La vida quizás hubiera sido soportable para Mirella de no existir gente como Miguel y Cristina; gente que no le dejaba olvidar lo que la suya debiera haber sido pero nunca fue. Ellos y muchos como ellos eran la forma de los sueños de Mirella, una forma que, inocentemente y sin la menor intención, no le permitían escapar de su realidad. Una expresión de tristeza apareció en la cara de Mirella, quien se quedó mirando por unos instantes a Cristina, mientras esta última, apercibiéndose de ello, le sonrió. De repente Mirella sintió una enorme vergüenza, había interpretado aquella sonrisa como una mofa, y, escondiendo su cara tras el respaldo del asiento, se sentó. Se dijo que «iba a dormir, que había que dormir, que era imprescindible dormir» y por unos minutos buscó una posición en la que conciliar el sueño. Apoyó el libro en la ventana y lo intentó utilizar como almohada; reclinó uno de los asientos y apoyó la cabeza en el dorso del asiento de al lado; se recostó en el asiento de delante apoyando la cabeza sobre sus brazos cruzados. No sirvió de nada. Estaba demasiado nerviosa, no podía olvidarse de quien era. Era Mirella, era Judy, aquella a la que aquel malnacido había molido a palos; la que quería ser una niña, la que, no pudiendo ser una más, se decidió a ser una princesa; la que, aceptando que también las princesas envejecen, se proclamó reina, una reina vestida como un domador de circo, o como un payaso, o quizás como una mezcla de ambos. Una lágrima se deslizó por su mejilla.
—No para de moverse—susurró Cristina al oído de Miguel, simulando que le besaba la mejilla.
—Pobrecita. Está enferma, seguro…
—Tiene que estarlo.
Mientras esta escena tenía lugar, Katherine y su saliva habían decidido hacer una excursión hasta el baño. Ya se acercaba al mismo, cuando Mirella, de manera impulsiva, y sin para mientes en Katherine, decidió que ya que no podía dormir, y que, ya que no podía olvidarse de que era Mirella, al menos intentaría mejorarse. Así que cogió el neceser (quería pintarse los labios), la camisa blanca y, como una exhalación, se metió en el baño. Ni siquiera vio a la indignada Katherine, a quien, sin embargo, se vio obligada a escuchar a través de la puerta.
—Habráse visto semejante puta…yo estaba primero…—gritaba Katherine—¡yo he querido mear primero…yo!—estaba tan irritada que se olvidó de su trato con el conductor, y escupió en el suelo—¡yo…yo…pero yo he tenido que venir desde adelante…y ella ya estaba detrás…se ha aprovechado de que yo he tenido que venir desde más lejos…! ¿Lo has visto, verdad?—dijo dirigiéndose a Miguel, quien le contestó:
—Sí, sí que lo he visto. Pero no creo que ella se haya dado cuenta.
—Nadie nunca se da cuenta y ya lo ves…te dan por detrás—escupió de nuevo—Y a ti puta, ¿te están dando por detrás? ¿A quién tienes ahí dentro?—comenzó a golpear la puerta con todas sus fuerzas—¿A quién tienes? ¿Te la están metiendo?
—Cálmese, señorita—intervino Augusto—Le puedo asegurar que la señora está sola en el baño, como también que, de haberse dado cuenta de que usted quería utilizarlo, le hubiera dejado pasar.
—¡Miente!—gritó Katherine escupiendo a Augusto—Miente…me ha visto…me ha visto…todos me ven…¿acaso no me ves tú?
—Sí—contestó Miguel, a la vez que se levantaba y le hacía un gesto a Augusto, con el que le indicaba que no se enfadara ante aquel salivazo—Te veo…Pero ya te lo ha dicho el señor…y ya te lo he dicho yo…que ella no te ha visto.
—Sí, sí que me ha visto—y empezó a golpear la puerta con todas sus fuerzas.
Mirella, sentada en la taza del inodoro, con la cabeza escondida entre las manos y con los ojos arrasados en lágrimas, lo había escuchado todo. ¿Cómo podía salir después de aquello? ¿Cómo mirar a los ojos de la elegante pareja? La bella joven, a buen seguro, se reiría de ella, y nadie, mucho menos aquella bestia que gritaba a través de la puerta, le creería cuando asegurara que no la había visto venir. Juraría que lo había hecho sin querer, pero nadie le creería, como nunca nadie le había creído. Él no le creyó cuando Mirella le aseguró que no le había sido infiel, ni con su mejor amigo, ni tampoco con todos los marineros de Nueva York; cuando Mirella le dijo que no era una puta, o alguien incapaz de amar, o de respetar, o de saber cual era el lugar del hombre y cual el de la mujer. Cuando le decía que le quería más que a su propia vida. No la creyó. Malnacido.
«Sólo tú te crees, Mirella,» se decía; «sólo tú que eres la reina, sólo tú que has sido princesa, sólo tú cuando te dices que eres la más bonita, sólo tú cuando piensas que al hombre bueno no le va a importar que estés coja. Sólo tú te crees. Que te van a aceptar como eres, con tu chaqueta de domador de circo, con tus labios de payaso, con tus gafas azules y tu ridícula gorra roja. Sólo tú te crees, Mirella. Nadie te creerá cuando digas que tú no quería pasar delante, que no la habías visto…Te gritarán, se reirán de ti, y tú sólo podrás sentarte…pero ni siquiera podrás dormir, porque no existe posición adecuada, posición adecuada para olvidar…No salgas Mirella, no salgas, quédate aquí dentro hasta Nueva York, espera a que todos bajen del autobús, y después bajas tú…Así no tendrás que enfrentarte a sus miradas acusadoras, ni a sus gritos…»
Y esto hizo Mirella, quien bajó en Nueva York la última y sin tener que enfrentarse a las miradas de Cristina, Miguel o Katherine. Bajó la última y lo hizo en brazos de…no, no lo hizo en brazos de Augusto, por mucho que él se hubiera ofrecido gustoso a ello, sino en brazos de tres hombres, de tres guapos jóvenes quienes, con el mayor de los cuidados, la bajaron por las escaleras del autobús. Dos eran rubios y con ojos azules, y especialmente uno de ellos, quien Mirella nunca supo que se llamaba John, podría haber pasado por actor de cine. El tercero era un chico negro y fuerte al que le gustaba ocupar sus ratos libres, aquellos en los que no portaba a bellas señoritas como Mirella, haciendo culturismo. Sus biceps eran del tamaño de un balón de baloncesto. O del tamaño del estómago de Augusto, quien, no sin ciertos celos, contemplaba la escena sin perder detalle.
Había sido una navaja de afeitar, la cual Mirella llevaba entre sus pinturas. Tras diez minutos de gritos y golpes en la puerta, (no todos procedentes de Katherine, pues Miguel no tardó en, preocupado, interesarse por si su desconocida compañera de viaje «se encontraba indispuesta»), un fino río de sangre asomó bajó la misma. Katherine fue la primera en verlo y empezó a escupir como una descosida, dándole así el aviso a los demás de que algo le daba más asco de lo habitual. Sin más tardar, Miguel intentó forzar la puerta. Le fue imposible, así que, a grandes pasos, se dirigió hasta el conductor y le informó de que algo horroroso había sucedido en el baño y de que por favor detuviese el autobús. Unos segundos más tarde, el autobús se encontraba detenido en la cuneta derecha de la autopista. El conductor cogió la llave del baño y se dirigió a la parte trasera del autobús; (la compañía Pedro Bread, desde que se vio obligada a indemnizar con más de dos millones de pesetas a una anciana que aseguraba que «nunca se repondría del susto de, durante seis minutos y medio, creer que iba a morir encerrada en el baño de un autobús,» obligaba a sus conductores, bajo penas que llegaban incluso hasta la suspensión, a comprobar que llevaban la llave antes de salir y que, en caso de que fuera necesaria, podrían disponer de ella con la mayor de las prestezas.)
Mientras avisaba a todos los pasajeros de que, por favor, se quedasen en sus asientos, el señor conductor introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Tras ella, la escena más horrorosa que Kurt, éste era su nombre, había visto jamás. Sentada en la taza del váter, una mujer de unos cincuenta años, desnuda y con una bolsa de basura por la cabeza, había perdido cada gota de vida a través de una de sus venas. Una pierna izquierda, deforme y más delgada que la derecha, fue lo primero que llamó la atención de Kurt. Una vista que de por sí no era desagradable, como tampoco lo era la de aquel cuerpo, cuyas bellas formas y tersa piel eran cuando menos destacables en una mujer ya entrada en años. No, lo que hizo vomitar a Kurt no fue Mirella, sino ese contenido (que ahora era continente pues rodeaba el cuerpo de Mirella) rojo y líquido, el cual la había mantenido durante cincuenta y tres años de miserias e infelicidades, ese contenido cuya situación, dentro o fuera, decidía si Mirella seguiría siendo infeliz. Y el contenido estaba fuera; como fuera estaba ahora también el perrito caliente con mostaza que horas atrás, y con tanto gusto, Kurt había engullido.
Debido a que Baltimore, única parada de Pedro Bread en su línea Washington-Nueva York, estaba a tan solo cinco minutos, Kurt decidió, una vez se hubo repuesto, continuar hasta dicha ciudad, y no hacer ir a la ambulancia hasta donde se encontraban en aquel momento. El cambio de autobús (el siguiente pasaría veinticinco minutos más tarde) sería más seguro para los pasajeros en la estación de Baltimore que en medio de una autopista interestatal. Así que, avisando de lo sucedido a través del radioteléfono a la estación de Pedro Bread, el autobús reemprendió la marcha.
Sólo una persona miró a Mirella, (o a lo que era Mirella antes de que el contenido pasara a ser continente) en aquellos cinco minutos: Katherine. Sentada junto a aquel cuerpo desnudo, Katherine susurraba y, por primera vez en más de cinco años, lo hacía sin escupir.
—Porque, princesa, porque…—decía en uno tono de voz casi inaudible—porque…¿sólo por qué yo te he gritado? Pero yo no te gritaba a ti…yo no te escupía a ti…yo escupía porque no me podía quitar aquel sabor de la boca…el sabor del primero…el sabor de mi padre…el sabor del campo…el sabor del silencio…de mi habitación oscura…yo no te escupía a ti…
Katherine pasó una de sus manos por el suelo del baño, quedándose ésta inmediatamente teñida por la vida roja de Mirella. La lamió, sabía dulce, tan dulce que un momento más tarde Katherine lamía el suelo, lamía a Mirella. Le prometió que nunca más iba a escupir, nunca, «porque en su boca ahora ya no estaba el sabor rancio de aquel padre, aquel que le obligaba a tantas cosas sucias; sino uno dulce, el dulce de una mujer con la que ella, Katherine, había sido muy injusta, ya que seguro que la pobre ni siquiera se había dado cuenta de que ella, Katherine, se dirigía al baño, de que si le había tomado la delantera era porque adelante estaba más lejos que atrás…no, seguro que no se había dado cuenta de que ella, Katherine, había comenzado a caminar antes…de que ella había sentido ganas de orinar antes…seguro que no, y ella, Katherine, había sido muy injusta con aquella señora que, desnuda, perfumaba ahora la estancia con su sangre.» Nunca volvería a escupir, repetía una y otra vez Katherine, cuya cara estaba ahora totalmente teñida por la sangre de Mirella.
Al llegar a Baltimore, los pasajeros bajaron sumidos en un silencio sepulcral: nadie se atrevía a pronunciar palabra. Cristina y Miguel cogieron el siguiente autobús a Nueva York, donde al día siguiente él comenzaría a trabajar para el importante banco JB Ballantines. Katherine, con la cara ensangrentada y susurrando palabras cariñosas dirigidas a Mirella, fue escoltada hasta un centro donde pudiera recibir ayuda psiquiátrica. No opuso la más mínima resistencia, como tampoco cuando, dos meses más tarde, y en virtud de lo declarado por el resto de los pasajeros acerca de su agresiva conducta y de la influencia que ésta quizás tuviera en la muerte de Mirella, un juez decidió que pasara los dos años siguientes en un sanatorio.
Para el final dejamos al último de nuestros protagonistas, aquel que hasta el momento no ha dicho sino unas pocas líneas en nuestra historia. Augusto, una vez se hubo asegurado de que ya no quedaba nadie en el autobús, y antes de que llegara la policía, recorrió los dos metros que separaban su asiento (donde estático e intentando contener las lágrimas había permanecido todo aquel tiempo) del baño. Allí vio a Mirella, desnuda y ensangrentada, y se dijo que ojos humanos no habían sido nunca testigos de visión más bella. Pese a la sangre. Augusto se quito la chaqueta del chándal y, con ternura, la puso sobre los hombros de Mirella. Cerró los ojos, quitando con sumo cuidado la bolsa de basura de su cabeza.
—Te estoy quitando el velo, querida mía, pero no quiero verte hasta que seas mi esposa.
A ciegas, y en lo que fue un enorme logro para sus gordas y habitualmente torpes manos, Augusto se quitó el anillo, que le había regalado su madre y tenía grabado su nombre en el anverso, de su dedo meñique (en otro tiempo había estado en el anular), poniéndolo un instante más tarde en el pulgar de Mirella.
—Y el anillo…Ya somos marido y mujer…¡Y un beso a la novia!
Augusto, todavía con los ojos cerrados, la besó. Al abrirlos, se encontró frente a la cara alegre de Mirella, quien, quizás presintiendo que lo más bonito de su vida iba a ser su muerte, había querido morir sonriendo.
Augusto se dijo que había sido su beso el que le había devuelto la alegría y quizás no le faltase razón al decirlo. Este narrador, por su parte, se inclina a pensar que la sonrisa de Mirella se debía al alivio que sentía por no tener que enfrentarse a las miradas de todos los que le esperaban tras la puerta. Aunque este narrador, como en tantas otras cosas de la vida, también en ésta reconoce su más absoluta ignorancia. Así que no seré yo quien le lleve la contraria a Augusto, el único que acompañó a nuestra reina en la ambulancia; el único que estuvo en su funeral; el único que, día tras día, lleva flores a su bonita tumba de Washington. Como a toda una reina del underground. Y su lápida reza:
Te conocí tarde, pero lo suficientemente pronto como para hacerte sonreír.
A Mirella, de su devoto esposo Augusto.
Foto Editada por DFV utilizando las siguientes fotografías originales: Foto 1, Foto 2, Foto 3
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